Anatomía subjetiva de un director de cine. (Del genio fabricado o de la cinematografía de Albert Serra)

 

Si mires atentament, veuràs moltes coses...

 De vegades la bellesa espanta. 

(Si miras atentamente, verás muchas cosas… A veces la belleza asusta).

Sentencia de uno de los Tres Reyes de Oriente

El cant dels ocells. 2008

Lo acaecido a Albert Serra (Banyoles, 1975) no tiene nombre. No otra cosa debieron pensar algunos de sus admiradores y es dable suponer que todos sus amigos al enterarse de que un realizador de tan alta valía y reconocida audacia se había quedado una vez más con lo puesto en la francesa ciudad del glamour cinematográfico.

 

En cuanto al éxito alcanzado en los primeros Premios Gaudí de la Academia de Cine Catalán, no es, que yo entienda, de los que reducen la frustración. Ínfimo aun en el detalle es que el jurado otorgara a El cant dels ocells (drama de 98 minutos) más de un galardón, máxime cuando los organizadores del evento no contemplaron la posibilidad de que una película catalana pudiera ser la mejor europea. (Ese premio recayó en Camino, del madrileño Javier Fesser, anuncio de lo que ocurriría en los Premios Goya 2009). E imagino que no es para dar brincos de alegría cuando a uno lo consideran merecedor del premio especial de los contrapremios YoGa, en su 20ª edición, que concede el colectivo Catacric (Catalans Crítics), aunque fue compartido con Jaime Rosales, Joel Joan y Jaume Roures.

No es descabellado suponer la decepción de este ya no tan novel director, tanto más porque en modo alguno fue huraño a la hora de estimular a su favor, si bien con tácticas convencionales (pins), al prestigioso jurado que debía conceder la Cámara de Oro, el más codiciado premio de la Quinzaine des Réalisateurs, uno de los dos certámenes paralelos del Festival de Cannes, junto a La semaine de la Critique. (Cuarenta edición, celebrado entre el 15 y el 25 de mayo del pasado año).

 

Existe la posibilidad, empero, de que, a imitación de algún émulo de Cúchares, este peculiar cineasta concluya que lo suyo no reviste gravedad alguna. Y podría ser así de reconocer en él un talante diseñado contra el infortunio mediante el rechazo de lo vulgar y/o el desinterés por premios y elogios. Entenderlo de otro modo quizá dejara en la cuneta a quien parece haber superado la dimensión prosaica del trabajo, aunque, sin embargo, y como él mismo dice «no lo mueve otra cosa que no sea ganar dinero», a lo que añade «si algún director se siente molesto por mi presencia, yo por tres millones de euros, que es el dinero que necesito para tener la existencia solucionada, me retiro y no hago ni una película más.»

Quizá Serra desconoce, o tal vez si lo sabe no le importe, que el dinero, como decía Unamuno (1864-1936), hace perros de los leones y urracas de las águilas. Y quién ignora que crear se hace a partir de la nada (aunque nunca el Otro, nombre lacaniano de lo inconsciente, está ausente del todo, con lo cual el azar no es sino otra ilusión más), mientras que producir es una actividad que suele tener precedentes conocidos y está destinada a la obtención de bienes. Esos y otros rasgos de su vida y profesión, sin duda intimistas, los daba a conocer a los lectores de Núria Navarro, a quien le confesaba que «De hecho, la noche de los Gaudí, hubiera preferido que se lo dieran a Ventura Pons, que le hacía más ilusión que a mí». (Antes les decepcionará Obama que yo. «El Periódico de Catalunya». Viernes, 23 de enero de 2009).

 

Por sorprendente que pueda parecer, los trabajos acerca del plano descriptivo de esta filmografía son asaz deficientes; y quizá extrañe también leer que es el tratamiento adecuado de ese plano lo que permite acercarnos a lo Real de la misma (entendiendo Real como aquello más allá de lo cual no existe nada, y que no es igual en todas las ciencias y saberes: Dios, ADN, objeto a). Aludir a la falta de ser (a-ser) del sujeto escindido entre lo consciente y el pensamiento incosciente, $, descubierto por Freud, y a los intentos de colmar esa falta del Otro, S2, la falta en el Otro que nos habita, del objeto a, la falta del objeto perdido para siempre y por eso causa del deseo, suele provocar resistencias, siempre afectivas e ideológicas, contra la ética del bien decir del síntoma.

 

Comoquiera que sea, si algo no admite dudas es que la repetición de la forma y el estilo en esa filmografía no ha propiciado siquiera una pregunta sobre esa particular insistencia; y en tanto que a unos y a otros les ha pasado por alto que somos seres habitados por lalengua (neologismo lacaniano que recoge la no equiparación del lenguaje del inconsciente con la concepción lingüística del mismo, y que introduce la absoluta determinación de cuanto hacemos y pensamos), en vano se buscará en la crítica la relación de lo que se da en la pantalla con las declaraciones del cineasta. ¿Hasta qué punto podríamos leer en esa producción el mensaje cifrado de un goce que el sujeto no ha podido reprimir más, pero en el que probablemente, como es habitual en la historia de los hombres, no se reconoce? Esta cuestión viene a indicar que sacar a colación que los críticos franceses incluyeron a Honor de cavalleria entre las 10 mejores películas de 2006, así como que Serra fue el único director español en Cannes 2008, y que El cant dels ocells es uno de los cuatro filmes que conformaron la presencia latina en ese renombrado festival, no es lo que yo me propongo presentar.

Reparar en el cine, como lo hago, responde a que constituye hoy más que nunca uno de los relevos esenciales de los grandes relatos que fueron el fascismo, el comunismo y el nacionalsocialismo, así como alguna que otra religión en sentido estricto, grandes ideologías que trituraron, a semejanza de los ideales y el goce pulsional sin demora que conmueven al sujeto de la época postmoderna, la carne y el espíritu de no pocos de los que se dejaron convencer.

 

Del interés por una producción menor

No obedece, por lo que acabo de indicar, a que Serra sea un nostálgico del llamado «cine puro», libre de contaminaciones de otras artes del que fue entusiasta el teórico y director francés de origen polaco Jean Epstein (1897-1953), y tampoco a que pertenezca a la denominada vanguardia del metraje español y, por supuesto, catalán, junto a la directora de Nadar, Carla Subirana; el de Pau i el seu germà, Marc Recha; el de El sommi, el marsellés afincado en Banyoles, Cristophe Farnarier; el de La defunción, el joven de Alcoi, Jordi Tur; el de Pas a nivell, del gironí Pere Vilà; el de El brau blau, Daniel Villamediana, o el de Terra incógnita, Lluís Escartín, realizadores que producen un cine muy diferente al que se hace y se alienta en otras comunidades de España.

Fue con ocasión del estreno de El cant dels ocells (viernes 19 del último diciembre), tercer trabajo de una producción que se ha entendido provocadora, original e iconoclasta, que algunas personas allegadas al arte de los Lumière entendieron que debía continuar el pequeño apunte que con el título El «quijotismo» de Albert Serra, cineasta bañolense, había presentado en el número 1 de esta revista (Lathouses, setiembre de 2007). Aquella sugerencia, pese a que no entraba en mis planes de trabajo, rescató de mi memoria que tras ver Honor de cavalleria (drama de 110 minutos presentado al público el 12 de mayo de 2006) había acariciado la idea de que la laureada película de quien ya en esa época se presentaba como autodidacta y heterodoxo director podría dar un poco más de sí en razón de la austeridad, el minimalismo naturalista y la ideología cristiana que la caracterizaba. A favor de ese deseo reconocí las conjeturas de algunos críticos, proezas que no llevaban a ningún lado, tanto más por estar ancladas en una trasnochada fenomenología y/o en la desmesura de la asociación libre, así como por las adulaciones a la oda al Hacedor de cuanto existe, y en ese ámbito al conflicto entre la idealización de lo trascendental por el Hidalgo Manchego y el sórdido y simplón realismo de Sancho Panza, que es Honor de cavalleria.

Un último motivo me decidió a tratar el cine de este realizador e incluso de mayor importancia que los anteriores. Se trata de que Serra ha sabido advertir (desconozco por qué medios) que su cine tiene «una fuerte dimensión personal, hay muchas cosas allí de mí (…) y de esa dimensión personal nadie ha hablado». (Imma Merino. El meu cine té una forta dimensió personal. «El Punt». Viernes, 19 de diciembre de 2008). Razón por la que no puedo sino contrariar al crítico de Libération, Olivier Séguret, dado que entiende que El cant dels ocells es «uno de los raros objetos no identificables (y que no se han de identificar nunca), que el dios Cine permite algunas veces que llueva sobre nuestra Tierra seca». (Les rois barges de Serra. «Libération». Miércoles, 21 enero de 2009). Sabes bien, amigo Séguret, que de la misma manera que no son pocos los alienados a los significantes amos de su novela familiar, el misterio no va con el psicoanalista.

 

Hasta aquí la genealogía de los comentarios que me propongo presentar sobre lo que los críticos reconocen que se da tras las imágenes, y más concretamente de cuánto hay de relato subjetivo en la cinematografía de este héroe de la gran pantalla, así como de alguna de las consideraciones de Freud (1856-1939) sobre el arte y sus críticos. (Un tratamiento más amplio de estos temas será presentado en el espacio más generoso de un libro).

 

La crítica y los críticos según Freud

Ajeno a las maniobras ideológicas de los agentes de los discursos tradicionales del semblante (orden, poder, dominio, persuasión, dogmatismo, etc.), el psicoanalista posee evidencias teóricas suficientes para establecer juicios de muy alto interés sobre los más actuales asuntos y, por supuesto, en su área de acción se encuentra el arte en cualquiera de sus manifestaciones, siendo el cine, si debemos creer lo que decía allá por el año 1933 el filósofo alemán Rudolf Arnheim, «el arte por excelencia.»

 

Freud presentó algunas cuestiones y no carentes de importancia sobre el arte, y tampoco olvidó a los críticos, de los que no siempre habló en su favor. En El malestar en la cultura, 1929 [1930], por ejemplo, tras recordar que la estética investiga las condiciones en las cuales las cosas se perciben como bellas, amonestaba a «esa ciencia por no haber logrado explicar la esencia y el origen de la belleza, y que ocultase su infructuosidad con un despliegue de palabras muy sonoras, pero pobres de sentido». Pese a la justa importancia que concedió a la diferencia y relación entre lo descriptivo y lo estructural, no es recomendable asumir sus acotaciones de buenas a primeras, pues atañe al psicoanalista comprobar (paralelamente si cabe a los epistemólogos independientes) si los conceptos de nuestra clínica garantizan un decir menos tonto, también acerca del arte.

 

Nada obliga a cargar las tintas contra los que no tienen la pretensión, tal vez porque no sería ético tenerla, de dar una respuesta que trascienda lo fenomenológico sobre algunas de las cuestiones que plantea esa «arquitectura en movimiento», como definió el cine el poeta estadounidense Nicholas Vachel Lindsay (1879-1931); pero se atentaría contra la ética al inhibirse respecto a las limitaciones, contradicciones y aun paradojas de algunas disciplinas cuyos agentes entienden el objeto de arte como algo de su exclusiva propiedad intelectual.

 

De la gratitud que le debemos al artista a lo que desconoce

La gratitud que el psicoanalista debe al artista responde, más allá del placer estético que en ocasiones nos procuran sus obras, a una singular razón advertida por vez primera, como tantas otras, por Freud. Si reconocemos en el artista a un ser especial es porque lejos de reprimir el deseo, como habitualmente hace el común de los mortales, lo encarna (verkörpert) en sus creaciones, peculiaridad que permite leer en ellas aspectos difíciles de constatar, si no es a costa de tiempo, en la práctica clínica.

 

Es conocido que el artista sabe algunas cosas, por ejemplo, de la técnica de su arte, y que habitualmente presenta su obra con la intención (voluntad) de que será leída como él se ha propuesto. Se omite frecuentemente, empero, la existencia de Otro saber, un saber extraño al yo-moi (Ichfremd) del mismo artista, esto es, un pensamiento inconsciente que por serlo piensa a espaldas del sujeto y que como lo real psíquico nos está dado por los datos de la conciencia de manera absolutamente incompleta (Unvollständig). Se escamotea, en fin, el saber que por inconsciente es un saber no-sabido para el Yo (Unbestimmtheit) y que en no pocas ocasiones determina las producciones artísticas. A esa ditmension (mansión del decir como lugar del inconsciente), que habla de la inteligencia de vida (Lebensklugheit), se refería Serra cuando confesaba a Imma Merino «Mi cine tiene una fuerte dimensión personal (…), y de ella nadie ha hablado.»

El vicio impúdico del psicoanalista es leer las cosas hasta el final (Auslesen), rastrear la verdad que el destino impone al sujeto. Ni que decir tiene que esa inclinación no podría dar luz alguna si su agente es ajeno a que Ello habla en el sujeto cuando el psicoanalista, mediante la interpretación, le devuelve la ditmension que lo define como no agotado en el yo-cognitivo-behaviorista; pues es así como el sujeto recibe del Otro su propio mensaje de forma invertida, y es entonces, sólo entonces, cuando se puede captar en la singularidad de su ser.

 

Innovación o continuidad de El cant dels ocells en el plano fenomenológico

 

Honor de cavalleria mereció elogiosos comentarios de Jean Douchet, crítico de la biblia de los cinéfilos que es Cahiers du cinéma (ahora en manos de la editorial internacional Phaidon Press, tras su venta por el que desde el año 1998 fue su propietario, el periódico Le Monde), quien vio en ella la mejor adaptación de la obra del más célebre descendiente de conversos e hijo de cirujano al cine; juicio que sin duda influyó en que la película fuese estrenada en más de cincuenta salas comerciales de Francia. Philippe Azony destacó su pródiga naturalidad en las páginas de Libération; y el redactor jefe del semanario Les Inrockuptibles, Serge Kaganski, entusiasta del «arte y ensayo» y del cine antiburgués, resaltó lo obvio, «va contra la espectacularidad contemporánea, contra los efectos especiales, los planos recargados y los esfuerzos a veces patéticos de los realizadores por hacerse ver.»

 

En nuestro país, la opinión de toda una serie de expertos respecto a la evolución de esa filmografía queda resumida en la del director de «Cahiers du cinéma» España, Carlos F. Heredero, «El cine de Albert Serra, ha pasado de la frescura tosca y de la sinceridad ingenua de Honor de cavalleria a la severidad esforzada y voluntariosamente artística de El cant dels ocells en busca de un estilo que las imágenes se esfuerzan en dibujar». (El eco resonante de Pasolini. «Cahiers du cinéma España». Nº 18. Diciembre, 2008). Contrapunto de esta consideración es la del profesor de Comunicación Audiovisual de la Universitat PompeuFabra, Quim Casas, crítico asimismo cinematográfico, esta vez de El Periódico de Catalunya, quien vio en El cant dels ocells «una prosaica continuación, en esencia, de Honor de cavalleria, es tanto una recreación como un documento». (Paisaje con figuras. «Dirigido por». Nº. 384. Diciembre, 2008). En cuanto al sentir de Serra parece inclinar la balanza a favor de la innovación, «El cant dels ocells va más allá y es aún más difícil que Honor de cavalleria». (Sentirse amado no va con mi carácter. Entrevista de Cristina Savall a Albert Serra. «El Periódico de Catalunya». Jueves, 22 de mayo de 2008). Tales disquisiciones apenas dan una mortecina luz a un objeto de estudio en el que no es difícil advertir la repetición de un estilo que trasciende la estética que tantos parabienes logró para Honor de cavalleria (como el Fipresci, premio de la Federación Internacional de Críticos de Cine, en la Viennale 2006).

Enemigo declarado de los casting, Serra convocó a los mismos actores para que interpretaran a su manera otra historia, asimismo de un viaje, que concluye con la adoración de los Reyes de Oriente al Niño-Dios. Apostó una vez más por los exteriores y el plano abierto, sin despreciar aquella «alma del cine» que es el primer plano, según Jean Epstein, e insistió en el atrevimiento de que los personajes hablaran en catalán. El guión, en las dos películas, es simple y minimalista (el de El cant dels ocells no supera las treinta páginas, que él dice haber escrito en tres días). Consintió, una vez más, como si de un psicoanalista se tratara, en que los personajes dijeran no importa qué. Esa espontaneidad recuerda a la escritura automática de los surrealistas y a los consejos del escritor satírico alemán Ludwing Börne (1786-1837) para ser un escritor si no bueno al menos original en tres días, pero que no se confunden, dado que en la escritura se pierde algo y en el diván, por el contrario, se pierde (identificaciones patógenas) y se recupera (la eticidad de poder vivir el deseo de forma digna). Ninguno de los dos trabajos puede ofender al creyente, ni por el boato ni por los diálogos, tanto más por tener poco que ver con sus correspondientes temas.

En El cant dels ocells, empero, todo cobra mayor austeridad y abstracción. El marco natural se ve robustecido, arenoso, aunque quizá sobran algunas piedras (yerro similar al molesto ruido de los grillos en Honor de cavalleria), en fin, agreste e inhóspito donde los haya. Por el espacio árido de Islandia, Fuerteventura y Francia (lugares localizados en Google Earth), deambulan, con más pena que gloria y algo desorientados tres únicos personajes, que por su dilatado volumen corporal, sobremanera de dos de ellos, lentifica un poco más el tempo fílmico, que deviene más parsimonioso aun por la recreación del director en los largos planos fijos. Y en un nuevo intento de seducir con la fotografía en blanco y negro Serra abruma al espectador con la luz crepuscular y los contrastes. La Virgen María y San José apenas dicen dos palabras, siendo éste el que lo hace en hebreo. El ángel se limita a anunciar la Buena Nueva. Dos de los componentes del «trío calavera» explican algunos sueños, así como vivencias que podrían ejemplificar la forclusión de la Función-del-Padre que caracteriza a las psicosis, y disquisiciones y propuestas que por ser francamente hilarantes dan un tono jocoso a una producción en la que se prioriza, como he apuntado, la luz, la aridez de la naturaleza y la sobriedad.

Los personajes de El cant dels ocells, a diferencia de los de Honor de cavalleria, están vaciados de humanismo y de relieve psicológico. En cuanto a los Reyes de Oriente, no era necesario subrayar que son «los más creyentes y los pioneros del cristianismo», como entiende Serra. Sí, son los más creyentes, pero en primer lugar en un arte adivinatorio, la astrología, que de tal suerte se revela como causa del Mesías. Limitaciones disculpables sólo por ser habituales respecto a la realidad histórica y la originalidad temática, aunque de proporciones parecidas a las de aquellos que omiten que en el punto germinal se encuentra Philippe Garrel (n.1948), pues fue este cineasta francés quien hizo de la cuestión religiosa, concretamente en Le lit de la vierge (1969), un referente para cuantos el destino inclina a la abstracción en ese género. Motivos suficientes para convenir que Isabelle Regnier fue intelectualmente remisa cuando dijo que «Serra es, sin duda, un cineasta de la creencia, y lo demuestra con la escena que reúne los Reyes Magos delante de la Sagrada Familia». (Les Rois mages, vieux paysans mal rosés. «Le Monde». Miércoles, 21 de enero de 2009). «El cant dels ocells va más allá que Honor de cavalleria en el sentido de que es más abstracto y difícil», apunta Xavier Castillón, (en Albert Serra torna a Cannes. «El Punt Digital». Jueves, 24 de abril de 2008). Tal evidencia invita a añadir que los elementos comunes de las dos películas son el viaje (movies of trips), la religiosidad (profana y mística) y la separación. A la muerte de una relación de amistad y vasallaje entre el Hidalgo de la Mancha y Sancho Panza, le corresponde, en El cant dels ocells, otro vasallaje, el de los Reyes al otro, a quien encarna el objeto perdido y causa del deseo (el objeto a en el álgebra lacaniana), el Niño-Dios. En las dos películas se advierte la miseria ordinaria del malestar en la cultura; siendo en El cant dels ocells donde se reconoce el sufrimiento del hombre tras la necesaria separación del objeto del goce, el objeto a, sobremanera en las penurias de los Reyes (sujetos mortales) cuando remontan las escarpadas y yermas montañas en su regreso a la realidad cotidiana tras la adoración-separación. Honor de cavalleria muestra el fracaso del idealismo pedagógico y el amor al Hacedor como síntoma del singular Hidalgo, así como el hambre de nuevos objetos que caracteriza al deseo está vez encarnado, curiosamente, en el menos dispuesto a los desplazamientos del deseo, Sancho Panza, al separarse de su amigo y mentor. Honor de cavalleria fue rodada en mini-DV (100 horas de rodaje con dos cámaras), mientras que en la última se optó por alta definición digital, pero las dos películas son de laboratorio, de las que se ha llegado a decir: muchas horas de rodaje para un resultado monótono. Sin embargo, lejos de tratarse de films of monotonous and something disoriented travelers, la producción de Serra da a leer aspectos generales pero relevantes de las relaciones de objeto, y es posible que de las vicisitudes de la construcción de la subjetividad.

 

Lo que el Otro deja leer y que el crítico desconoce

Si preguntáramos al crítico de «Cahiers du cinéma» España, Gonzalo de Pedro ¿qué es El cant dels ocells? no tardaríamos en obtener, si bien no una respuesta concreta sí al menos que se trata de «un extraño viaje místico que toma impulso en lo real para volar a la exploración de lo invisible». (En tres direcciones. «Cahiers du cinéma. España». Nº 18. Diciembre de 2008). De esa suerte de definición no corresponde remarcar nada salvo su acierto. Pero del mismo modo que Sófocles, allá por el siglo V antes de la Era cristiana, presentaba aspectos relevantes del complejo de Edipo, y la palabra ‘inconsciente’ existía antes de Freud, el crítico plantea cuestiones y/o emplea términos que remiten a una verdad que se me antoja opaca para él. Lo cierto es que se impide al lector saber de qué se trata cuando habla de lo «real» o de la «exploración de lo invisible», por ejemplo. Se dirá que siempre le queda al lector la imaginación, y que eso es aconsejable por ir contra el dogmatismo. Cierto. Pero no lo es menos que esa consideración es una coartada exculpatoria del dislate, también de la «asociación libre» o de la improvisación en situaciones que no lo aconsejan. Si leer es preguntar al texto por las cuestiones que plantea, al aplicar esa fórmula a la definición de Gonzalo de Pedro no se obtendrá algo diferente a la anfibología, y sólo al avanzar un poco más en el análisis se comprenderá que tales ambigüedades aceptan la disemia, en ocasiones la polisemia.

 

Distinta, aunque no en la forma ni en el contenido, es la opinión del profesor Quim Casas respecto a El cant dels ocells, «imágenes que expresan mucho sin decir aparentemente nada. Cuerpos lejanos en un espacio que han sido embalsamados, hoy, por las cámaras de alta definición, sólo eso». Incluso en el plano fenomenológico, el film no es sólo eso: por la simplicidad del minimalismo naturalista (marco ambiental) y por la ideología cristiana (que es el tema que se desarrolla; bien en su vertiente moral y humanística, en Honor de cavalleria, o en su dimensión profana, en El cant dels ocells).

 

Algunos precedentes del cine de Albert Serra

La originalidad de esta filmografía no se corresponde a la que la crítica le otorga. A nadie parece interesar las razones que han conducido al realizador a asumir algunos rasgos de los orígenes del séptimo arte, como es priorizar el mito, el blanco y negro, o el mutismo frente a lo convencional de la vida cotidiana (a diferencia de la temática del brasileño David Perlov, por ejemplo), con lo que da a su producción (consciente o no de ello) un barniz retro, semejante al de otros objetos de consumo que pese a carecer de toda originalidad logran la calificación de vanguardistas. Sea como fuere, en realidad quienes se mueven en el plano fenomenológico enfatizan su originalidad, referida siempre a lo estético, pero omiten que en la época del capitalismo que he denominado social (heredero de aquel otro conocido como salvaje), el I+D, la ideología y la ignorancia pueden elevar a un objeto cualquiera a la categoría de vanguardista.

Escena de El cant dels ocells

Gonzalo de Pedro ve en Serra a alguien que «se mueve hacia atrás». Alude, creo, a la tradición de los Lumière, a la del norteamericano Robert Flaherty (1884-1951), así como a la del ruso Dziga Vertov (1896-1954), tal vez a la del documentalista alemán Werner Herzog (n. 1942); y concluye diciendo que «hay algo de comunión en las imágenes de El cant dels ocells, de gesto sencillo y común». Quiero pensar que conoce que las dos últimas películas participan del género denominado road movie, y que un conocido precedente es La mirada de Ulises, 1995, del cineasta griego Theo Angelopoulos. En cuanto al paisaje, el de El cant dels ocells, recuerda, como advirtió Quim Casas, al de La cicatrice intérieur, 1972, de Philipe Garrel; mientras que la escena submarina –de la que recién hablaré– tiene un antecedente en la de L’atalante, 1934, de Jean Vigo. 

Cruz y Raya en Serra

Sorprende que nadie haya advertido, o querido advertir, que el humor de Serra es asaz parecido, al menos en la más divertida secuencia de El cant dels ocells, al de los componentes de Cruz y Raya.


A imitación de Serra, quizá los críticos no tienen televisor desde los 18 años, y de ahí que no estén en la subjetividad de nuestra época. Sostiene Serra que «el humor hace a su película popular»; el humor de Cruz y Raya, le faltó añadir. No seré yo quien discuta si es o no bueno en el montaje (él asegura que lo es), pero al que se pretende singular se le coló una escena manifiestamente ajena a toda originalidad. Filmar por filmar, como decía el director y guionista francés Nicolas Klotz, no siempre juega a favor de esa cualidad. Cómo no entenderlo así a pesar de que Quim Casas, para desconcierto de propios y extraños, asevera que estamos ante la «Cabeza visible de una nueva forma de plantear el cine y el relato, la historia y la esencialidad de la misma.»

La originalidad, desde el punto de vista estético, no es el asunto crucial en el cine de este realizador nostálgico de lo primigenio, y constituiría un signo de perversa inhibición o despiste mayúsculo obviar el valor, por lo general efímero, de los objetos de consumo (letosas gadgets, para utilizar los términos empleados por Jacques Lacan, 1901-1981); en cuanto a mí no creo que se entendiese que omitiera que el crítico, tras enumerar los precedentes de la filmografía de Serra, le atribuye una originalidad casi absoluta. Mas por asombroso que parezca, en ese viaje de elisiones, ambigüedades y contradicciones los expertos de la estética cinematográfica tienen compañía.

 

De una más que supuesta vanguardia

Ciertamente el crítico puede ser ciego, en ocasiones, incluso, para su propio beneficio. Las vanguardias artísticas, supuestas o auténticas, suelen provocar inconexas y aun abstractas racionalizaciones.

 

Paradigma de ese tipo de glosa y racionalización es la de quienes tienen la osadía de poner a Serra en el conjunto artístico e intelectual de Josep Vicenç Foix (1893-1987), Joan Miró (1893-1983), Salvador Dalí (1904-1989), y el fotógrafo Francesc Català Roca (1922-1998). Tal despropósito no sólo confirma la confusión entre el retorno como simple copia de las fuentes de la vanguardia artística catalana con el vanguardismo, sino lo que sin duda es peor, la indiferencia provinciana ante la previsible descalificación por parte de profesores e intelectuales de otros países ante tan hiperbólica demagogia y la desmesura del extravío epistemológico.

 

Nadie mínimamente informado en la teoría del cine ignora que Serra sigue los pasos de Antonin Artaud (1896-1948) y la comedia del absurdo de Samuel Beckett (1906-1989), que no le son ajenos los primeros trabajos de Roman Polanski (n. 1933) y Pier Paolo Pasolini (1922-1975), que no desprecia la producción de Jean-Luc Godard (n.1930), Martin Scorsese (n.1942), Carl Theodor Dreyer (1889-1968) o Roberto Rossellini (1889-1968) y, sobre todo, que hace suya la austeridad fílmica del neorrealista italiano Ermanno Olmi (n.1931), así como la del genial director francés Robert Bresson (1901-1999) quien en Pickpocket (1959) logró una magnífica depuración y abstracción de su producción. Mas esos precedentes no son los primeros, y tampoco los más importantes de la filmografía de Serra.

Es deseo de los críticos pasar por alto al pintor y cineasta francés Jules Fernand Léger (1881-1955), un clásico del cine experimental que criticaba a los que se dedicaban al rodaje de lo convencional. Esa misma actitud era la del también pintor y cineasta alemán Hans Richter (1888-1976), así como la del pionero del cine mudo Abel Gance (1889-1981) y la del novelista y director de cine brasileño Mário Peixoto, dado que fueron amantes del cine visual y contemplativo; y qué oscuro motivo alentó censurar a la directora y crítica francesa Germaine Dulac (1882-1942), una de las primeras cineastas que apostó por un cine liberado de contar historias de la vida cotidiana, como lo prueba que tildara de «error criminal» el uso de la narrativa en un arte que, como el cine, entendía estrictamente visual.

El poeta, traductor, ensayista y «agitador cultural», Vicenç Altaió, si bien no abraza aquella ingenua comparación, no por eso deja de ver en el cine de Serra «Una apuesta radical, moderna y natural, esto es ultralocal y ultrarreal». La cuestión es que si por natural hay que entender la agreste naturaleza; por ultralocal a los Reyes Magos hablando en catalán y nadando con espardenyes de set vetes y a un San José meditabundo y discurriendo en hebreo; y si lo ultrarreal se extingue en la religiosidad profana, lo cierto es que tales puntualizaciones, además de conocidas, no despejan los interrogantes que plantea la filmografía de este showman del celuloide. En una persona tan generosa en ideas era de esperar un gesto poético y rompedor como desenlace de su afable disquisición, pues no se resistió a mostrar su identificación con la realeza al exclamar «Em postro davant la teva genialitat, Albert Serra, com els Reis en trobar l’Infant». (Me arrodillo ante tu genialidad, Albert Serra, como los Reyes al encontrar al Niño). (Un film sobre el meravellós. «Avui». Cultura i Espectacles. Martes, 30 de diciembre de 2008).

 

Un poco más de lo conocido y ahora minimizado

Quizá no sea tanto por falta de voluntad como por trabas intelectuales por lo que la estética se ha demostrado obtusa respecto a la producción de este realizador. Incluso los aspectos más descriptivos de la misma se ven comprometidos por argumentos falaces, pueriles alabanzas y un sin fin de ambigüedades. Nada se explica de que el lector de Marcel Proust (1871-1922) y Arthur Rimbaud (1854-1891), el mismo que subraya que El cant dels ocells «como el Ulises de Joyce, no puede explicarse, hay que leerlo», depura en ese trabajo algunas de las contradicciones de Honor de cavalleria.

 

 

Serra falló de plano si pretendió que en esa aventura quijotesca no hubiese historia; más aun si quiso dejar fuera a la psicología, pues está presente en cada fotograma; amén de que si se propuso huir de la religión, no consiguió sino obviar la panteísta para caer en la apostólica, católica y romana). Si su deseo era traducir el boato mítico-religioso de la epifanía a la textualidad postmoderna en El cant dels ocells estuvo lejos de conseguirlo. Le pasó por alto, entre otras cosas, que el cuadro reclamaba no seguir, al menos tan cerca, la estela del Evangelio según San Mateo, 1964, que Pier Paolo Pasolini dedicó al renovador de la Iglesia católica Juan XXIII, y de Simón del desierto, 1965, y Nazarín, 1958, traducciones al cine del autor de la expresión «Gracias a Dios, no soy católico, o quizá de la más conocida «Soy ateo gracia a Dios», que fue Luis Buñuel (1900-1983).

Genialidad, originalidad, vanguardismo. Sería así si se advirtiera que se trata de la locura, amistad y luego separación por decepción ante el edificante e ideológico discurso del Hidalgo de la Mancha. En cuanto a El cant dels ocells ¿acaso no se reconoce la veneración de los Reyes Magos al hijo de la Virgen María! El espectador no puede sino entender que aquel niño adviene Redentor (y antes que el realizador, iconoclasta para escribas y fariseos) por ese primer acto de reconocimiento. Curiosa situación cuando Serra le decía a Núria Navarro que «No necesita el reconocimiento de nadie». Y cómo pretender que su trabajo es apócrifo cuando presenta a los tres Reyes de toda la vida (Evangelio según San Mateo, 1. cáp. 2). Serra no va más allá de presentar el reconocimiento-adoración de los Reyes (encarnados en Lluís Carbó, Lluís Serrat Batlle y Lluís Serrat Massanellas, hijo de aquél), acompañados, como apunté, de otros personajes asimismo no profesionales: San José, un padre que da la sensación de estar cansado de vivir, llevado a la pantalla por el editor de la revista Cinema Scope Mark Peranson, que se inauguraba como actor. La Virgen María (Montse Triola) a la que el montador, no sabemos por qué razón, le concede una más que generosa presencia en el film. El Niño Jesús; un ángel (Victòria Aragonés); y un corderito, al que María le dedica más tiempo y atenciones que a su hijo. (Esto es, una de esas madres no engañadas, una madre para las que el hijo lejos de ser el falo del que sólo imaginariamente carecen, es, como tantas cosas en sus vidas «tampoco es eso»).

 

Sería absurdo negar que ningún cineasta catalán ha conseguido la proyección de Serra fuera del país. Y no entiendo que abuse de los actores no profesionales, de quienes además de ser sus amigos se rumorea jocosamente de alguno de ellos que no giren gaire rodó, aunque en El cant dels ocells los somete, a semejanza del inadvertido espectador, a un excesivo castigo, ya que a éste le exige calma, descreer de la publicidad y de la televisión, sin llegar, creo, a asumir que «los que ven la televisión deberían morir, inmediatamente», como el insumiso realizador sentencia, así como amar la Naturaleza, la luz, la imagen, el silencio y la poesía lírica.

 

En este su segundo road movie es como si pretendiera producir hastío y aun sofocación (por tratarse de la travesía del desierto y de estepas nevadas, de alcanzar también cimas de tórridas y escarpadas montañas, de tres Magos), mas algo en él debió pensar que la sala clamaba ser refrescada, y así lo hizo con unas imágenes de la singular natación de la realeza provista de espardenyes de pagès. Serra da la impresión de querer justificarse cuando le dice a la periodista Sara Brito que era así como quería presentar «la dureza y dificultad de encontrar a Dios». (Entrevista a Albert Serra. El cine español no es nada. «El Público». Madrid, 20 de diciembre de 2008). Cómo no recordar el revelador guión que Freud, en orden a la equiparación, puso al lado de Dios = Dios-Padre.

 

De la necesidad de fabricar un «genio»

Las acotaciones de la crítica no dejan de sugerir el anhelo de inventar a un autor de culto. Pero de ser así, los franceses llevan la delantera, también en esta ocasión, a la mayoría de nuestros críticos. La idealización del autor, que tanto recuerda a las poco santas tácticas del merchandising, es la que se da a leer en los trabajos de algunos de los que han orillado lo epistemológico en favor del agasajo y de la ideología. Cierto es que no son etéreas las dificultades para ir más allá del argumento ad hominen y del aprovechado y lisonjero comentario academicista, y que tampoco son contadas las resistencias que impiden comprender que el psicoanálisis permite desalojar de sí esas y otras limitaciones intelectuales.

 

Cabe al psicoanalista aprender a soportar la mueca por la osadía de levantar el velo que implica el paso de lo simbólico a lo Real; mientras que es el crítico quien puede consolarse imaginando que puedo ser yo uno de los que se equivocan en sus apreciaciones. No obstante, no se trata tanto de enumerar unas y otras deficiencias como de demostrar que el interés por la filmografía de este director del Pla de l’Estany radica en que recupera aspectos subjetivos de muy amplio predicamento. Quizá haya que contemplar también el «deseo de hacerse un nombre», tan propio de Dalí. El genial pintor empordanès realizó su primer autorretrato cuando aún era joven (diez años), y lo tituló «El niño enfermo». Su madre murió cuando él tenía 17 años y, nueve años después, el padre lo echaba definitivamente de la familia con un acto propio de su profesión: desheredarlo. Por él mismo conocemos que «estudió con exceso de celo y que siguió al pie de la letra la enseñanza atea y jerarquizante de los libros de su progenitor -notario de profesión-, que no estaba en modo alguno dispuesto a tolerar que su hijo lo superara en nada.»

 

¡Nos tienen manía!

Jean Douchet, en «Cahiers du cinéma», Philippe Azony, en las páginas de «Libération», y el redactor jefe del semanario «Les Inrockuptibles», Serge Kaganski, pusieron por las nubes a Honor de cavalleria, y sus colegas hicieron algo parecido con El cant dels ocells.

¡Bien, bien! ¡Pero nos quedamos por segunda vez huérfanos de premios, ni siquiera honoríficos, en el certamen que verdaderamente importa, la Quincena de Realizadores de Cannes! Sin duda a más de un afrancesado ya no le parezca el jurado de aquel evento gente tan juiciosa y desprejuiciada, amantes del arte por el arte. Y tal vez esa misma persona los ponga ahora al costado de los personajes de El periódico global en español, o con los redactores de la prensa de Madrid, impenitentes a la hora de ignorar al director de Banyoles, y de talante parecido al de los agentes de la Academia de Cine Española, que ni siquiera seleccionaron a Honor de cavalleria para los Premios Goya, tal vez por el chirrido que debía de producir en algunos oídos escuchar a Don Quijote hablando en catalán por el Empordà, como indicaba el profesor de Estética e Historia del arte en la Universidad de Girona (UdG) Xavier Antich, un miércoles 16 de enero del pasado año, en «La Vanguardia»; y tres cuartos de lo mismo ocurría con El cant dels ocells.

¿Pero somos tan buenos, merecemos el aplauso incondicional, reconocimiento y premios? Quien así se cuestione su saber hacer con el síntoma se aleja ya un paso de la ególatra prepotencia academicista y del huero provincianismo. Son algunos, por suerte no demasiados, los que por argumento apelan a chascarrillos de a duro («no hay peor ciego que el que no quiere ver»). Por cierto, tan del agrado del profesor Antich.

 

Tal vez sí que sea necesario el psicoanálisis»

¿Pero somos tan buenos, merecemos el aplauso incondicional, reconocimiento y premios? Quien así se cuestione su saber hacer con el síntoma se aleja ya un paso de la ególatra prepotencia academicista y del huero provincianismo. Son algunos, por suerte no demasiados, los que por argumento apelan a chascarrillos de a duro («no hay peor ciego que el que no quiere ver»). Por cierto, tan del agrado del profesor Antich.

 

Tal vez sí que sea necesario el psicoanálisis»

Contrariamente a lo que afirma el profesor y crítico cinematográfico Àngel Quintana. En primer lugar, no se equivoca cuando indica que en el momento en el que suena el violonchelo de Pau Casals –único instante musical de El cant dels ocells– se tiene la impresión de «como si se revelara la imperiosa necesidad de recuperar lo primitivo». (Caminando hacia el origen del mito, «La Vanguardia». Suplemento Culturas, 340. Miércoles 24 de diciembre de 2008). Hay allí algo de mítico y originario pero ¿de qué se trata? Sugiere el crítico que la película habla de los «sistemas arcaicos de representación popular que se han ido transmitiendo de padres a hijos (…), y que han hecho de la imperfección parte de su verdad.»

 

La cuestión, la primera, requiere una aclaración. Los sistemas arcaicos (filogenia) se transmiten de padres a hijos a cada nueva generación (ontogenia) y nada se entiende tampoco si se omite que la normalidad del sujeto reclama que esa transmisión se efectúe mediante la Función-del-Padre (castración simbólica). Tal es la operación que permite al infans (en latín, el niño que todavía no habla) dejar de ser un objeto del capricho del Otro y, por consiguiente, advenir sujeto de la falta del Otro tachado, un sujeto-al-deseo-del-Otro (ya que el deseo siempre es de una falta). En otros términos, la Función-del-Padre extrae del Otro de lalengua (neologismo lacaniano que evita confundir el lenguaje como concepto de la lingüística de lenguaje que descubre Freud en el sujeto) el objeto de goce, por lo que se constituye en la condición de que el sujeto no sufra en el cuerpo y/o espíritu los excesos de la excitación que caracteriza al goce, exceso que en sus diferentes manifestaciones (sobremanera en las neurosis y las psicosis) permite calificar al goce como mortificante. En cuanto a la segunda cuestión baste indicar que si bien el goce está prohibido al sujeto que habla en tanto que el lenguaje mata a la cosa (primera castración), la Función-del-Padre, al resignificar la muerte de la cosa, introduce la necesaria «imperfección» (o miseria ordinaria, desligada del narcisismo primario del psicótico, en la civilización) del sujeto. Se comprende, por lo mismo, que la clínica psicoanalítica sea la clínica de la falta de la otra escena (eine andere schauplatz).

 

No son pocos los críticos que han intuido que en el cine de Serra hay algo más, que por ser fundamental sería del orden de la otra realidad (Realität) que no se confunde con la realidad social (Wirklichkeit). Quintana afirma que «Detrás de lo simple –entiendo que se refiere al minimalismo y a la sencillez en todos los ámbitos– hay algo muy complejo, como es la existencia del misterio de lo divino». Nada más cierto. Pero no se trata del misterio de lo divino sino de lo humano, de lo demasiado humano, como diría Friedrich Nietzsche (1844-1900). Tales aseveraciones se pueden leer en una entrevista a Albert Serra cuyo revelador título es Tras el misterio de lo mítico. «Cahiers du cinéma España». Nº 11. Mayo de 2008.

 

Sorprende que tras considerar digna de aplauso la máxima «Si quieres triunfar en la vida, haz las cosas al revés de como las hacen los otros», que Serra habría asumido de Dalí, Quintana concluya su disquisición dejando caer a su encomiable realizador del pedestal en el que lo había ubicado, al menos porque lo presenta como un continuador de los verdaderamente grandes, «su propuesta se sitúa en el terreno que han transitado unos pocos cineastas como Manoel de Oliveira (en Acto de primavera, 1963), René Allio (de Moi Pierre Rivière, 1976), o Jean Marie Straub y Dannièlle Huillet (en Sicilia, 1989)». En realidad, quien fue coordinador en Cataluña de la edición española de Cahiers du cinéma, y entre 1993 y 1998 presidente dela Associació Catalana de Crítics i Escriptors Cinematogràfics, no anda errado en esto último. Quizá todo el problema radica en que el profesor Quintana imagina que «No hace falta ser un experto en psicoanálisis para ver que desde las primeras escenas (…)»; imagino que quiere decir ver algo esencial. (Àngel Quintana. El misteri de la bellesa fugissera. «El Punt». Dimecres, 19 de setiembre de 2007).

Del discurso filosófico acerca del arte

He aquí otro discurso sobre el arte, un discurso que lo primero que nos dice es que los críticos postmodernos tienen precedentes, antiguos y celebérrimos, y que aunque de elucubraciones distintas no por eso están fuera de la órbita del discurso Universitario, cuyo agente intenta obviar la castración,

, llamando en su ayuda al Otro del saber, desconociendo que está como él en falta, con lo cual no hace sino adornarse con los oropeles de lo patético al proponerse como Todo-Saber ante el otro objetivizado.

Pese a que no son pocos los filósofos que se han interesado por el arte, evocaré, por motivos que vienen al caso, sólo a uno, al más renombrado quizá de la antigua Grecia, Platón (427-347). Fue este amante por antonomasia de la sabiduría y de tantas cosas conocedor hasta sus últimos detalles, uno de los primeros pensadores que, contrariamente a lo que el pusilánime academicismo ha divulgado, lejos de responder cabalmente a algunas cuestiones concernientes a los artistas y a sus obras, elaboró un discurso que deja leer la impostura intelectual y ética de su agente.

 

Dos son los principales asuntos que el fundador de la Academia se propuso dilucidar en su instrucción sobre el arte. El primero concierne al arte como doble caricatura del Ideal; sólo luego intentará convencernos de que el artista es un sofista. ¿Qué es el arte? El más insigne de los discípulos de Sócrates (470-399) explicaba que las imágenes creadas por los artistas, en su idioma materno Εικόνες, eikonés, la escultura de un caballo, por ejemplo, no eran sino una parodia, un remedo, una imitación (mímesis) de las formas inmutables, generales y eternas que dio en denominar Ideas, Formas o Universales.

 

El fundamento filosófico del carácter imitativo del arte no es otro que el convencimiento de la existencia de dos mundos, uno sensible y otro inteligible o mundo de las Ideas, siendo el mundo que conocemos, el que se da a nuestros sentidos, es decir, el cambiante y el de los objetos perecederos de la realidad, el lugar de la apariencia. En resumen, si creemos a Platón, el arte es una copia de la copia. Y ¿qué sabemos del artista? Que es un copista de un objeto de la realidad, que por serlo ya es una imitación del objeto Ideal, o sea, que es un personaje que está dos veces ausente de la verdad.

Se reconocerá aquí una enseñanza más de entre las muchas disparatadas de este misógino pensador. Pero denunciarlo sin más es olvidar que el célebre intelectual ateniense tenía inclinación hacia la política y que, como legislador o al menos consejero de legisladores, nada le pareció más acertado que proponer al príncipe (inaugurando así el saber hacer con el síntoma de Maquiavelo, 1469-1527), el destierro (oστρακισμoς, ostracismo) del artista de la ciudad-Estado ideal, pues estaba convencido de que el arte era otro más de los tejidos de falsedades en los que los niños se educan desde la cuna.

 

Ese ideológico argumento filosófico está basado en un juicio de intenciones sobre el artista, ya que el artista perpetraría el crimen de hacer creer que la obra de arte es lo bello y/o sublime. En resumen, para Platón el arte era persuasión y el artista se aprovecha de la debilidad humana denominada sugestionabilidad; y poco importaba para él que el artista lo hiciese a sabiendas o dominado por la ignorancia, ya que siempre cometía un grave atentado contra la verdad (educación), la moral (costumbres) y el buen gobierno del pueblo (política). Se reconocerá que para el adelantado discípulo de Sócrates existía la esencia, algo que puede responder al nombre de Ideal, y que ese Ideal está intrínsicamente unido al concepto de verdad.

 

El arte, el artista y el crítico, según Platón

Los eikonés plantean cuestiones mayores a la epistemología, a la política y a la ética. Así es porque Platón no sólo aseveraba que eran imágenes deformadas de lo que habitaba en el mundo suprasensible, sino que impedían edificar algo acorde con los Universales, con las cosas verdaderas desde la que todo Bien podía construirse.

               

Eikonés (obras de arte, copia de la copia de las cosas verdaderas)   

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Universales (objetos ideales) existentes en el mundo supresensible y referentes de la realidad

 

Explicaba Platón que el arte no era un conocimiento científico, pero que podía acercarse a la verdad oculta del mundo suprasensible. ¿Cómo? Siempre que el artista recreara el mundo de las Ideas. ¿Pero cómo hacerlo si las esencias del otro mundo –como él mismo había establecido– eran inaccesibles? Siendo esa la función del arte (recrear las Ideas), el truco del filósofo está en asumir para el artista una función superyoica mediante los cánones de belleza establecidos por el mismo filósofo. ¿Y el trabajo del crítico? El análisis de la imagen (eikon, en griego; imago, en latín), dar sentido a una producción artística quedaba reducido a una simple comparación entre la obra y los realistas cánones de la belleza establecidos por el filósofo. La excelencia del crítico dependía, por consiguiente, de un juicio de fidelidad de la obra de arte respecto al Ideal; si ignoraba ese criterio se convertía, lógicamente, en un compinche del vanguardista artista.

Que Platón acentúe la dificultad de conocer lo Real desde el objeto empírico no es tanto porque lo Real pueda ser un puro objeto de la razón o porque haya algo en él que lo haga irrepresentable o que se resista a la significatización, sino porque la razón dispuesta a revelar la verdad de lo Real era la encarnada en aquel que respondía al nombre de aristos por ser el más bueno entre los mejores, la razón del que no quería nada para sí y cuanto hacía era para el bien de la comunidad. He aquí la gran impostura del filósofo y de su saber. La diferencia entre el artista, ignorante, sugestionador e impostor de lo Ideal, y el filósofo es diáfana, más cuando éste es el único que, si bien no conoce lo Real en cuanto tal, sabe de la divergencia entre la apariencia y lo Real, aspecto que el artista, a imitación del común de los mortales, desconoce. ¿Y qué otro que no fuese el maestro de la prudencia por conocer la diferencia entre la apariencia y lo Real, quién mejor que el que no se dejaba engañar por las cambiantes y siempre efímeras ficciones de la vida cotidiana (doxa, δόξα)), podría erigirse en pedagogo de masas, esto es, a quién mejor que a él se le podría confiar la legislatura de la ciudad-Estado ideal!

 

Con ese argumento, sofisma ilustrado y extraordinaria impostura, cuyas funestas consecuencias históricas lejos están de haberse disipado, este amante de la sabiduría hizo del filósofo el amo y el garante de un saber (el filosófico como Weltanschauung, concepción del mundo) que recubre a la verdad (Saber-Uno) por él mismo creada.

No sólo porque Platón creía que una cabeza absolutamente redonda era la que otorgaba la máxima belleza a esa parte del cuerpo, habría que pensar que andaba errado. Esa opinión resulta anecdótica si se reconoce en sus afirmaciones el totalitarismo en su más alta expresión: promulgación de qué es y qué no es el arte, el artista, el crítico y lo Real; e institucionalización de una clase social (legislador-gobernante) encargada de velar para que las cosas no fuesen diferentes a la verdad (a la verdad del filósofo-gobernante).

 

El idealismo platónico en el cine de Albert Serra

Existe otro Platón, más sutil, menos dogmático, que si bien no está dispuesto a ceder ni un ápice en su creencia en la artificiosidad de los seductores objetos que como imitación de la realidad representa el artista (objetos-signos intencionales que eluden la esencia de las cosas), mantiene que sabe algo más y que está dispuesto a transmitirlo. Otro Platón es aquel que al mismo tiempo que afirma que lo que se da a la vista se opone a las realidades esenciales y eternas, asevera que no siempre de igual modo, y lo que quizá es más inquietante por paradójico: que existen grados de verdad en lo que nos circunda, siendo las sombras, los cambios de luz, los reflejos, los ecos, los murmullos, los sonidos de la naturaleza, esos y otros índices, señales (anzeichen) depositadas en el mundo por el demiurgo, lo más cercano a lo Real y, por lo tanto, a la verdad, a la primigenia, poética, mítica y auténtica verdad.

Honor de cavalleria y El cant dels ocells son ejemplos paradigmáticos de esos índices. El profesor Gonzalo de Pedro, empero, y con él otros críticos, no ve allí sino lo accesorio. Serra, afirma Gonzalo de Pedro, «vacía de contenido histórico y psicológico los personajes a favor de lo accesorio (…), las nubes, el agua, el movimiento lento y pausado y un paisaje casi abstracto». Las sombras, los cambios de luz, los reflejos, los ecos, los murmullos, los sonidos de la naturaleza son esenciales porque hablan de lo que el destino impuso al autor, destino que intenta hacerse oír en un trabajo en el que la idiosincrasia de uno y las limitaciones de algunos críticos han hecho creer que era fruto de la genialidad y de una apuesta arriesgada. Tampoco ayuda a aclarar las cosas que Antoine Thirion indique que «Serra fait ici, encore plus frauchement que dans Honor., un cinéma d’exploration aù le monde se révèle à ceux que vont à pied, comme dit Herzog». (Bonne Augure. «Cahiers du cinéma». Nº 641. Enero, 2009); así como que Emmanuel Burdeau asegure que «nous tenons (en Serra) l’un des quelques grands cinéastes des années 2000». (Albert Serra en son royaume. «Cahiers du cinéma». Nº 641. Enero, 2009).

 

El psicoanálisis aplicado al arte (o de la Estética del vacío)

 «Mi cine tiene una fuerte dimensión personal, hay muchas cosas allí de mí (…), y de esa dimensión personal nadie ha hablado». Una primera aproximación a esta aseveración haría pensar que no es aplicable a Serra la fórmula de Rimbaud «yo es otro», pues según parece no ha tenido la extraña sensación, una vez visionado su trabajo, de que no era suyo. Es decir reconoce su cine como un trabajo propio, realizado por él y no como una producción (campo de la ficción) extraña, alejada de su yo-consciente (campo de la realidad). Por lo que sé (y sé que puedo equivocarme), no hay que suponerle más saber sobre esa afirmación que el que la intuición concede. No obstante, hay quien cree conocer cómo trabaja, «sabe lo que quiere pero no quiere comunicarlo a los demás», explicaba Mark Peranson a Quim Casas. Estoy en demostrar que a la intuición de uno le corresponde el desconocimiento del otro.

a) Lo Real y el arte. Lo Real es aquello más allá de lo cual no existe nada, y que no es igual en todas las ciencias y saberes, Dios, ADN, objeto a, etc. La muerte, sin duda también y aun en primer lugar, es uno de los nombres de lo Real. (A más aflicción de los que abrazan la ilusión del discurso de la resurrección de la carne y de la vida eterna). Introducido en la clínica psicoanalítica por Lacan en el año 1953 (Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis), después de lo Imaginario y lo Simbólico, lo Real es lo que escapa a la significación ya que no hay significante que pueda representarlo (disyunción entre el significante y lo Real) y, por lo mismo, tampoco hay objeto de la realidad que pueda colmar el agujero que lo caracteriza. De la misma manera que lo Real está fuera del orden simbólico, no se confunde, a pesar de la idea popular e incluso la académica, con la realidad que está ahí afuera, con la llamada objetividad, puesto que de coincidir con algo es con la subjetividad. Baste indicar, por otro lado, que si se puede establecer una diferencia entre el vacío de lo Real y la falta del Otro, es en tanto que el sujeto supuesto normal y el neurótico abrazan la ilusión de que la falta que los embarga (pasión de la falta, por ejemplo, en la histeria) se puede colmar con un objeto; así es también en el amor, en esa ilusión en la que el sujeto-al-deseo ($, en falta) pretende colmar al Otro, S2. El arte no es ajeno a lo Real, lo cual quiere decir que no consiste únicamente en mostrar o adornar la realidad; prueba de ello es que el artista, partiendo de lo imaginario, habitualmente reorganiza simbólicamente el vacío de lo Real, esto es, reorganiza sus pérdidas y deficiencias estructurales (por ejemplo, la pérdida del objeto a, en cualquiera de sus formas pulsionales y, por consiguiente, cuanto tiene que ver con las deficiencias de la Función-del Padre) en su obra.

 

b) El autor y su obra. En tanto que una obra de arte puede ser el escaparate de la subjetividad del artista, interesaría conocer que función cumple respecto a la novela familiar (ya que ésta, como decía Freud, es el modo en que el hijo reacciona ante las modificaciones de su vinculación afectiva con los progenitores, especialmente con el padre). Siendo así, el yo-moi del autor es obtuso respecto a la determinación y función de su producción. Es decir, el autor no nos puede ayudar por desconocer que su obra puede ser o tener relación con un intento imaginario de curación, un elogio, una añoranza, un buen recuerdo, o tal vez una llamada a la Función-del-Padre. El autor puede saber que su obra es biográfica y en ocasiones que es la plasmación de una idea-deseo consciente, con lo que la subjetividad queda notablemente reducida. Pero lo destacable es que aun en el caso más neutro siempre hay algo personal, ideológico, sociológico o de la historia desconocida de su agente y, por otro lado, nunca se sabrá en qué medida.

c) Psicoanálisis aplicado al arte y posición del psicoanalista. Existe la idea de que el psicoanalista puede descubrir la verdad que se presume detrás de la apariencia, razón por la que se le puede suponer también un saber acerca del arte. Pero lo fundamental es conocer ¿cómo se posiciona el psicoanalista ante la obra de arte, así como qué diferencia su posicionamiento del crítico, de qué herramientas dispone para aportar sentido a una obra, y el grado de verdad esperado? Tampoco habría que descuidar ¿qué es el arte, y qué es lo que puede enseñar al psicoanalista sobre la naturaleza de su objeto? Nada más cierto, por lo mismo, que «El poema es una careta que oculta el vacío», como reconoció Octavio Paz (1914) en El arco y la ira, 1956; no menos que «El arte sucede cada vez que leemos un poema», como gustaba decir a Borges (1899-1986).

Lacan, que obviamente sabía mucho más sobre esas cuestiones, era taxativo en 1958 al comentar el trabajo de Jean Delay sobre La Jeunesse d’André Gide, «El psicoanálisis sólo se aplica, en sentido propio, como tratamiento y, por lo tanto, a un sujeto que habla y oye». A partir de esa y otras consideraciones se ha entendido que el psicoanálisis aplicado al arte excluye tomar la obra como si de un síntoma se tratara, y que tampoco habría que centrarse en la implicación de la subjetividad del artista en su producción, esto es, afrontar la obra como objeto del fantasma del autor,

En realidad, esas ideas no contradicen la tesis de Freud según la cual «Tales estudios no pretenden explicar el genio del artista, pero demuestran qué motivos lo han despertado y qué temas le impuso el destino», como dice en el prólogo a Edgar Poe. Étude psychanalytique, 1933, de la psicoanalista Marie Bonaparte.

El psicoanalista puede tener un saber sobre el arte, pero sea cual fuere ese saber de lo que se trata es de no aplicarlo. Hacerlo de otro modo excluiría el deseo que produce en él, como espectador, la obra de arte (y si fuera en el tratamiento dejaría fuera nada menos que el decir del Otro, ya que pensar lo que le ocurre al analizante es lo opuesto a escuchar al Otro como lugar de la verdad del deseo). Es decir, la lectura psicoanalítica de una obra de arte, o si se quiere en el psicoanálisis aplicado al arte se trata de no aplicar un saber-sabido al objeto; bien al contrario, hay que dejar el lugar del saber-sabido al deseo (docta ignorancia), al deseo –y este es el segundo aspecto de la cuestión– de este o aquel psicoanalista pero que por serlo no es un saber-deseo ideológico, como pudiera ser el del crítico. En resumen, ¿cómo se posiciona el psicoanalista ante una obra de arte? Como un espectador común. El psicoanalista no puede dejar que sus conocimientos ofusquen sus sentidos, y tampoco puede dejarse llevar a tontas y a locas por el deseo de conocer la verdad reprimida del artista en esa manifestación-retorno disfrazada que suele ser su obra. Nada logramos si no somos receptivos en el sentido de percibir en la obra lo que no reconocemos de nuestro deseo y de nuestro saber. Tenemos que dejar que la obra afecte nuestra subjetividad, que un cuadro, una escultura o una película nos mire e interrogue nuestro deseo. Ahora bien, el psicoanalista no habla de una obra de arte desde la afectación, pues ese sólo es el primer momento de la lectura. Puede hablar y escribir de una obra como lo haría el profano «yo he visto esto o aquello; que se repetía tal cosa; me ha parecido un intento fallido del autor de presentar; la he encontrado demasiado ideológica; puede haber una relación entre la obra y la ideología del autor, etc., y dejarlo ahí. Pero sin duda puede ir más allá, y de hecho ya ha ido un poco más allá al estar en juego el deseo del psicoanalista. La lectura psicoanalítica, también por ese motivo, se diferencia de la del profano en tanto que la de éste puede ser tan ideológica como la del crítico. Es el deseo del analista, con todo, el que determina el saber-hacer del psicoanalista con la obra de arte, saber-hacer que, entre otras cosas, la dignifica de los discursos ideológicos.

d) De los límites que impone lo Real. El arte, a semejanza del psicoanálisis, es una práctica atravesada por el deseo de conocer y/o dar a conocer lo Real. ¿De qué herramientas dispone el psicoanalista? Una sola, la palabra. Ocurre que la palabra no alcanza para nombrar, para significantizar al objeto perdido, el objeto a. Pero no se trata aquí de una limitación o problema, sino más bien de conocer esa verdad, conocerla para no caer en la patética y arrogante tentación de querer colmarla, y colmarla con lo único que se podría colmar, con un objeto tan ilusorio como imaginario, y lo que es más importante y que habla de lo peor para el sujeto, ese objeto está siempre dispuesto-impuesto por la ideología (exterior) o la pulsión de muerte (interior).

 

Alguien puede imaginar que ha logrado el objeto del deseo, el mismo que sin duda más pronto que tarde se quejará de que no es al menos del todo así, o sea, que hay algo más allá, que tampoco era aquel objeto el mejor que había imaginado. Con lo Real ocurre algo semejante en tanto que el significante (y, por tanto, el objeto que nombra) no alcanza para colmarlo. (La expresión «las palabras no pueden decirlo todo» expresa intuitivamente esa imposibilidad de la palabra para decirlo todo de la Cosa en sí). Es el vacío de lo Real, por otro lado, lo que explica que el psicoanálisis sea una ciencia conjetural, hecho que les pasó por alto a epistemólogos tan conocedores de lo que es la ciencia (o más exactamente, una dimensión o variante obsoleta de la ciencia) como Karl Popper (1902-1994) e Imre Lakatos (1922-1974). En cuanto a Platón, alguien podría reconocer en él a uno de los primeros garantes de lo Real si por Real entendemos la incognoscibilidad de los Universales. Pero para el fundador de la Academia, lo Real no estaba vacío sino pleno y, por otro lado, era el aristos (filósofo-gobernante) el que sabía lo que era bueno para el ciudadano porque conocía la esencia moral de los Universales. En contra de la opinión de Platón, el Otro está vacío, o más exactamente, es necesario que esté en falta por ser la falta la condición para no sufrir el goce psicótico, la excitación que éste suele padecer en el cuerpo (y que los psicofármacos únicamente reducen, limitando habitualmente, por otro lado, la actividad mental). El bien del sujeto, de haber uno, no pasa pues por asumir los ideales del aristos; tampoco por las drogas inhibidoras o antidepresivas. Bien al contrario, es la docta ignorancia del psicoanalista la que permite al analizante dejar de peregrinar en busca de amos y poder vivir dignamente, tras la disolución de las identificaciones patógenas que lo tenían entrampado, con el Otro que lo habita y su falta.

e) Hacia el borde de lo Real. El arte y la estética psicoanalítica, siendo como son prácticas de lo Real, sólo pueden bordearlo, pues lo Real, como he indicado, es irrepresentable y ajeno a la significantización. De ahí que toda creación artística sea en primer lugar una denuncia, la denuncia de la existencia de un resto resistente a la significación. Lo subrayable aquí es que es de esa imposibilidad de la que se espera otra representación, otra idea, otro deseo de presentar o autentificar el vacío de Real (estilo, vanguardia, genialidad, etc.). El modo de hacerlo no suele ser ajeno a la determinación subjetiva, por lo que el objeto artístico y la misma genialidad lejos de ser puros son impuros, contaminados, sin duda porque no puede ser de otra manera, por lo Real pulsional del artista.

 f) La verdad en la apariencia. Cuando el crítico Àngel Quintana sugiere «que hay que buscar en lo visible las manifestaciones escondidas tras las imágenes» (Caminando hacia el origen del mito), formula una tesis aparentemente psicoanalítica. El problema es que la clínica psicoanalítica enseña, por paradójico que pueda parecer, lo contrario. «La forma del sueño o la forma en que éste se sueña es utilizada con sorprendente frecuencia para representar el contenido oculto», indica acertadamente Freud en La interpretación de los sueños, 1900, cuando habla de los procesos de desfiguración de la verdad reprimida. El acento, por consiguiente, no hay que ponerlo en el enigma, en lo misterioso, en lo oculto, siempre dispuesto para fascinar a incautos, sino en la apariencia, en la forma, pues es en la superficie de la textualidad donde puede encontrarse la verdad. No por casualidad Lacan dedicó a ese aspecto de la dimensión simbólica el seminario sobre La carta robada, 1957, a partir del famoso cuento del mismo nombre, publicado en 1844, del estadounidense Edgar Allan Poe, 1809-1849. (Lo obvio torna con frecuencia las cosas oscuras).

 

g) La imaginaria pretensión del arte vanguardista. El arte intenta generar la ilusión de colmar la falta del Otro, aunque no logra nada más. Sin embargo, expresiones vanguardistas (a imitación de no pocas escuelas de filosofía moral y sobre todo de la mística) tienen la pretensión de mostrar lo Real e incluso, como si de una forma de toxicomanía se tratara, de experimentarlo. Desde el desconocimiento de que no hay saber referencial, de que no hay Otro del Otro, de que lo Real es irrepresentable, se pretende que lo Real se deja aprehender, experimentar y aun colmar por un acto voluntario, desconociendo también que no es loco el que quiere sino el que puede en razón de su estructura psíquica (forclusión de la Función-del-Padre). Así es en algunas formas del arte postvanguardista, como el body-art, donde las transformaciones performáticas del cuerpo de algunos artistas, como la francesa Orlan (Saint Etienne, 1947) y su compatriota Gina Pane (1939-1990), constituyen el intento, ahora por un arte de connotaciones psicóticas, de mostrar-experimentar lo Real. Algunos artistas entienden que lo Real concierne al cuerpo. Pero si lo Real atañe al cuerpo y más concretamente al goce-mortificante del cuerpo, es en tanto que lo imaginario y lo simbólico están dispuestos para disimular lo siniestro de lo Real, de lo originario. De ahí la tendencia a mostrar lo auténtico mediante la degradación del cuerpo, cuerpo convertido en un soporte material más y presto al experimentalismo técnico y a los complementos de la moda. En su cuerpo lacerado el artista urbano exhibe sin pudor la castración, exhibe ese más allá a partir de lo cual no hay nada, y lo quiere mostrar tal como es, esto es, sin los ropajes simbólicos que la moda convencional dispone habitualmente para enmascarar lo obsceno, abyecto y repugnante de la Cosa en sí (das Ding).

A esa variante del arte se refiere el crítico de arte vanguardista Hal Foster, quien en base a categorías psicoanalíticas y más concretamente al concepto lacaniano de lo Real, reconoce que la obra de Cindy Sherman, Kiki Smith, Andrés Serrano, Robert Gober, Paul McCarthy, Mike Kelley, a las que cabe añadir el arte médico de Romain Slocombe y las imágenes de Ferlun y Phoehe Gloeckner, entre otros amigos de llevar lo obsceno a su máxima expresión, todas ellas agrupadas bajo el lema de «realismo traumático», se conformarían desde lo Real entendido «como efecto de la representación a lo real como un evento del trauma». Es por esto que no puedo estar con el Michel Foucault (1926-1984), de Conversation entre Michel Foucault et Werner Schroeter, 1981, pues entendía que «hacer de su ser un objeto de arte, es eso lo que vale la pena.»

Otro modo de exponer el cuerpo al goce Otro que fálico (esto es, al goce no regido por la castración que caracteriza al sujeto que está en posición femenina) es el del místico y el de las experiencias jasídicas. Pero si bien el místico denuncia, como el artista, el vacío del Otro, él no muestra su cara siniestra sino el goce en el éxtasis, pues el objetivo, igualmente ilusorio si la estructura del sujeto no permite lo contrario, es reintegrar un objeto (complementario) extraído del Otro y experimentar así el goce femenino en el imposible reencuentro-unionista.


Sin llegar ni mucho menos al horror de la exaltación realista de la Cosa en sí, el mimetismo de Serra es admirable cuando da a ver los pelos de sus piernas en una entrevista en la que, junto al esmerado cuidado del ambiente, presentaba su decálogo literario en albornoz de época (blanco y negro), quizá para una mejor congruencia con su pretendida estética vanguardista. («L’hora del lector». Canal 33. Televisió de Catalunya. 12 de febrero de 2009).

 

h) El arte no puede hacer feliz al artista. El artista busca la felicidad y, en ocasiones, mediante su arte la curación o no volverse loco. Pero el arte ni cura ni procura la felicidad. A lo sumo, como en el caso de aquel saint homme que fue el irlandés James Joyce (1882-1944), puede reorganizar el goce mortificante. En el arte uno da sin recibir nada a cambio; carece de interpretación y si la tiene no se inscribe en el ámbito de la transferencia; además, el narcisismo del logrado o anhelado éxito suele desconectar al artista de la escucha de la verdad de su deseo. En cuanto a la función de sublimación de la libido que el arte representa sin duda permite al sujeto mitigar el sufrimiento que implica la energía sexual desfalleciente, pues puede recuperar algo de la satisfacción sexual mediante la imaginarización y las ilusiones que implica la actividad artística. Si se reconoce que la sublimación, también en el arte, eleva un objeto cualquiera a la dignidad de la Cosa incestuosa, que por serlo es intocable e inabordable, se entenderá que la sublimación evita al sujeto enfrentarse con la Cosa incestuosa, al mismo tiempo que, paradójicamente, la recupera (ya que la hace presente) en la obra.

 

El arte es nostalgia de lo Bello y denuncia que el sujeto no se ha curado de la dolorosa pérdida, de la pérdida de la Cosa incestuosa como objeto causa de deseo, así como su deseo de recuperarla. Esa pérdida, común a todos mortales, determina el hambre de objetos, también la perenne insatisfacción, trabajo del deseo que tan sólo procura una plusvalía (como en la economía capitalista), pues únicamente se logra recuperar un poco del goce perdido en la más tierna infancia mediante las letosas y gadgets que ofrece el mercado, entre los que se encuentran las obras de arte. También por eso el arte (objeto imaginario, i(a), del que es causa del deseo, el objeto a) no hará nunca feliz al artista. El body-art constituye la tentativa postmoderna de ir más a allá del objeto impuro, de alcanzar la Cosa perdida, pero no consiguiendo sino la cosificación misma del artista.

i) La estética de lo Real no es sin ética. Lo Real ha suscitado la reflexión de muchos intelectuales de todos los tiempos. Dejo para otra ocasión las ideas del filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976), y las consideraciones filosóficas que sobre la pintura china presenta el escritor y académico francés Françoise Cheng (n. 1929) en Vacío y plenitud, a favor de la presentación de los atascos de las ideologías ante lo Real, ante la vacuidad (castración) del sujeto por el goce perdido (objeto a) y los intentos de recuperarlo en la obra de arte o haciéndose él mismo arte. Freud y Lacan fueron intransigentes respecto al bien decir del síntoma. Esa razón epistemológica, que liga al discurso psicoanalítico con la ética, los conminó a la defensa de lo que se conoce como ética psicoanalítica, que por serlo es tan ajena a la impostura de algunas psicoterapias como de las prescripciones de la filosofía moral y las ilusiones de la religión. No está en la ética del psicoanálisis proponer un objeto ilusorio, a diferencia de lo que ocurre en la religión y en los discursos basados en los ideales. El psicoanálisis, contrariamente, cuestiona el objeto que sugestiona al sujeto por mandato del Otro que lo habita (inneres Ausland, esto es, del país extranjero interior). Desaloja del sujeto el objeto de la identificación que es en sí mismo el síntoma, mordaza que lo retiene, yugo que lo conduce a lo peor por ser a otra realidad alejada de la miseria ordinaria que llamanos normalidad, y que siendo invalidante impide en el mejor de los casos el sosiego del primer grado de la felicidad. En resumen, la disciplina que se ha ocupado de la esencia y de la percepción de la belleza, la estética, de ser psicoanalítica no puede estar anclada en la jactancia narcisista de este o aquel discurso, no es, en fin, sin la ética del mismo nombre, ética que tiene en el bien decir del síntoma, en la exclusión de la concepción del mundo o cosmovisión (Weltanschauung),  y  en el resguardo de colmar lo Real sus premisas fundamentales.

 

De lo que el destino impone al artista y él, sin saberlo, nos da a conocer

No es excepcional que algunos discursos deriven en fútil retórica, y otros, como el filosófico, conjuguen el saber delirante con la impostura ideológica. Nos hallamos ahora con otro discurso, el del artista acerca de sí mismo y su obra. ¿Qué conoce él de su obra? Freud introduce este asunto, como se recordará, con el agradecimiento que el psicoanalista le debe al artista, y luego afronta el desconocimiento de éste respecto a la implicación de la subjetividad en su producción.

 

a) «Nadie me ha enseñado y esto es porque soy un maestro». Tal vez sea disculpable ese narcisismus por tratarse de un artista, y sin duda es lícito diseñar una imagen postmoderna con expresiones del tipo «Mi película es muy buena, y la del Quijote no lo es menos. Es fuera, en Francia y EE.UU, donde han logrado el reconocimiento que merecen». Pero Serra va más allá, «Me he hecho a mí mismo (…) Yo no me he formado en ninguna escuela, vengo de lo underground, de debajo de las raíces y por eso soy más fuerte e invulnerable». (En Entrevista a Albert Serra. www.catalanfilms.cat. 29 de mayo de 2007). Y por si eso fuera poco agrega que «sentirse amado no va con mi carácter». (En Sentirse amado no va con mi carácter). La afectación se reconoce igualmente en el sello ultrapersonal de su productora, Andergraum Films.

 

No estaría de más leer al Freud de El poeta y los sueños diurnos, 1907 [1908]), sobremanera porque es allí donde plantea, y es el primero en hacerlo ¿de dónde extrae el artista sus temas? Concluye acertadamente el primer psicoanalista que el artista hace causa común con el crítico y el filósofo, pues como éstos tampoco él puede satisfacer nuestra curiosidad, o sólo muy insatisfactoriamente, cuando lo interrogamos acerca de ese asunto. En otros términos, el artista puede intuir que en lo que dice y hace está implicada su subjetividad, aunque habitualmente no puede saber de qué se trata. Serra, que tal vez se percibe como artista de culto, no es en eso diferente. Constatarlo sólo requiere preguntarle ¿qué son las sombras, los reflejos, las luces, los ecos, los sonidos de la naturaleza, los personajes poco ilustrados y sin embargo sabios, gente de la tierra que apenas han salido de su habitual entorno, en fin, preguntarle sobre las cosas, fenómenos, hombres que conforman su trabajo y que algún crítico ha visto lo «anecdótico» de su producción? Su respuesta es conocida y tan convencional como la del amo del saber estético.

La elección del tema artístico no es ajeno a esa cuestión, pues lo que se dice elegir un tema artístico, ¿y si es el tema el que lo elige a uno! El cant dels ocells se sostiene en un gran andamiaje estético presidido por el efectivismo minimalista. El blanco y negro, los sonidos de la agreste naturaleza ocupan el lugar del ruido urbano, las luces de neón, la costura prêt-à-porter, los aparatos técnicos (gadgets), el barroquismo gestual y narrativo, los problemas, situaciones y acontecimientos de la vida cotidiana, etc. Quizá sea eso lo que ha hecho imaginar a los críticos y al público en general que este realizador había intentado recuperar la luz y el movimiento y la poesía y la sencillez, etc., en suma, la mirada y el movimiento como lo verdaderamente auténtico y la pureza del cine. Con ese erróneo convencimiento se ha hecho creer que su filmografía está tocada por lo sublime, siendo el rechazo de los artificiosos efectos especiales de las películas hollywoodienses y la alta definición digital como único instrumento técnico los aspectos que han reforzado esa sugestiva presunción. Y no todo allí es mero semblante; es decir, un pequeño paso, nada más, y algo distinto y más cercano a lo Real aparece.

El artista, y aun quien en absoluto lo es, desde antiguo llama al Otro que lo habita en su ayuda. Fue en la época del recordado poeta griego Hesíodo (h. 750 a.C.) cuando se convino encarnar la respuesta del Otro en una mujer, dos para ser exactos y además musas, Talía, protectora de la comedia, y su hermana Melpómene, que lo es de la tragedia. Aquello que demanda ser acentuado no es tanto la relación entre la elección del tema artístico y la mítica inspiración, sino que la ditmension de la respuesta al grito desesperado del artista (en blanco) es el Otro. Si se entiende que el tema puede elegir al artista, y que una obra de arte, en mayor o menor medida, está determinada por la subjetividad, se comprenderá que sólo el genio puede vestir los ropajes del que murió en el espejo del lago, el único que la habría superado pero sólo por lo que de ex novo (creación) tiene su producción.

 

b) «Mi cine tiene una fuerte dimensión personal, hay muchas cosas allí de mí (…), y de esa dimensión nadie ha hablado». Las dos primeras proposiciones son verdaderas; respecto a la tercera es obvio que estamos en ello. Y en cuanto al conjunto no hay que suponer a Serra más grado de saber que el indicado recién.

 

c) La ocasión del deseo (o de los antecedentes cinematográficos como «restos diurnos»). Quien esté convencido de que las fuentes han sido elegidas por Serra porque su deseo es huir de lo convencional, de lo cotidiano, aun de lo urbano en favor de la luz, lo mítico, la poesía, la simplicidad del cine primigenio, «mi cine ha nacido para huir de lo estandarizado de la vida cotidiana», sin duda se equivoca. A primera vista se trata ahí de una declaración de principios que define una posición estética. Pero de ¿quién o de qué huye? Declara un deseo (como voluntad consciente) como es retornar a los orígenes del cine. Pero ¿se refiere a los orígenes del cine? El respeto al discurso del Otro exige plantear esas cuestiones, y en primer lugar por la consideración a «Mi cine tiene una fuerte dimensión personal, hay muchas cosas allí de mí (…), y de esa dimensión nadie ha hablado.»

 

Los antecedentes cinematográficos parecen haber jugado en esta filmografía el papel de lo que Freud denomina «restos diurnos». El deseo del hombre necesita habitualmente de algún elemento de la realidad para manifestarse, y Freud denominó restos diurnos a esos elementos. Explicaba que a los restos diurnos viene en ocasiones a agregarse algo que pertenece a ese país extranjero interior que es el inconsciente, o sea, viene a agregarse un deseo reprimido que retorna transformado, desfigurado por los procesos o leyes del significante, en los sueños. Ocurre así también en el síntoma, y en ocasiones en la producción artística. Si bien es cierto que la filmografía de Serra tiene precedentes, entiendo que esos precedentes propiciaron la manifestación del deseo del Otro.

d) «Mi cine tiene una fuerte raíz popular», le decía Serra a Sara Brito. A lo que agragaba «Mi cine ha nacido para huir de lo estandarizado de la vida cotidiana (…) tiene una fuerte raíz popular (…) quería rodar en exteriores y tratar un tema que no tuviera nada que ver con la realidad inmediata». Se puede escuchar ahí dos deseos contrapuestos aunque relacionados. El primero, leído a la letra, es un rechazo a la realidad cotidiana (¿quizá urbana?). Parece ser que no sólo se trata de un descreimiento de lo convencional y estandarizado, ya que, en contraposición, aparece otra realidad, popular y primigenia que enuncia un buen recuerdo, afectivo y nostálgico. ¿A qué puede responder ese «deseo de rodar en exteriores y tocar temas que nada tuvieran que ver con la realidad inmediata»?, ¿qué significa que «no quiere retratar al mundo, ni contar historias, sino expresarlo»? Quintana no se equivoca al sostener que Serra «introduce sin ningún complejo el peso de lo popular en la ficción cinematográfica», (En Caminando hacia el origen del mito), y que «El viaje de los reyes magos no es un itinerario físico, sino un viaje simbólico por los confines del conocimiento». (Por los confines de la tierra mítica. «Cahiers du cinéma España». Nº 11. Mayo, 2008). El viaje, como no podía ser de otro modo, es simbólico, y más que ir a los confines del conocimiento, que va, puede tener su causa en el Otro. Que esa producción «tiene una fuerte raíz popular» invita a trabajar la primera posibilidad, más aun por la sorpresa que introduce el autor al referirse a la opinión que le merecen (sin venir demasiado a cuento o todo lo contrario, según se mire) algunos de sus familiares. Tales son los elementos que aconsejan plantear la hipótesis de la añoranza por lo primigenio, de los orígenes que son los suyos, en los que hallamos, si tenemos que creerle, a sus abuelos, gente de campo, popular y rural, oriundos de Crespià y de Puigpalter, personas sencillas pero sabias, (emblemas que se reconocen, algunos, en los personajes de sus películas), y de hecho son conocidos per aquelles contrades –según tengo entendido– como los de «Cal savi»; más incluso por confesar que sólo ha llorado una vez, cuando murió su abuela. Quizá por esto el título de su primera película, Crespià. The film, not de village (donde el not viene a compensar lo explícito de Crespià), con lo que la definición del crítico Álvaro Arroba («un musical soviético de los años cuarenta») se extinguiría en lo estético. La verdad, como acertadamente decía Lacan, tiene estructura de ficción. El retorno, por lo mismo, no sería única y exclusivamente a los del cine, como habitualmente han afirmado los críticos, pues las sombras, los cambios de luz, los reflejos, los ecos, los murmullos y los sonidos de la naturaleza que caracterizan a su producción hablarían de la añoranza por el mejor tiempo pasado y del homenaje a quienes lo hicieron posible.

«Mi cine tiene una fuerte dimensión personal», «Mi cine tiene una fuerte raíz popular», y ahora «He decidido tratar cuestiones religiosas con sinceridad y amor», le decía Serra a su amigo Àngel Quintana. Sinceridad, amor, humanismo (…), es lo que él nos muestra en Honor de cavalleria. A Josep Massot le comentaba «Mi abuelo era un catalán a su manera sabio, contundente y austero, que miraba al cielo y a la tierra como una dimensión más de sí mismo, y a los demás hombres –como Pla– con escepticismo burlón. Labraba el campo con una burra y un arado romano; una vez salió de Girona, cuando hizo el servicio militar en África, y ya no viajó más». En esa comunión con la Naturaleza se puede reconocer el espíritu panteísta de su abuelo. El entrevistador no pudo por más que preguntarle ¿Le gustarían sus películas a su abuelo? «Estoy seguro de que en ellas reconocería el mundo que quiero mostrar, porque también es el suyo». (El cine, si no existiera la televisión. Vidas contadas. «La Vanguardia». 21 de abril de 2008). Cierto es también que el tema religioso en su cine no responde exactamente a las razones que él indica, «A mí me interesa –se refiere al tema religioso– por mi formación católica y por ir un poco a contracorriente». (Miquel Frías. Entrevista a Albert Serra. «El País». Lunes, 10 de noviembre de 2008). Si la religión cristiana es la auténtica religión lo es por presentar al hijo del hombre hecho Dios y el glorioso sacrificio del retorno a su origen divino, así como el propósito de la enmienda por los deseos edípicos, la invitación del superyó no sólo a la inhibición como pago al deseo sino también como empuje al goce, la aprovechada virtud, el negocio de la renuncia, las paradojas del amor al prójimo, los estragos del deseo materno, etc., etc., esos y otros temas que siendo los de la configuración del hombre y sus manifestaciones están ausentes en la partitura ficcional de otras religiones.

e) «He querido hacer un cine simple y sin humanismo». Así es en El cant dels ocells, donde no cuesta trabajo advertir al Serra más abstracto, menos humano también. ¿A qué responde ese cambio de actitud, por qué abandona el humanismo de Honor de cavalleria para poner en primer plano una suerte la aridez (no sin vasallaje) en el lazo social? Fuerza recordar que tras Honor de cavalleria, «Deseaba hacer un cine tan simple que, en su interior, no existiera ningún rasgo de humanismo. Un cine en que los seres fueran figuras, que no tuvieran connotaciones humanas». (En Tras el misterio de lo mítico). ¿Dónde advertir ese a-humanismo? En la madre, la Virgen María, al menos porque, como apunté, está más interesada en un corderito que en su hijo, aun siendo éste el Niño Dios. Y de San José, ¿qué sabemos del padre de la divina criatura? Que es un padre ausente, cansado de lo cotidiano (¿tal vez?), y que nombra sólo una vez al Hijo de Dios que se hizo hombre y, además, que lo hace en hebreo. (He aquí un ejemplo de la inconsistencia de la Función-del Padre, del fallo de la nominación de esa función, esto es, de la incapacidad para nombrar el deseo de la madre, pues tratándose de una mujer el significante no alcanza para nombrar su goce; mientras que lo de hablar en hebreo tampoco es que ayude).

Qué vería en Serra la periodista Núria Navarro para preguntarle ¿Es usted un hombre austero? «Soy tan austero que no quiero tener familia. No estoy traumatizado por estudiar en un colegio del Opus. Fui un alumno tranquilo (...) Soy hijo único, pero no mimado (...) Jugué al tenis, y los padres de otros niños iban a verlos jugar y mi padre nunca vino a verme». Quizá se trate de una de esas personas que no quieren tener compromisos, pareja e hijos, tal vez por la responsabilidad que entraña ser partenaire y padre al mismo tiempo. En una de sus últimas entrevistas (TV3. «Ànima». 10 de marzo de 2009), tras afirmar que su «cine tiene un componente subversivo porque no repite ninguna escena ni diálogo (…), que se dedica a la lucha artística (…), que no le agrada el cine y lo que hace es por obligación (…), que lo dejaría todo si pudiera vivir en hoteles de cinco estrellas», asocia austeridad con renuncia. A lo mejor es austero, con todo lo que esa opción de vida entraña, por amor al cine. Es decir, renuncia a casi todo (siguiendo la fórmula de los escolásticos medievales) por amor al cine (aquellos se imponían el celibato para mejor poder loar al Señor), renuncia de la que aseveraban era el mejor negocio en tanto que únicamente por ella podían recuperarse el goce absoluto, si bien en la otra vida. (en Serra sería el dinero y tal vez la fama). Nada que no se sepa sobre el esencial sueño narcisista de colmar lo Real, la ilusión también de poner un objeto imaginario e impuro del deseo, como no puede ser de otra manera, para taponar la falta del Otro, S2, y suturar la herida narcisista que sufre el sujeto en la civilización.

La austeridad puede que tenga relación con la supuesta austeridad de sus abuelos, y de ser así estaríamos hablando de una identificación constitutiva del ser. En cuanto a que no está traumatizado se le puede creer o no. Lo crucial es la confesión «mi padre nunca vino a verme jugar al tenis», que podría interpretarse cómo un reproche. ¿Quién sabe si alguien acertaría al ver en esas palabras un intento del pensamiento inconsciente de denunciar una diferencia respecto a la nostálgica afectividad que muestra hacia sus abuelos; o tal vez no sea ajena al deseo de representar en El cant dels ocells lo duro que es encontrar a Dios, a ese Dios en el que Freud descubrió el padre del desvalido infans.

 

f) De las contradicciones. Serra es una de esas personas que en ocasiones procede de forma contraria a lo que dice, circunstancia que invita a leer el motivo que le empujó a tratar de ingenuos a los lectores de Núria Navarro al presentarse como «la persona más tolerante del mundo. Todo lo acepto (…) No me agrada quejarme». ¿Qué le hizo olvidar que se lamentaba de la existencia de un cine invisible, como el suyo, para el espectador español? Espero que no crea que no hay quien lee que lanzó pestes contra el P2P (programas para descargar música y películas), críticas que aun siendo ciertas el lenguaje da para expresarlas de otro modo, «Si fuese presidente de la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) ya vería si se acaba pronto (se refería a la piratería). Dame dos tricornios y carta blanca». (Youtube. Albert Serra i els drets d’autor. 21 de enero de 2009). Bonita forma de hacer amigos y lograr publicidad gratuita y luchar por causas justas y echar la culpa al P2P de que la gente no vaya a ver sus películas y tantas otras cosas.


Tales declaraciones no conmueven a nadie que conozca que proceden de un filólogo que confiesa que se apuntó a eso de la «pintura en movimiento», como definió el cine el pintor ruso Leopold Survage (1879-1968), porque el triunfo es más fácil que con la literatura. Todo hace pensar en un intento de hacer con el vacío de lo Real a lo Andy Warhol (1928-1987), de lograr gracias a la gran repercusión mediática del cine la fama de manera rápida y sin demasiadas dificultades, y tal vez imposible de alcanzar por otros medios. Esa opción es lícita, tanto al menos como la queja del escritor Toni Sala, aunque como se dice aguando la fiesta al que a su juicio está tocado por el conservadurismo, «La vaig veure a Girona subtitulada en castellà. No sé com el director ho permet. Unes imatges tan delicades, guixades a sota, per res». (La vi en Girona subtitulada en castellano –digo yo que este escritor quiso decir en español, pues no estaba subtitulada en castellano, entre otras cosas por ser ese un idioma diferente e incompresible para el catalán y español de a pie–. No sé como el director lo ha permitido. Unas imágenes tan delicadas, y garabateadas abajo, para nada). (La imaginació sempre va endavant. «El Punt». Sábado, 27 de diciembre de 2008). Sala quizá habría subido el tono del reproche de conocer que «la película es española –Serra se refiere a Honor de cavalleria–, no hay ningún problema. Me considero español. Soy el único español en Cannes este año (…) soy tan generoso que me da igual ser de un sitio o de otro». (Albert Serra fija su Portal de Belén en Cannes. «El mundo». Cultura y ocio. Martes, 20 de mayo de 2008). Tal vez esa proclama internacionalista, su deseo explícito por el dinero y sus exabruptos ayuden al odio y simpatía que suscita, también por su sinceridad, este enamorado del universo estético. Poca cosa, si esas y otras cuestiones estuvieran determinadas por otro malestar, por otro vacío, el que determinaría su rechazo a lo convencional de la vida cotidiana y que lo inclinaría a la búsqueda de lo puro como denuncia de lo que añora el sujeto.

g) «Mi cine es una apuesta arriesgada». En esa línea argumental, Serra aprecia la expresión «Qui no arrisca no pisca» (Quien no arriesga no gana), referida a rodar en catalán, así como a recuperar el blanco y negro, la austeridad, lo poético y contemplativo del cine primigenio. Tales efectos estéticos han colmado el vacío del deseo, la falta del Otro de algunos críticos, pues como si de objectos a se tratara (letosas y gadgets del mercado) han granjeado a este realizador alabanzas y parabienes, sobremanera de quienes como él están en contra del cine mainstream y de los directores que no se atreven a innovar ni en la temática ni en la forma y abrazan «el realismo tímido de cierto cine español, como el de León de Aranoa, que –como el mismo Serra sentenciaba– es nada, es la nada». (En El cine español no es nada).

 

Pese al voluntarismo de la crítica, este polémico director no cumple la condición mínima del enfant terrible que pretende ser. Su aparente desgana por los premios, los exabruptos contra los jurados de los certámenes, y sus apreciaciones sobre algunos legendarios personajes como Charlie Chaplin (1889-1977), de quien se asegura que dijo que era un putrefacto sentimental y que su trabajo era una burla a su cinematografía, encubren mal que no está de vuelta del reconocimiento y de encarnar para otros el agalma, esto es, lo brillante y admirable. No obstante, no comparto la opinión, al menos del todo, de que «es un friki que le ha caído en gracia a cuatro flipaos de las revistas de cine y va chupando de mecenas y de subvenciones». Y tampoco creo que Serra se encuentre en el conjunto de los que Hannah Arendt (1906-1975) denomina Human superfluit. Mas la historia no la hacen los dioses sino los hombres con sus acciones y omisiones.

 

Sin duda es una condición rara que tenemos los psicoanalistas de preguntarnos cosas como, por ejemplo, arriesga tanto en su retorno a los orígenes, a lo mítico y popular del cine. Al advertir que ese retorno es en parte por oposición al cine que relata historias urbanas y convencionales, lo oscuro deja de serlo. Tal vez Serra se encuentra entre los que pueden permitirse hacer experimentos en el cine no comercial, pero estoy por afirmar que se equivoca si tiene la pretensión de que el riesgo es absolutamente premeditado. Quizá no sea demasiado audaz pensar que el atrevimiento responde a lo que lo determina y desconoce, como es lo tradicional y popular, el rostro siniestro de lo familiar, Unheimlich, velado para él. Tal paradoja no prejuzgaría los méritos que a su trabajo se le pudiesen acordar. (Muchas veces eso es el arte, y aun el mejor).

En cuanto a su impenitente deseo de ganar dinero, nada impide conjeturar una denuncia o un intento de superar a quien lo posee. «Montar (una película), –como le comentaba a Núria Navarro–, es reprimir, que es el gran juego del catolicismo, ¿no? Sin represión no hay transgresión». Más correcto hubiese sido apuntar que la represión es la condición del retorno de lo reprimido, retorno que es el síntoma mismo, y que en el síntoma aparece la verdad reprimida pero desfigurada por la censura, por las leyes del inconsciente (procesos metafórico-metonímicos). La desfiguración en ocasiones es mínima, o sea, la verdad reprimida (como en La carta robada, de Poe) puede aparecer sin apenas velos o deformaciones. ¿Será así también en esta ocasión? El profesor Quintana no anda errado al afirmar que «Ellos –se refiere a los Reyes– caminan para poder comprender el misterio y lo encuentran en la naturaleza, en los signos del cielo o en un niño». (En Tras el misterio de lo mítico).

 

h) «Mi próxima película será sobre Fassbinder, en el que la vida y el cine son inseparables». Quizá no sea así. Voces que llegan del otro lado de Rocacorba hablan de un proyecto en Rumania sobre Drácula, con la colaboración de Josep María Flotats. (Consecuencia tal vez de los tres premios obtenidos en el Gaudí 2009).

Que Serra desee llevar a la pantalla a Rainer Werner Fassbinder (1945-1982) se inscribe en la lógica descrita, o sea «porque su vida y el cine fueron en él inseparables», le confesaba a Núria Navarro, y en significativa forma de pregunta añadía ¿Esta dimensión personal, de hecho, no es la que hace que una obra sea auténtica y no un producto prefabricado? Además de la coherencia estética, es una garantía de autoría». Y para un mejor reconocimiento de su interés por la subjetividad, afirmaba «Siempre me han interesado los artistas cuya personalidad (…) como Dalí (…) impregnaba toda su obra.»

 

Quizá un poco de lo no-sabido e imposible de decir haya sido circunscrito en otra lógica más cercana al punto de intimidad del goce del sujeto en este análisis de la epifanía que configura la cinematografía de Albert Serra. Estoy seguro de que se me excusará por los planteamientos inconclusos si doy la palabra al gran Goethe (1749-1832), quien aunque no ignoraba menos la verdad del Otro que nos habita que el común de los mortales, a diferencia de éstos, pues de un artista se trata, lejos de reprimirla tuvo la valentía de darla a conocer, «Lo que has heredado de tus padres, conquístalo para que sea tuyo.»

 

Girona, 1 de julio de 2009

José Miguel Pueyo