Lo que tu luz dice, (2014). Ana María Oliva

 

La luz que ofusca el pensamiento de la doctora Ana María Oliva

No podía empezar peor la profesora del Instituto en Bioingeniería de Catalunya, –entiende un entrañable amigo de múltiples y aun, en ocasiones, acalorados debates. ¿Por qué?, pregunto con desbordante ingenuidad. ¡Mira que sacar a colación el ama en este asunto!, «Mi célula más vieja tiene cinco años y mi alma es eterna.»

Pase la referencia religiosa –añade mi amigo–, y aunque no seré yo quien haga más astillas del tronco caído, no crees tú –continua– que sólo quien no sepa lo que acontece en este mundo puede concluir que «Si no ves a Dios en todo…, no ves nada». (Mi amigo me acerca una entrevista realizada por Víctor-M. Amela a la doctora Ana María Oliva, «Cada pensamiento cambia tu biocampo electromagnético», La Contra. La Vanguardia. Jueves, 19 de junio de 2014, y su lectura me permite coincidir con su análisis. Añade mi amigo que no espere nada mejor del libro objeto de la entrevista, Lo que tu luz dice. Un Viaje desde la Tecnología hacia la Consciencia. Editorial Sirio. Barcelona. 2014. Veremos.)

 

¿Quién soy?

Todo indica que para la Directora en Instituto Iberoamericano de Bioelectrografía Aplicada, además de Business Partner en Lyoness AG, el aspecto más importante y, por consiguiente, definitorio de la naturaleza humana es la materia, y la materia en tanto energía. Escuchémosla: «Materia es energía, mesurable en frecuencias de ondas, invisibles unas, visibles otras… ¡Luz!»… «Como el universo, somos hologramáticos: cada parte contiene la información del todo.»

 

Causa sonrojo –apunta mi amigo– tener que recordar que la materia es importante, pero en modo alguno, y tampoco como energía, constituye un factor decisivo y menos definitorio del sujeto humano. No somos fundamentalmente «holo», tampoco «halo», y menos «aura», como imagina la doctora Ana María Oliva.

 

Siguiendo con lo que es más que un juego de palabras, es dable señalar que si algo somos los sujetos humanos –añade mi amigo– es «gramáticos». ¡Pues que sería del bebé, baste indicarlo así, si se le impidiese aprender a hablar, qué sería el ser humano sin la palabra, sin el lenguaje, tan singular que nos diferencia radicalmente de los otros animales. En fin, que sería de nosotros sin el Otro, sin ese lugar inconsistente por la falta de un significante, o sea, sin el Inconsciente que, como ámbito psíquico de la palabra y del deseo, determina cuanto hacemos, pensamos y deseamos. Sin el Otro del lenguaje, en el mejor de los casos estaríamos ante el niño salvaje conocido como Víctor de Aveyron.

 

Esta doctora en Biomedicina por la Universitat de Barcelona, parece desconocer ese aspecto esencial y fundamental, y necesario también para quien se proponga decir algo congruente y cierto acerca del sujeto humano. Es más, hace suyas, –no sé si es consciente de ello–, algunas tesis filosóficomorales antiquísimas, trasnochadas y, conforme a la malsana tendencia al goce de los seres humanos, resucitadas por los acólitos de la espiritualidad, grupo de iluminados entre los que se contabilizan algunos físicos cuánticos. Ninguno de ellos muestra conocer al griego Pitágoras de Samos, y así es también respecto al celebérrimo Platón. Conocerlos significa advertir sus ideas sobre la relación entre el alma individual y el Alma del mundo, siendo aquella, según tan egregios personajes de la cultura, una parte desprendida de esta última. En suma, según el pensamiento especulativo de estos filósofos, no ajeno a un patológico narcisismo y demostrando un inconmensurable horror a la separación del otro que nos hace autónomos, no somos sino una parte del Todo, del Universo.

 

¿Qué ofrece el campo bioelectromagnético, o con mayor precisión si cabe, qué promete el análisis del aura?

 

Muchas y ninguna de ellas despreciable. Quien lo asegura es la doctora Ana María Oliva. En su pintoresco modo de ver la realidad sigue de cerca las delirantes conclusiones del director del Instituto de Investigación de la Cultura Física, de San Petersburgo, Konstantin Korotkov, quien creyó haber fotografiado el espíritu o el alma dejando el cuerpo en el instante de la muerte. En realidad, nada hay de místico o transcendental en su experimento, pues se trata de la visualización de descarga de gas (Gas Discharge Visualization), una técnica avanzada de fotografía de Kirlian, método que muestra, en tomos azules, la energía, digámoslo así, que en último suspiro deja el cuerpo.

 

A las creencias apuntadas habría que añadir un gravísimo atentado contra la epistemología y la clínica, como es afirmar que el estudio del aura arroja datos diagnósticos incuestionables, «el biocampo corporal… la imagen electrofotónica… [en suma, el aura, dice], vigila tu páncreas, tiroides, colon y aparato urogenital. Y veo triste tu corazón.»

 

En segundo lugar, la doctora Ana María Oliva sigue a Korotkov en la idea, por lo demás conocida, de los efectos de algunos alimentos, el agua, las bebidas alcohólicas e incluso los cosméticos, quien llegó a afirmar que el aura de los norteamericanos presenta la negatividad de muchos de los alimentos que consumen. En la crítica a esa cultura tecnológica, Ana María Oliva llega a sostener que «si empuñas un vaso con licor, tu aura se resiente. Si lo bebes, aun más… Sí. El campo energético del licor altera tu biocampo». (Lo que no dice esta doctora es la diferencia que ejerce en el organismo entre el whisky de siete euros la botella y el Glenrothes 16. Se lo preguntaremos, –dice sonriendo mi amigo–, no tanto para dejar el espirituoso licor sino más bien por si tuviera que cambiar de marca.)

 

Aspecto distinto, por lo que tiene de verdadero, es que la palabra afecta al cuerpo. Los psicoanalistas, desde Freud, lo conocemos y lo observamos a diario en los analizantes. Mientras que apelar al uso de las buenas palabras con la esperanza de que algo cambie, estructuralmente hablando, como asegura Ana María Oliva, hace pensar más en un consejo de tertulia televisiva que en una recomendación con criterio científico. Y, en realidad, qué otra cosa cabe decir cuando uno escucha «Un día, parodiando y burlándome de los que hablan suave, empecé a decir “dime, amor”, “hola, cariño”, “bonito, cielo”… ¡Y…cambié!... “Se dulcificó mi carácter” Ahora llamo a todo el mundo “corazón”… ¡y me hago bien!»

 

La sugestión mueve montañas, dicen. Cierto, al menos en algunos casos, también en la psicología de masas, como acertadamente expuso Freud. Pero no es menos cierto que su duración es tan breve como rápidos pueden ser sus efectos, y que las secuelas, también en las masas, suelen multiplicar el padecimiento originario y siempre, inexorablemente, la ignorancia. Más siendo uno libre, no estructuralmente, claro está, es responsable de responder a su malestar con los paliativos que Dios le dé a entender.

 

Junto a los distales apuntados, estamos de acuerdo con la doctora Ana María Oliva en algo que ella misma asevera, «Tu sistema de creencias te construye». Y es que a ella, también en este caso, han sido sus creencias las que le han hecho llegar hasta donde ha llegado.

 

José Miguel Pueyo

Blanes, 22 de junio de 2014