Una efeméride desaprovechada y tan fallida como Un método peligroso de David Cronenberg

(O de la muerte de Jacques Lacan y de la peligrosidad del psicoanálisis)

 

Una de las versiones menos recomendables de Jacques Lacan que presenta la literatura psicoanalítica española en este fin de año es la que publica la revista del COPC (Col·legi Oficial de Psicòlegs de Catalunya. Nº 232. Octubre/novembre 2011).

Sorprenderá sin duda que los comentaristas, siete en total, que en ese medio pretenden glosar el 30 aniversario de la muerte del genial psicoanalista francés (París, 14 abril de 1901-ibídem, 9 de setiembre de 1981), no sean, a diferencia de lo que cabría suponer por lo que acabo de indicar, ajenos a la materia que tratan, pues todos, excepto uno, se presentan con un rubro que, por otra parte, no destaca por su rigor en más de un aspecto: «Psicólogo. Psicoanalista.»

 

Consideraciones atinentes a la clínica psicoanalítica permiten indicar que lo que podría haber sido una conmemoración acorde con el gay saber, en el sentido de revitalización crítica del psicoanálisis, supera al alza un juicio fallido acerca de la aportación de Lacan a la clínica de las afecciones psíquicas, a la formación de los psicoanalistas y a la cultura. Así es porque los glosadores no sólo desaprovecharon la oportunidad que les brindó la dirección de la revista del COPC para dar cuenta de esos aspectos, ya que ofrecieron a los lectores habituales de una revista de psicología, factor que pese a su importancia no tuvieron en cuenta, motivos suficientes para que se hiciesen una idea equivocada del singular psicoanalista francés y aun del psicoanálisis en general.

La ambigüedad en los temas tratados no es en ellos sin la omisión de aspectos cruciales y dignos de ser expuestos en ocasiones semejantes como, por ejemplo, el ‘retorno a Freud’ de Lacan. Permítanme recordar que la importancia de ese retorno se cifra en la recuperación de la verdad del sujeto descubierto por Freud (1856-1939) y de la práctica clínica que lo hace posible.

La efeméride era asimismo un acontecimiento propicio para recordar que la enseñanza de Lacan tiene el carácter de lo épico; y, por otra parte, que siendo necesaria en tres ámbitos, en el epistemológico, en el ético y respecto a la formación de los psicoanalistas, por esas cosas del poder, no ajenas al narcisismo y a la ignorancia, no fue sin graves consecuencias para él. Me refiero, como ustedes conocen, a los psicoanalistas de la cúpula de la I.P.A (International Psychoanalytical Association), quienes siguiendo las ideas de aquel «cáncer constituido por las coartadas recurrentes del psicologismo», como apodaba Lacan a la Ego Psychology, y todos los prejuicios de Anna Freud (1895-1982), no pudieron hacer nada mejor con el descubrimiento de Freud que sepultarlo. Tal fue el resultado de pretender salvaguardar el psicoanálisis en la adaptación a una sociedad cuyos valores se conformaban en el «impuesto de las ganancias», y que corresponde, obviamente, a la American way of life. Fueron esos psicoanalistas, obtusos respecto a la ética psicoanalítica y amparados en el poder que otorgaba dar y quitar la patente de corso para el ejercicio del psicoanálisis, los que tras leer los informes del doctor Pierre Turquet, metido a policía de asuntos internos del Comité Ejecutivo de la I.P.A., desterraron para siempre de la institución fundada por Freud en 1910, en Nuremberg, y cuyo primer presidente fue Carl Gustav Jung (1875-1961), a Lacan. La causa fundamental de la exclusión es conocida: la idea de Lacan de que la llamada Cura-Tipo establecida por la I.P.A., nada tenía que ver con la letra de Freud y menos aun con el espíritu del psicoanálisis.

El 27 de julio de 1956, fecha de aquella excomunión mayor, Lacan ya conocía, empero, lo que era sufrir con gente de  aquella renombrada institución internacional. Su análisis didáctico lo había realizado con Rudolph Loewenstein (1898-1976), un engreído y autoritario rumano de formación psiquiátrica que recaló en París el año 1925 gracias a el «cadáver ionesquiano», según palabras de Lacan, que era la princesa María Bonaparte (1882-1962), de la que, por otra parte, Loewenstein fue amante durante un breve período de tiempo.

Nada me satisfaría más que el lector ajeno en mayor o menor grado a la literatura psicoanalítica pudiera introducirse mejor en esta singular disciplina leyendo a los autores que pretenden glosar a Lacan en la revista del COPC. Sin embargo, distintas y no menores razones me convencen de que no debo ser optimista. Es así porque los articulistas se impiden indicar, entre otros aspectos dignos de ser mencionados, que aquel ‘retorno a Freud’ fue la operación inversa a la emprendida por otros psicoanalistas, no por individuos ajenos a nuestro ámbito, dado que se trataba de colegas, como habitualmente se dice; y, por consiguiente, los glosadores impiden que el lector de esa publicación conozca o recuerde que había que ‘retornar a Freud’ por tratarse de la condición sine qua non para devolver al sujeto humano su merecida dignidad como ser-del-lenguaje.

 

La omisión de esta cuestión no es sin grave perjuicio para el sujeto que descubre Freud, sobre manera porque existen pocos factores que denigren más a las personas, amén de que se las reduzca a la conciencia, a la conducta y a los neurotransmisores, o que del Yo se predique una supuesta debilidad. Además, esa supuesta debilidad del Yo del paciente es aprovechada. ¿Por quién? Por aquellos que abrazan una teoría fundamentada en premisas ideológicas. Nada mejor cabe indicar del saber que da al psicoanalista (de la I.P.A., o de los acólitos de la aludida Psicología del Yo, por ejemplo) el poder de mostrar al paciente el mundo en el que debería vivir. ¿Mas qué mundo es ese? Sin duda el que el psicoanalista imagina bueno para el paciente. Sin embargo, ese mundo no es otro que el que al psicoanalista le dicta su ideología, el mismo mundo que en su práctica terapéutica, directa o indirectamente, intenta imponer al afligido e inseguro paciente.

Que el psicoanálisis se diferencia radicalmente de las prácticas psicoterapéuticas en modo alguno es mencionado por los articulistas. Así es, ante todo, porque en el tratamiento psicoanalítico no se trata de reprimir el síntoma con procedimientos cuya pátina científica encubre mal la persuasión que desde antiguo los caracteriza, sino de disolverlo. ¿Cuál es la condición? La primera es el respeto al discurso del analizante, respeto que es parte esencial de lo que se conoce en psicoanálisis como «ética del bien decir del síntoma». Resumiendo, nada más ajeno al psicoanálisis que las técnicas neuropsicopedagógicas, bien sea como reeducación emocional o en la vertiente cognitivo conductual. Más si cabe es así porque esas técnicas son inoperantes y más reprobables aun en el plano ético. Son inoperantes para disolver los síntomas porque no hay represión sin retorno de lo reprimido, retorno que frecuentemente es peor que el síntoma que reprimió el terapeuta. Como es conocido, el tratamiento psicoanalítico extrae el goce mortificante del Otro (nombre lacaniano del inconsciente), y al lugar del síntoma patológico adviene otro síntoma, ciertamente, pero no neurótico. El resultado es lo que desde Freud conocemos como «miseria ordinaria», a lo que cabría agregar el plus no menor que supone la capacidad del sujeto analizado de saber hacer mejor con esa miseria normal y con los síntomas del prójimo.

 

Una peculiar manera de presentar el psicoanálisis: Un método peligroso

Este fin de año no sólo ha deparado en la película de David Cronenberg (Toronto, 1943), Un método peligroso, una desafortunada manera de presentar a Freud y el psicoanálisis.

En esta ocasión, sin embargo, no se maltrata a Lacan y ni siquiera a Freud, ya que la peor parte se la lleva el discípulo aventajado que, por un deseo de este último concerniente a la causa psicoanalítica, fue Carl Gustav Jung. Aventajado, indudablemente, pero sólo hasta que el primer psicoanalista advirtió que el joven ario no daba para mucho. Esta circunstancia se encuentra entre los pocos aciertos del filme del famoso director canadiense.

Teniendo sus orígenes en el libro A Most Dangerous Method: The Story of Jung, Freud & Sabina Spielrein, 1993, de John Kerr, (La historia secreta del psicoanálisis. Jung, Freud y Sabina Spielrein. Barcelona: Crítica, 1995), y tras éste en la adaptación teatral de Christopher Hampton, The talking cure, 2002, quien firma también el guión, la película de Cronenberg no es original por ser un tema ya tratado en el cine. La directora sueca Elisabeth Márton, en el 2002, realizó el documental Ich hieß Sabina Spielrein (Mi nombre fue Sabina Spielrein), que fue emitido en los EE.UU., a finales de 2005. Y ese mismo año Roberto Faenza dirigió Prendimi l'anima, en la que reconstruye la tormentosa relación entre Jung (protagonizado por lain Glen) y Sabina Spielrein (Emilia Fox). Por otra parte, a partir de la publicación en 1980 de un informe firmado por Aldo Carotenuto y Carlo Trombetta, Sabina Spielrein adquirió una celebridad parecida a la que tenían Bertha Papenheim (más conocida por el seudónimo que le dio Freud, «Anna O.») o Ida Bauer (la analizante del conocido caso «Dora»).

La historia, en la película de Cronenberg, comienza el 17 de agosto 1904, día en que la joven Sabina Nicolaievna Spielrein, pues sólo contaba 18 años de edad, ingresa en el famoso Hospital Mental de la Universidad de Zürich, más conocido como Hospital de Burghölzli, por estar ubicado en esa colina boscosa del distrito de Riesbach, al sudeste de Zürich.

 

Cronenberg hurta al espectador la novela familiar y los primeros acontecimientos de la historia clínica de esta singular rusa nacida en Rostov del Don el 7 de noviembre de 1885. Como muchos de ustedes conocen, Sabina era la mayor de cinco hermanos de una familia adinerada, culta y cosmopolita, de descendencia judía. (La madre había estudiado Odontología; mientras que el padre era un hombre de negocios, comerciaba en granos y semillas, y administraba su propia flota mercante. Ambos eran herejes judíos. Viajaban con frecuencia a Berlín, Zürich y París, y, según cuentan, a Nikolai Spielrein se le conocían algunas amantes).

Del mismo modo que esa elisión no es reprochable, razones analíticas reclaman que se recuerde, bien sea sumariamente, la vida de Sabina Spielrein. Habría comenzado, según los datos de la historia clínica que se encuentra en el Hospital de Burghölzli, así como los que dan a leer su diario íntimo y la correspondencia entre Jung y Freud, cuando apenas contaba tres años de edad. En aquella temprana época, la pequeña Sabina, que al parecer poseía una desbordante imaginación, fue víctima de una alucinación. En ella vio a dos gatos en actitud amenazante encima de la cómoda de su dormitorio. A partir de tan terrible experiencia, la angustia nocturna no la abandonó y la fobia a los animales se convirtió en una preocupación constante durante la vigilia. Poco tiempo después, hizo alarde de un primigenio signo de la neurosis obsesiva al retener las heces, llegando incluso a sentarse sobre los talones para impedirse defecar. A los 7 años abandonó esa obstinación, propia de la fase anal del desarrollo psicosexual para entregarse, con igual frenesí, a la masturbación. El paso del tiempo no propició nada mejor, más bien ocurrió lo contrario. Desde los 13 años, protagonizó continuos ataques de furia, se negaba a comer durante semanas, seguía masturbándose compulsivamente, y sin excepción mostraba una conducta atrevida y extremadamente desvergonzada. Cualquier diría que aquella adolescente se vengaba de una madre que, como la suya, había evitado que tuviese conocimiento de todo lo concerniente a la sexualidad. Por último, Sabina conoció el endemoniado ciclo de las grandes depresiones que se alternan con risas y vehemente euforia que caracterizan a las psicosis maniacodepresivas. Fue entonces cuando sus familiares decidieron que fuese atendida en Suiza. Según el diagnóstico del carismático Eugen Bleuler (1857-1940), por aquel entonces director del Hospital de Burghölzli, los síntomas de aquella joven eran propios de la esquizofrenia, mientras que su mano derecha, o sea, Jung, habla de una psicosis histérica grave. Así lo describe este último en una carta a Freud fechada el 26 de octubre de 1906, casi dos años después de iniciado el tratamiento, que sin duda fue su primer análisis. El joven psiquiatra ario reclamaba a Freud, al maestro que en aquella fecha aún no conocía personalmente, por razones clínicas y personales, dado que en los dos aspectos se encontraba desbordado, consejo y supervisión del caso. «Tomé en análisis a una joven rusa de veinte años que se expresa como una persona mala y pervertida hasta la médula. Por eso no puede estar entre la gente… Estoy tratando a esta psicosis histérica con su método. Un caso difícil. El primer trauma ocurrió entre el tercer y cuarto año. Vio a su padre azotando al trasero desnudo de su hermano mayor. Recibió, a raíz de eso, una fuerte impresión. Más tarde, no pudo evitar pensar que ella había defecado en la mano de su padre… éste y otros fenómenos fueron reemplazados por una masturbación compulsiva. Le estaría muy agradecido si pudiera darme su opinión sobre esta historia.»

 

Como he indicado, Sabina tenía 18 años cuando ingresó en el Hospital de Burghölzli, institución en la que trabajaba Jung desde hacía cinco, y en la que un poco después sería Jefe de Servicio.

Aquel psiquiatra de apenas treinta años, alto, rubio, bien parecido y con fama de seductor, trató a su joven paciente con éxito, utilizando procedimientos terapéuticos novedosos, como la asociación de ideas y el psicogalvanómetro, entre el 17 de agosto de 1904 y el 1 de junio de 1905. Este día, aquella amante de los castigos corporales y de salir a la calle completamente desnuda, gritando disparates e increpando a la gente con gestos obscenos, abandonó para siempre el hospital.

 

La tranquila ciudad de Zürich fue testigo poco después de una pasión desenfrenada entre aquel joven médico de la alta sociedad de Zürich, casado desde hacía dos años con Emma Rauschenbach (1882-1955), la rica heredera de la firma relojera IWC, de la que a finales de 1904 tendría el primero de sus cinco hijos, Ágatha, y aquella atrevida judía que advirtió, ya fuese inconscientemente, en el aprendiz de psicoanalista que era Jung, un amo en quien poder satisfacer su masoquismo erógeno.

De las limitaciones de algunos críticos del celuloide

Entre ellos los hay que merecen, por diferentes motivos, una crítica semejante a la que parecen estar esperando aquellos de los que cabe pensar que se han puesto de acuerdo en glosar la muerte de Lacan en la revista del COPC.

 

Así es, entre otros aspectos igualmente remarcables, porque a la mayoría de los críticos les ha pasado por alto que la penúltima producción de Cronenberg –ya ha terminado Cosmópolis, la adaptación de la novela de Don DeLillo– se detiene en la primera elaboración teórica de Freud. (Un método peligroso no va más allá del año 1914).

 

El juicio desfavorable no es pues únicamente y tampoco en primer lugar para el director más célebre de Toronto. Se lo han ganado también quienes no han advertido que esta película trata del psicoanálisis. Esto es, de una disciplina que siendo original y cuya vigencia clínica está absolutamente demostrada, suele despertar, por razones intelectuales y afectivas, como acertadamente indicaba Freud, imaginarios prejuicios e indeseables susceptibilidades. Cabría añadir que tales susceptibilidades suelen proceder de odioenamoramientos infantiles, y que la ignorancia intelectual colabora habitualmente al ocultamiento de esa u otra verdad. Ambos, deseo infantil y prejuicio, se reconocen en individuos que se dejan mecer por el burdo materialismo de las tesis de Karl Popper (1902-1944), bien por el ramplón saber epistemológico de Mario Bunge (n.1919), cuando no por argumentos ad hominem de algún filósofo postmoderno y de otros que no lo son en absoluto.

Si los críticos de la gran pantalla no querían contribuir al prejuicio moral y a la confusión intelectual, deberían haber subrayado que la película de Cronenberg presenta asuntos relativos a los orígenes del psicoanálisis y, además, no de los mejores. El descuido de ese dato, tanto más por la puesta en escena de una etiología sexual superada por el mismo Freud, refuerzan las imaginarias consideraciones que desde los primeros días del psicoanálisis vienen divulgando trasnochados ideólogos acerca de una disciplina de la que apenas conocen, a juzgar por lo que afirman sin empacho, el nombre.

 

El crítico Salvador Llopart, a imitación de otros expertos en el arte de los Lumière, está por otros temas. A la cuestión ¿Qué queda en esta película de aquel David Cronenberg salvaje de Crash? («Un método peligroso: Matar/amar al padre…». lavanguardia.com.25/11/2011), responde que «Nos reencontramos… con el Cronenberg más clásico de Una historia de violencia… Un Cronenberg secreto como el subconsciente, tirado en el diván y hablando del deseo; de la violencia del deseo…»

 

Hay en el deseo, sin duda, algo salvaje, más incluso en el deseo sexual. Pero Freud conocía también que el deseo sexual puede encontrar un obstáculo en la corriente afectiva y amorosa hacia el mismo objeto, tanto como para que el hombre no pueda o le sea muy difícil abordar sexualmente a la mujer, como él mismo explica en Sobre una degradación de la vida erótica, 1912. Por otra parte, la siempre desagradable sensación de leer la palabra «subconsciente», utilizada también por Llopart, puede evitarse con una simple consulta a la Red. (Inconsciente, obviamente, es el término adecuado).

Quizá Jung no sufrió por no poder desear a la persona que amaba. Mas de lo que no hay duda es que el 21 de julio de 1912 se produjo la ruptura entre él y Freud. Ernest Jones (1879-1958), psicoanalista inglés y luego biógrafo del singular vienés, conoció la noticia de primera mano: «Ayer recibí una carta de Jung que no puede ser interpretada sino como una renuncia formal a nuestras hasta ahora amistosas relaciones». El motivo fundamental de la separación, como acertadamente presenta Cronenberg, fue la inclinación del joven psiquiatra suizo ante el espiritismo, llegando a conjugar, como es conocido, la telepatía con la teoría de los tipos psicológicos y los arquetipos o imágenes primordiales del inconsciente colectivo. Estas peculiares ideas, además de poner en cuestión la teoría sexual como causa científica de los trastornos mentales, abocaban al movimiento psicoanalítico a críticas más severas de las que ya recibía de los estamentos más vetustos del mundo académico. Si me lo permiten lo expondré de otro modo. Jung era de esas personas que defienden sus ideas con el argumento de que «existen muchas maneras de alcanzar la esencia del mundo y del hombre». (Y así se lo hace decir Cronenberg). Y claro está, la mejor idea es la suya. Pero para ser la mejor adviene de la verificación de esa idea, nunca del demagógico «existen muchas maneras de alcanzar la esencia del mundo y del hombre». Freud, por el contrario, sabía que las afinidades intelectuales de su discípulo harían más mal que bien, como habitualmente se dice, a la causa psicoanalítica. He aquí el motivo, no sin razones clínicas y políticas bien fundadas, de la intransigencia de Freud, y, por consiguiente, lo poco que le costaba romper con antiguas y nuevas amistades cuando advertía en ellas un peligro para la causa psicoanalítica, causa inseparable de la verdad del sujeto que él mismo descubre.

 

Queda claro una vez más la desorientación intelectual de los críticos que con cualquier pretexto sacan a la luz la intransigencia de Freud para atacarlo. Su intransigencia nada tiene que ver tampoco con la recurrente y por demás ingenua idea de ver en Freud al padre de la horda primitiva (Urvater), tiránico y celoso de sus hijos. En realidad, las cuestiones de orden teórico y la causa psicoanalítica pesaron incluso más en su ánimo que el que Jung no pudiera resistirse al seductor y perverso encanto de las histéricas. Cronenberg deja ver, entre otros affaires del apuesto psiquiatra suizo, que en 1914, en el momento del nacimiento del último de sus cinco hijos, comenzó otra relación sentimental, también en esta ocasión con una de sus jóvenes expacientes, Toni Wolff (1888-1953), que duró más de diez años. Algo análogo aconteció, mucho tiempo antes, con su prima Héléne Preiswerk (1880-1911), hecho que mostraba el tipo de mujer que le atraía.

Baste indicar que en la inclinación de Jung por lo místico tuvo mucho que ver su abuelo materno, el pastor Samuel Preiswerk (1799-1871). Con él, su prima Héléne Preiswerk, y la madre de ésta, Émilie Preiswerk-Jung (1848-1923), el joven Carl Gustav solía tener sesiones de espiritismo. La influencia originaria por lo oculto procedía del profesor de psicología en la Universidad de Ginebra y reputado médium, Théodore Flournoy (1854-1920). La obra de este médico y filósofo influyó en Jung hasta el extremo de determinar su tesis doctoral, Acerca de la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos, que presentó en la Universidad de Zürich el año 1902.

 

Historia de un escándalo. (O de los disgustos del amor de transferencia)

La película de Cronenberg es la historia de un escándalo, para algunos sin duda comparable al que protagonizan los glosadores de Lacan en la revista del COPC.

 

Y, en realidad, es sólo como escándalo que la historia entre la joven rusa Sabina Nicolaievna Spielrein y el apuesto ario Carl Gustav Jung ha atravesado los tiempos y fue llevada a la pantalla. Sin embargo, hay en esta historia cuestiones que interesan al psicoanalista, como, por ejemplo: el amor de transferencia; el amor al saber; los problemas que se derivan de creerse amo o incluso un dios; así como las complicaciones de no poder hacer el duelo por la persona amada; la singular característica del sujeto humano de no querer su bien que explica la moción maligna del superyó; la causa psicoanalítica, y, en fin, el paradójico síntoma que en ocasiones permite anudar una estructura psíquica deficitaria y que desde Lacan conocemos como «sinthome». Se trata de una evidencia clínica que permitir hablar de un Otro bueno y muestra, por consiguiente, el error de los maestros budistas, asunto en el que no están solos, que entendieron el inconsciente como un reservorio de perniciosas experiencias vividas, y que, por lo mismo, dieron el nombre de alayavijnaya.

 

No fue el amor por Jung y el apasionado abrazo sexual lo que curó a Sabina. Jung contribuyó a la salvación de su joven paciente cuando le dijo, como se lee en la primera carta que aquella atrevida joven envió a Freud, en 1908: «…mentes como la suya ayudaban al avance de la ciencia. Que debo convertirme –me dijo Jung­– en psicoanalista». Todo conduce a pensar que Sabina se salvó de Jung por amor al psicoanálisis. Estudió medicina para ser una más al lado de sus ídolos en el campo del psicoanálisis. Como en el caso del famoso escritor James Joyce (1882-1941), jugó sin duda a favor de su salud psíquica la afición por la música, y además de componer melodías se le conocen algunas poesías. Por último, logró un prestigio considerable en el ámbito de la psicología y del psicoanálisis, como psicoanalista e impulsora de instituciones para la educación y el tratamiento de niños y jóvenes. Y, en fin, se casó y tuvo dos preciosas hijas.

Permítanme que explique sucintamente cómo fueron las cosas entre Sabina y Jung, y, por supuesto, con Freud. En primer lugar, Sabina Spielrein fue uno de los testigos privilegiados de la ruptura entre Freud y Jung. Permaneció en Zürich nueve años, desde 1904 hasta 1910, fecha en la que se graduó en medicina en la Universidad de esa ciudad helvética. Fue en 1908 cuando su relación sentimental con Jung se hizo pública, aunque, en verdad, pocas personas la desconocían, como era el caso de Emma Jung, la esposa de su médico y amante. Fue Emma, como ocurre en situaciones parecidas, quien destapó la relación entre la joven paciente y su marido. Emma envió una carta anónima a los padres de Sabina en la que les ponía al corriente de lo que acontecía en Zürich, y les alertaba de que debían «salvar a su hija ya que de otro modo el doctor Jung la arruinaría.»

Aquella alarmante movió a los padres de Sabina a requirir explicaciones a Jung. Éste les escribió, pero al modo como haría un colegial sin experiencia en asuntos tan delicados. Les confesaba que había «Pasado de ser médico a ser su amigo [de Sabina] cuando dejé de reprimir mis propios sentimientos. Pude abandonar mi rol de médico con más facilidad porque no me sentía profesionalmente obligado, pues nunca cobré honorarios… Como amigo de su hija, por otra parte, habría que dejar las cosas en manos del destino. Ya que nadie puede impedir que dos amigos hagan lo que quieran.»

 

Pero esas explicaciones agravaron el problema. (Y, por supuesto, no era cierto que no hubiese cobrado por el tratamiento, ya que él formaba parte del equipo médico del Hospital Mental de Burghölzli).

 

Sabina no tardó en enterarse del torpe razonamiento de su amado, y como era de prever montó en cólera.

 

Ni corta ni perezosa, como suele decirse, escribió a Freud, su maestro en la lejanía, para pedirle una entrevista en la que tenía la intención de explicarle su versión de cómo habían ido las cosas con su médico y amante.

 

Freud se negó a recibirla. Más resuelta que lo que en ella era habitual le comentó por carta que «Cuatro años y medio atrás el doctor Jung era mi médico, luego se convirtió en amigo y después en mi poeta amante. Finalmente me buscó y las cosas sucedieron como suelen hacerlo en la ‘poesía’. Predicaba la poligamia; se suponía que su esposa no pondría ningún reparo, etc., etc… Cuando le sugerí que yo era para él una de tantas, me dijo que sus otras admiradoras eran solamente las perlas de un collar en el que yo era el medallón.»

Quizá la idea de los beneficios terapéuticos de la poligamia le fue sugerida a Jung por el doctor Otto Gross (1877-1920). Este excéntrico y nihilista personaje preconizaba la liberación sexual del mismo modo que aborrecía el patriarcado y tenía una más que probada debilidad por la cocaína y la morfina; y tal vez el joven e inteligente, aunque también muy pobre y taciturno Víctor Tausk (1879-1919), conocido por su espléndido trabajo «Acerca de la génesis del aparato de influir en el curso de la esquizofrenia», publicado en 1919, además de por su relación con otra heroína del psicoanálisis, la rusa Lou Andreas-Salomé (1861-1937), apoyaba asimismo los devaneos sexuales con las pacientes. Ambos personajes habían abrazado el psicoanálisis como tabla de salvación para la angustia vital y aun para sus depravadas costumbres, pero acabaron, entre otras cosas por los déficits teóricos del momento, de modo trágico.

En aquella época nadie, excepto Freud, sabía contestar en los términos adecuados a lo que a menudo plantea el amor de transferencia, habitualmente ligado al amor al saber del psicoanalista. Una respuesta equivocada, como la reciprocidad sentimental, puede conducir a la tragedia del amor-pasión, no muy lejana de la fusión del incesto y la muerte que éste comporta. El deseo en tales casos es tan absoluto como la muerte. El psicoanalista, por el contrario, debe mantenerse como deseable para el otro. Pero su deseo, el llamado «deseo del psicoanalista», no debe ir más allá de analizar, entre otras cosas porque él no sabe el Bien Supremo para el analizante. Es esta una de las cosas que Freud le reprocha a Jung, y que Cronenberg tiene el acierto de presentar en su filme.

Podemos retomar ahora la correspondencia entre los personajes de este melodrama. Freud, en un primer momento, intentó persuadir a Sabina de que olvidase lo sucedido con Jung, y le exhortó a resolver el problema, si había existido, entre ellos, o sea, sin involucrar a terceros: «Le insto a que se pregunte si no sería mejor reprimir y erradicar los sentimientos que han sobrevivido a la estrecha relación que ha mantenido con Jung. Por el bien del psicoanálisis, y por preservar su propio prestigio, sería conveniente borrar de su psiquis ese episodio sin la intervención o la participación de terceras personas». El padre de Sabina, de paso por Zürich, aconsejó a su hija en los mismos términos que Freud. Tales consideraciones no le sentaron nada bien a la atrevida y obstinada joven. Tanto es así que le espetó a Jung que costase lo que costase tenía la intención de ir a Viena y explicar a Freud lo que hubo (y quizá había) entre ellos. Freud, en realidad, se estaba convirtiendo por momentos en una obsesión para Sabina y en un insufrible dolor de cabeza para Jung. La joven deseaba contarle lo desgraciada que había sido con su delfín, y, por consiguiente, que el maestro se pusiera de su lado; mientras tanto Jung hacía cuanto podía para que Freud no rompiera la imagen que tenía de él.

 

Como era de prever, la idea de Sabina de ir a Viena alarmó a Jung. Espoleado por los malos presagios escribió a Freud el 7 de marzo de 1909: «… una antigua paciente, a quien años atrás liberé de una gravísima neurosis con un esfuerzo generoso, ha defraudado mi confianza y mi amistad de la manera más perversa imaginable. Ha armado un vil escándalo sólo porque me negué a mí mismo el placer de hacerle un hijo… Mientras tanto he aprendido una indecible dosis de sabiduría conyugal, puesto que hasta ahora tenía una idea por completo inadecuada acerca de la infidelidad y de mis componentes poligámicos.»

 

Esta confidencia dio lugar a la primera respuesta de Freud sobre el delicado asunto entre aquella bella enferma mental y el heredero de la causa psicoanalítica. En aquella carta, fechada el 9 de marzo de 1909, Freud tomaba partido por Jung. «He oído hablar de la paciente con la cual usted entró en contacto con la ingratitud neurótica de los rechazados… seguramente se trata de la neurosis de la informante. Ese es nuestro destino, mi querido Jung: seremos difamados e importunados por el amor con que operamos. Tales son los riesgos de nuestro oficio, pero no por ello vamos a renunciar.»

Exultante de alegría, a Jung le faltó tiempo para comentar a Sabina el reconocimiento de Freud, a la postre maestro de los dos. Pero la joven estudiante de los últimos cursos de medicina, lejos de intimidarse ante las palabras de apoyo que Jung acababa de recibir, reaccionó de forma contraria a la que su amante esperaba. Entre vehementes reproches le espetó a su quizá todavía amante que no cejaría hasta que Freud le concediese una entrevista y juzgase lo sucedido. El 30 de mayo de 1909 escribía a Freud: «Le estaría muy agradecida si me concediera una entrevista. Tiene que ver con algo de gran importancia para mí, que usted estará probablemente interesado en escuchar.»

 

Freud se negó a recibirla. Casi a vuelta de correo, el 3 de junio de 1909, harto ya de aquella situación, le pregunta a Jung: «¿Quién demonios es ella? ¿Una entrometida, una chismosa, una paranoica?». Jung, adelantándose a las intenciones de Sabina, aprovechó el enfado del maestro para comentarle nuevos datos en contra de su examante. «Spielrein es la persona sobre la que le escribí. Fue mi primera paciente en análisis y le tengo mucho cariño. Guardo hacia ella una gratitud muy especial. Como sabía que podría sufrir una recaída de su enfermedad, prolongué mi relación con ella durante años y acabé en la obligación moral de consagrarle mi amistad. Fue recién cuando noté que las cosas habían tomado un cariz indeseable que decidí romper con ella. Es claro que ella sistemáticamente intentaba seducirme. Ante mis negativas quiere, ahora, vengarse.»

 

El 7 de junio Freud intervino por segunda vez en el asunto, y nuevamente apoyó a su delfín. «Entendí perfectamente. Su explicación confirmó mis suposiciones… Esas experiencias, si bien dolorosas, son necesarias y difíciles de evitar. Sin ellas no podemos conocer en serio la vida ni a qué nos enfrentamos. Personalmente nunca fui engañado en tal grado, pero he estado cerca un par de veces y escapé por los pelos… La forma en que estas intrigantes mujeres se las ingenian para seducirnos y cautivarnos con todas las perfecciones psíquicas concebibles hasta lograr su propósito, constituye uno de los grandes espectáculos de la naturaleza. Y una vez que lo logran, la constelación se modifica asombrosamente.»

 

Sabina no perdía ninguna oportunidad para recordar a Jung que deseaba viajar a Viena para entrevistarse con Freud. La ansiada entrevista se hizo esperar, pues Freud se negó a recibirla por segunda vez. Así se lo hizo saber a Jung: «…mi respuesta a la segunda carta de fräulein Spielrein fue corta y sagaz… le sugerí un proceder más adecuado, algo endopsíquico por así decirlo y que lo ocurrido es parte de un fervor excesivo en el tratamiento.»

 

Pese a los problemas que pesaban en su contra, la joven estudiante de medicina decidió viajar a Viena. Antes de la partida le dijo a su atribulado amante que para saldar el asunto tenía que prometerle tres cosas: que se disculparía con sus padres; que le diría a Freud que habían sido amantes durante muchos años; y que pediría a Freud confirmación por escrito de aquella confesión.

 

¡Y quién lo iba a decir! Sabina consiguió no una sino las tres cosas. Se trata de un misterio, y como tal de él nada sabemos. Conocemos, eso sí, que el 21 de junio de 1909, Jung le confesaba por carta a Freud. «Atribuí enteramente a mi paciente todos los deseos y expectativas (con respecto a tener juntos un bebé al que llamaríamos Sigfrido) sin ver lo mismo en mi interior. Cuando la situación se tornó tan tensa que la continuada persistencia de la relación sólo podía lograrse con actos sexuales, me defendí de una manera que no puede justificarse desde el punto de vista moral. Atrapado en mi delirio de ser la víctima de las intrigas, las malas artes y los ardides sexuales de mi paciente, escribí a su madre que yo no era quien saciaba los deseos sexuales de su hija sino apenas su médico... una muestra de picardía que ahora le confieso, con muchos reparos, como solo podría hacerlo con mi padre». Todo hace pensar que Sabina deseaba tener un hijo de Jung, un hijo al que llamarían «Sigfrido». Podría haberse quedado embarazada, o tal vez quería también al marido de Emma por ser el delfín de Freud. ¡Vete tú a saber!

 

Lo cierto es que la confesión de Jung indignó profundamente a Freud; y quizá aprovechó la ocasión que se le brindaba para dejar de apoyar a su amigo y discípulo. El 24 de junio, Sabina recibió una carta en la que su venerado maestro, después de tratarla de «Estimada colega», le decía: «Me informé por el propio Dr. Jung acerca del tema de la visita que proyecta hacerme. Ahora veo que yo tuve razón en algunos asuntos y me equivoqué en otros, para su desventaja. Deseo pedirle disculpas en la medida en que mi juicio fue erróneo... Le ruego que acepte la expresión de mi total simpatía por la manera digna con que usted supo dar cuenta del conflicto.»

Además, la ya doctora Sabina Spielrein, tuvo por fin su anhelada entrevista con Freud. En octubre de 1911, con apenas 26 años, era aceptada como miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Y el 29 de noviembre de mismo año pudo presentar en las famosas Reuniones de los Miércoles, en Bergasse 19, la casa de Freud, en presencia de Otto Rank, Victor Tausk, Wilhelm Stekel y el mismo Freud, entre otros psicoanalistas, un capítulo de su tesis de graduación que llevaba por título La destrucción como causa de empezar a ser (o del devenir), publicada en 1912 en el Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische forschungen (Anales de investigaciones psicoanalíticas y psicopatológicas), publicación creada por Eugen Bleuler y Freud en 1909. En aquel texto había algunas ideas teóricas que influyeron en un trabajo que Freud publicó nueve años más tarde, el muy conocido Más allá del Principio del Placer, 1920, y, por lo mismo, en la teoría de la «pulsión de muerte». (Se trata de la segunda teoría pulsional que más de un crítico del psicoanálisis, con poca o nula idea de la historia de esta disciplina, atribuyó a otros acontecimientos que, como la Primera Guerra Mundial y la muerte de algunos familiares, en particular su adorable hija Sophie, habrían influido en Freud). Él mismo se refiere a ese trabajo de la joven psicoanalista cuando escribe «…una considerable porción de estas especulaciones (con respecto a la pulsión de muerte y la posibilidad de un masoquismo primario) han sido anticipadas por Sabina Spielrein en un escrito instructivo e interesante que no obstante y por desgracia no me resulta del todo claro. En él describe los componentes sádicos de la pulsión como destructivos». También hace otro comentario en ese sentido en la conferencia XXXII, «La angustia y la vida instintiva», recogida en Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis, de 1932 [1933], pero en esta ocasión no la nombra.

Sabina permaneció en Viena año y medio. El 14 de junio de 1912 contrajo matrimonio con el doctor Pavel Naumovitsch Sheftel, un aristócrata judío mayor que ella en casi treinta años. Nuestra heroína trabajó intensamente en Berlín, Munich, Neuchatel, Zürich, y en particular en Ginebra, antes de regresar a la Unión Soviética. No volvió a ver a Freud. En el laboratorio del psicólogo y pedagogo suizo Édouard Claparéde (1873-1940) y en el Instituto Jacques Rousseau pasó más tiempo que en otros lugares. No se sabe si en eso tuvo algo que ver la proximidad de su amado, con quien se seguía carteando y en ocasiones se vieron. Probablemente el lazo de amor nunca se cortó definitivamente entre ellos.

 

El 20 de enero de 1913 Sabina recibió una carta en la que Freud le confirmaba que su «…relación con Jung, su héroe germánico, había quedado absolutamente demolida. Su comportamiento fue demasiado ruin… Por mi parte… estoy curado de cualquier secuela de predilección por los arios y, si su hijo es varón, quiero suponer que se convertirá en un sionista resuelto. Es preciso que sea moreno, o que en todo caso llegue a serlo; basta de cabezas rubias. Nosotros somos judíos y lo seguiremos siendo.»

 

Quizá a modo de disculpa, Jung confesó años después «…en ocasiones uno tiene que ser un poco indigno para poder seguir viviendo». Pero, en realidad, el cristiano protestante en el que Freud había confiado para que el psicoanálisis no quedara reducido a un ghetto intelectual judío, sólo muy tarde cambió a mejor. Freud siempre había recelado de él, sobre manera por sus torpes mentiras, su gusto por las artes esotéricas y su declarado antisemitismo.

 

Pero no basta con decir y aun constituye un grave error sostener «…que el psicoanálisis no es una ciencia judía porque el deseo explícito de Freud era construir una teoría universal del sujeto psíquico que fuese aceptada por todos», como sostiene Daniela Aparicio (en Facebook, jueves 29 de diciembre de 2011). Consideraciones semejantes, expresadas con tan poca precisión, suelen dar a entender, entre otras cosas igualmente desorientadoras, que Freud no era ajeno a las ilusorias pretensiones de los megalómanos. Por otra parte, si algo conviene indicar del psicoanálisis, más aun si no se desea engrosar las filas de los que se oponen, quizá sin saberlo, a su merecida expansión, es que no es peligroso, contrariamente a lo que afirma esta psicoanalista; en todo caso cabe señalar que es subversivo. Pero incluso de intentarlo en esa dirección habría que aclarar de inmediato, por la misma razón, que lo es porque subvierte la idea del sujeto conocido hasta Freud, esto es, fundamentalmente del sujeto agotado en el Yo-consciente. Ceder en las palabras sólo es disculpable si no se ofende a la verdad y no se contribuye a las resistencias al psicoanálisis. En segundo lugar, el psicoanálisis es judío del mismo modo que no es totalitario y menos aún dogmático. Es decir, el judaísmo, a diferencia del cristianismo, no es totalitario, pero sólo en el aspecto formal. Así es porque la interpretación de los textos sagrados que llevan a cabo los rabinos siempre es abierta, ningún broche entre el significado y el significante, insistiendo en la dimensión infinita que caracteriza al lenguaje humano, y que, por lo mismo, se diferencia radicalmente del lenguaje de los animales. Pero en lo ideológico, el judaísmo puede ser tan cerrado, obsesivo y dogmático como la religión que inaugura Jesús de Nazaret. Merece ser destacada esta cuestión frente a lo que indica la psicoanalista mencionada, esto es, que «…Freud pudo inventar el psicoanálisis por estar doblemente exiliado… exiliado de la cultura dominante de su época por el antisemitismo reinante; pero también por ser ateo se ve exiliado de la ortodoxia religiosa… El judío excluido le recuerda a la humanidad su propia exclusión». Ser judío talmúdico (por la interpretación), estar excluido (por la subversión del sujeto reconocida en la barra del algoritmo que separa lo inconsciente de lo consciente) y ser ateo (por ser un sinthome de naturaleza ilusoria) no son condiciones sino más bien consecuencias de los descubrimientos de Freud. Duele indicar que cosas semejantes son conocidas por algunos psicoanalistas, obviamente no por todos, desde la época de juventud; mientras que al lego en nuestra materia le suena sin duda a chino aquello de «El judío excluido le recuerda a la humanidad su propia exclusión», aspecto que denuncia que quien así escribe lo hace para él y es ajeno al amor por la lengua y la política del psicoanálisis.

 

Pero retomemos sin más dilación a Jung. En 1933, año del ascenso de Adolf Hitler (1889-1945) al poder, aceptó la presidencia de la Sociedad Médica Internacional de Psicoterapia, y al mismo tiempo, la redacción de su Boletín. En ese órgano se adhería a la ideología nazi, y escribió sobre las radicales diferencias existentes entre las psicologías germanas y las judías de Freud y Adler.

Jung retomó la idea un año después, y tras subrayar que el inconsciente ario tenía mayor potencial que el judío, acusaba a Freud y a Adler de tener ojos sólo para el lado obscuro de la vida. El año 1936, con ocasión de las Olimpiadas de Berlín, publicó su rimbombante Himno a Wotan, el dios de la fuerza arrolladora, liberador de las pasiones y deseos de lucha, a quien él mismo promovió a dios germano, y que, según entendía, explicaba más del alma germana y del nacionalsocialismo que todos los factores económicos, políticos y psicológicos.


Es evidente que Jung cayó, como tantas otras personas que no eran necesariamente malas ni imbéciles, bajo la égida de Hitler, el nazismo y los modos de hacer de Mussolini. Se conoce que ayudó en las persecuciones de los judíos, quizá para promocionar mejor la por él fundada Psicología Analítica. En 1939 declaró: «En los ojos de Hitler he percibido a un visionario». Pero en un desfile militar, el Führer lo decepcionó. Salió del fuego para meterse en las brasas, pues elevó a la más alta dignidad a Mussolini, de quien dijo: «No pude evitar amar a Mussolini, su energía y elasticidad son contagiosas, cálidas y humanas.»

Ofenderíamos a la ética al omitir una confesión de Jung: «Sí, tuve un desliz… [los nazis y el fascismo cometieron] el crimen más cruento de todos los tiempos». Ese mismo año presentó la dimisión como presidente de la Sociedad Médica Internacional de Psicoterapia; y existen documentos que prueban que en esa época comenzó a ayudar a sus colegas judíos perseguidos. Todo cambió radicalmente para él. Las autoridades germanas prohibieron su entrada al país; sus obras fueron quemadas; su nombre figuró en la famosa Lista de Otto Skorzeny, el Sturmbannführer de las SS, al lado del de Freud y de tantos otros judíos y psicoanalistas. (La buena obra y la rectificación clínica, aunque bienvenidas pero nunca completas, llegaban sin duda demasiado tarde).

 

De la sinceridad y el poder y…

Retomaré aquí el trabajo de David Cronenberg. El director de Un método peligroso presenta otra cuestión, aunque no menos delicada que la precedente, pues concierne a lo que sería la reciprocidad que Jung esperaba de Freud.

 

Los hechos, ciertamente hipotéticos, los sitúa el cineasta canadiense en la cubierta principal del transatlántico George Washington, rumbo a los Estados Unidos, donde Freud tenía que dar una serie de conferencias en respuesta a la invitación del decanato de la Universidad de Clark, de Worcester, en Massachusetts. Cronenberg hace ver que una noche de julio de 1909 Freud no se avino a la petición de Jung de que le relatara uno de sus sueños, hecho reprochable más si cabe porque Jung, no sólo le cuenta los suyos, sino también algunas intimidades. El 28 de octubre de 1907 le había confesado por carta, «En verdad –y es preciso un gran esfuerzo para confesar esto– tengo por usted, como hombre y como estudioso, una admiración ilimitada, sin el menor rencor consciente. Por cierto no es aquí donde está el origen de mi complejo de autoconservación; pero sucede que la manera como yo lo venero tiene algo del carácter de un embelesamiento religioso. Esto, realmente, no me aflige, aunque lo considere repulsivo y ridículo, debido a su innegable fondo erótico. Este sentimiento abominable proviene del hecho de haber sido víctima en mi infancia, de un asalto sexual practicado por un hombre a quién adoraba. Este sentimiento, del cual aun no me he liberado por completo, me molesta sobremanera. Otra de sus manifestaciones es que hace absolutamente desagradables las relaciones con colegas que tienen una fuerte transferencia conmigo. Tengo, por lo tanto, miedo a su confianza y también tengo miedo a que usted reaccione de igual modo cuando le hable de mis sentimientos íntimos». Jung no pudo esperar la respuesta de Freud y le volvió a escribir: «Por usted estoy sufriendo todas las agonías de un paciente en análisis, permitiendo que me torturen los más diversos miedos concebibles sobre las posibles consecuencias de mi confesión.»

 

Pero la falta de reciprocidad no fue sin sinceridad. De creer a Cronenberg, Freud le habría dicho a su amigo y todavía discípulo que no le contaba sus sueños por temor a perder su autoridad. En realidad, se trataba de un único sueño, pues Freud ya había dado a la luz algunos de ellos. ¿Qué importancia podía tener aquel sueño? El mentor de Jung no ignoraba que el relato de un sueño, que Freud definió como «contenido manifiesto del sueño», no significa nada, nada antes de ser interpretado. Por consiguiente, el temor a perder autoridad ante Jung no dependía de relatarle un sueño, ya que los sueños, como él mismo había indicado nueve años antes, no significaban nada antes de ser interpretados. En otras palabras, aquel sueño, por más escabroso o delatador que pareciese a primera vista, no era el deseo del soñador, en esta ocasión el deseo de Freud.

 

Recordaré, si me lo permiten, que el relato que del sueño hace el soñador está transformado, desfigurado por las leyes del inconsciente, por los llamados «procesos primarios» de esa instancia psíquica, desfiguración para la que Freud acuñó la expresión «trabajo del sueño». Además, Freud sabía que interpretar un sueño no era tan fácil como aun hoy imaginan los amigos de las llamadas claves o símbolos de los sueños; que la interpretación precisaba de las asociaciones del soñador, y, en fin, que hay algo en el sueño que por tener un carácter infinitivo, inconmensurable, dado que su materialidad es la del lenguaje humano, él mismo denominó «ombligo del sueño.»

El director canadiense, emulando a los glosadores de Lacan en la revista del COPC, mas también a algunos críticos del celuloide, desaprovecha situaciones importantes de su filmación. Así es en la que muestra a los primeros discípulos de Freud reunidos en torno a una mesa de trabajo. Esa y otras situaciones podrían haber dado luz a la visión freudiana de la sexualidad, la pulsión de muerte, la moral, la cultura o la cuestión judía, por ejemplo. Pero el melodrama de Cronenberg no va más allá del relato de algunos aspectos de la vida de un médico psiquiatra de la New Age, una vida que se articula en tres ámbitos: su idiosincrasia, el trabajo analítico y sus intereses intelectuales. El Jung que presenta Cronenberg, no obstante, no se aleja demasiado del que realmente vivió; aunque al final de la película, éste da a leer una exagerada e inapropiada consideración: «Jung llegó a ser el mayor psicólogo del mundo.»

 

Jung consiente en su deseo, cabe decir en sus pulsiones no siempre confesables, como denuncian sus devaneos amorosos. Ello no le impidió atender, también en el ámbito afectivo, a una esposa a la usanza de la que viven los protagonistas, la muy honrosa pero no menos hipócrita época victoriana. (Algunas personas desearían tener por esposa a aquella guapísima mujer, más si cabe por estar encarnada en la joven canadiense Sarah Gadon, siendo además inteligente y llena de moderación en los ámbitos que merece la pena mencionar). Otro objeto del fantasma, que como tal sostiene la vida de Jung, es su gusto por las artes esotéricas, de las que Cronenberg, por lo demás, no revela el origen.

¿Qué omiten los críticos? Entre otros aspectos que Freud, ya en 1897, había abandonado la «Teoría traumática de la seducción». En una carta del 21 de septiembre de 1897, comenta a su por entonces amigo Wilhelm Fliess (1858-1928) su rechazo de la Proton pseudos (Falsas premisas y falsas conclusiones, según la expresión que utilizó Aristóteles en el Organon). Es decir, le comunica la superación de la mentira soberana en la que hasta ese momento había creído. (Y en la que aún creen, sorprendentemente, individuos como Jeffrey Moussaieff Masson, un psicoanalista norteamericano que, como recientemente el filósofo francés Michel Onfray y tantos otros, quiso entrar en la historia a costa de Freud, ya que en su libro El asalto a la verdad, 1895, le reprochaba el abandono de la «Teoría traumática de la seducción»).

 

Cronenberg tampoco recoge ese paso necesario para comprender quién es Freud respecto al psicoanálisis, y, por consiguiente, no presenta al Freud que ya no creía en sus neuróticas, que no creía lo que ellas le decían: que habían sido seducidas por sus padres, hermanos, tíos o amigos, y que ese ultraje era la causa de sus síntomas. Es conocido que Freud abandona esa primera concepción etiológica de las neurosis cuando descubre la existencia de otra realidad diferente a la empírica, la realidad psíquica, Realität; y que fue también el primero en advertir que esta nueva realidad, conformada por los deseos incestuosos y agresivos del complejo de Edipo, a pesar de ser del orden de la fantasía tenía una igual fuerza traumática que la realidad vivida.

 

Si Cronenberg quería que su película tuviera algún sentido, si deseaba transmitir y/o aclarar alguna cosa, debía haber hecho que Freud le dijese a Jung –para así informar adecuadamente a los espectadores, al menos a algunos– que los azotes que Sabina decía haber recibido de su padre cuando era niña, o haber visto que los recibían alguno de sus hermanos, y que desde aquella época excitaban su libido, los mismos azotes que se integraban en su sexualidad al modo que lo hace el masoquismo erógeno, o sea, como factor imprescindible para el goce sexual, bien podían no ser, en su origen, sino un deseo edípico, por tanto, en todo ajenos a acontecimientos realmente vividos.

 

A imitación de Quim Casas, –en la revista Dirigido por. Nº 416. Noviembre 2011–, otros críticos no sólo se dan deportivamente a la «asociación libre», a decir no importa qué en los medios especializados y los que no lo son tanto, ya que al prescindir de datos tan básicos como el que acabo de apuntar impiden conocer al lector la evolución de la teoría y de la técnica en el tratamiento psicoanalítico, no haciendo con ello sino contribuir a la consolidación de imaginarios estereotipos sobre el psicoanálisis.

 

Quienes no pueden esperar felicitación alguna por no haber advertido la existencia de un Freud no freudiano, tendrán sin duda la gentileza de acoger la crítica que les recuerda que han eludido los cambios cualitativos en la elaboración teórica del primer psicoanalista, que han omitido la aportación de Freud a la cultura, y que han dejado asimismo al margen ¿por qué quiso Freud que Jung fuera su albacea?, entre otros aspectos esenciales de la película de Cronenberg.

 

Algo más y diferente de Un método peligroso

A la excelente dirección y realización, es dable añadir una igual felicitación para Keira Knightley por su interpretación de Sabina Spielrein, a Michael Fassbender (que hace lo propio con Jung) y, por supuesto, a Vigo Mortensen (Freud), así como a Vicent Cassel por su papel de Otto Gross.

Pero la película de Cronenberg, como dije, no permite entender al espectador desprevenido quién es Freud en relación al psicoanálisis y a la cultura en general, y menos aún qué es el psicoanálisis. (Alguien dirá que es así porque no era ese el propósito del director canadiense. Mas entonces habría que saber qué era lo que se proponía Cronenberg con ese trabajo, pues en modo alguno queda claro).

 

¿Qué cabe decir del título? Sin duda que hay algo en él de vejatorio para el psicoanálisis, y que, además, no hace justicia al asunto tratado, tanto más porque Sabina se cura. Sería un grave error pensar el título en términos de la peligrosidad del psicoanálisis. En cuestiones tan delicadas sólo una persona ajena al criterio de realidad podría afirmar que se trata de un acierto de Cronenberg porque el psicoanálisis sigue siendo peligroso. De indicarlo así habría que explicar de qué se trata si no se quiere hacer un flaco favor al psicoanálisis.

El trabajo de Cronenberg no permite entender la moral victoriana, y menos aún la diferencia entre el psicoanálisis y las teorías psiquiátricas y los procedimientos psicológicos para el tratamiento de las afecciones mentales. Y nada, absolutamente nada acerca de las personas, muchas de ellas prominentes, de aquel primer momento de la historia del psicoanálisis. Pero sin duda lo peor es que ofrece una distorsionada luz al singular descubrimiento de Freud respecto a la antedicha primera etapa de su elaboración teórica. Y, en fin, la falsa equiparación de la mujer con la histérica, criticada desde Freud por todos los psicoanalistas, está en esta producción a un paso de hacerse efectiva.

 

Nos encontramos ante otro trabajo fallido. Y como el de algunos psicólogos psicoanalistas y críticos de cine, lejos de desbaratar juicios de valor y prejuicios acerca del psicoanálisis, suele potenciar antiguas resistencias y/o crear nuevas. En el caso del filme del conocido canadiense, experto en temas psicológicos (Spider, 2002, por ejemplo) y en manejar la violencia (en Crash, 1996, o Una historia de violencia, 2005), cabe destacar el desvergonzado goce que algunos habrán experimentado al ver en la gran pantalla la creencia de lo para ellos superado y, por lo mismo, anacrónico: el psicoanálisis.

La complejidad del asunto, que en realidad no es sobresaliente, se le atraganta a Cronenberg. Tanto es así que le dijo a Gabriel Lerman –Dirigido por. Nº 416. Noviembre 2011– que «la histeria es un síndrome que no existe y propio de la época victoriana». No es buena cosa para el intelecto dejarse engatusar –en esta ocasión podría haber sido así– por los autores de las nomenclaturas psiquiátricas que conforma el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). El extravío epistemológico, clínico y ético de los redactores de este libro de cabecera de muchos psiquiatras lo denuncia su erradicación de la histeria de las afecciones psíquicas. Paradójica cuestión, tanto más porque es precisamente la histeria la que colabora a extender el cada vez más amplio campo nosológico.

 

De la mano de los lobbys farmacéuticos…

No podían haberlo hecho mejor los psiquiatras de orientación biologicista y los psicólogos cognitivo conductuales al llevar a la gran pantalla una afección para ellos trasnochada. Así se entenderá por el agravio a la moral médica que supone una relación amorosa entre un psicoanalista y su analizante, y, por supuesto, el paternalismo y los celos y la lucha de poder entre un viejo judío y un joven ario.

 

Pero pese a todo y a todos, Sabina Spielrein, cuyos síntomas hicieron pensar a Jung en una locura histérica, como he apuntado, se cura. Además, estudia medicina y se convierte en la segunda mujer psicoanalista de la historia. La primera fue la prominente socialista y activista del por aquel entonces incipiente movimiento feminista, la vienesa Emma Eckstein (1865-1924). Sin embargo, Sabina superó a la famosa heroína del conocido sueño que Freud tituló «La inyección a Irma», en el plano teórico y clínico. La singular rusa contó entre sus analizantes, concretamente el año 1921 y durante ocho meses con seis sesiones a la semana, a Jean Piaget (1896-1980), después célebre psicólogo suizo, quien por aquel entonces apenas tenía 24 años y que un año antes había sido admitido en la Sociedad Suiza de Psicoanálisis.

 

Sabina sufrió las dos últimas grandes tragedias de la historia: las purgas de comunismo estalinista en la Unión Soviética, y la Segunda Guerra Mundial con la invasión de su país por las tropas de Adolf Hitler. En 1923, con 39 años de edad, tomó el tren en la estación de Berlín, tras despedirse de Karl Abraham (1877-1925) y Max Eitingon (1881-1943), en compañía de su esposo y de su hija Renata, dirección a Moscú. El comité para la cultura de la Unión Soviética, encabezado por León Trotski (1877-1940), a quien había conocido en Viena en 1910, la recibió con honores semejantes a los que poco tiempo antes, el año 1921, dispensaba a la bailarina Isadora Ducan (1877-1927), y la incorporó al proyecto socialista. En la recién formada Unión Soviética, participó activamente en la Asociación Psicoanalítica Rusa, que reunía los grupos de Moscú y Kazán, y en la Casa Experimental de la Infancia, dirigida por la pedagoga y pionera del psicoanálisis en Rusia, Vera Schmidt (1889-1937), actividad paralela a la dirección de paidología en la Universidad de Moscú. Su influencia fue notable en la incipiente psicología soviética del siglo XX, sobremanera en Leontiev (1903-1979), Luria (1902-1977) y Vigotsky (1896-1934), que comenzaban sus estudios sobre el pensamiento y el lenguaje. Luria y Vigotsky prologaron su traducción al ruso de Más allá del Principio del Placer, de Freud. Era la época del auge del marxismo. Pero años más tarde, concretamente en noviembre de 1929, el comunismo antisionista de Stalin prohibía el psicoanálisis en aquel país. (Trotski, de origen judío, ya había sido depuesto de su cargo en 1925, y tras ser deportado a Kazajistán, en Asia Central, fue expulsado de la URSS en noviembre de 1929). Nuevamente las más adversas circunstancias se cruzaban en la vida de Sabina. Tuvo entonces que retirarse a su ciudad natal, Rostov, donde trabajó como médica de familia. En 1941, el ejército de Hitler, que acababa de invadir la URSS, era el que ponía las cosas feas para los judíos y los psicoanalistas. Entre el 11 y el 14 de agosto de 1942, Sabina y sus dos hijas fueron asesinadas en el barranco del Madero de la Serpiente, en Rostov, junto a otros judíos y en medio de cadáveres insepultos, por los soldados de la Deutsche Wehrmacht. La examante de Jung y pionera del psicoanálisis acababa de cumplir 56 años, Renata tenía 28 y Eva apenas 17. Los hermanos de su marido, que había muerto de infarto en 1937, desaparecieron en el Gulag. Pero esto sólo aparece en una nota escrita al final de la película.

 

En cuanto a Jung, la relación con Freud y el psicoanálisis no le permitió entender que la transferencia en el tratamiento psicoanalítico se sostiene poniendo el amor entre paréntesis; y que el discurso religioso, por su estrecha relación con el discurso del amo y la superstición, no sólo se encuentra en las antípodas del discurso psicoanalítico, sino que, además, su razón de ser queda desenmascarada por éste.

 

Cronenberg, a imitación de Michel Onfray, entre otros desinformados comentaristas de Freud, quizá alberga algún resentimiento contra el padre. En otros críticos no hay duda de que es así. Tanto más incluso por lo que caracteriza a la función central y vector de tantas cosas que Freud descubre en el complejo de Edipo y que desde Lacan conocemos como «Función del Padre». Pues siendo esa función la que nos libera del maligno yugo del sufrimiento psíquico y sin duda de los imaginarios prejuicios, horroriza, paradójicamente, más que ninguna otra, dado que nos separa del primer objeto de amor. 

 

En resumen, clichés acerca de Freud, poca lectura de Lacan, y, curiosamente, más aun por encontrarnos en tiempos hipermodernos, alergia a la información de la Red. El resultado no es diferente al que acostumbran el matrimonio de la ignorancia y el prejuicio. No se ha entendido que la histeria va a la moda, que las personas que sufren esta afección tienden a apropiarse los síntomas de la época que les toca vivir, y que, en ocasiones, los elevan a la segunda potencia. No cabe extrañarse pues de que no se haya comprendido algo incluso más importante: que más allá de los síntomas que afectan al cuerpo, la histeria es una forma particular de desear, y que cuando concierne a la mujer la convierte en la abanderada de la insatisfacción que caracteriza al deseo, insatisfacción que se traduce en un perpetuo ‘tampoco es eso’. 

 

 

Un homenaje a Lacan ligero de exquisitez, además de precursor y/o consolidador de resistencias al psicoanálisis  

 Es así por motivos que conmueven por su evidencia en quienes pretenden glosar la muerte de Lacan en la revista del COPC.

 

Todo indica que no pensaron en los lectores de esa publicación. Ajenos al esclarecimiento, tanto más necesario en la presentación de un autor sin par en la historia del psicoanalisis como es Jacques Lacan, adoptan, por defecto, una manera de hacer para ser gregariamente consumida por colegas, pero que, por otra parte, no aporta nada que los psicoanalistas no conozcan.

Priorizan la enumeración de ideas y se dan a pintorescas anécdotas sobre este genio de la matematización del psicoanálisis, con lo que conforman trabajos destinados a la papelera. Nada dicen del sabueso perspicaz que fue Lacan, de su suerte, también, por haber encontrado las claves fundamentales del lenguaje humano en Ferdinand de Saussure y en Román Jakobson; las características fundamentales del deseo gracias al profesor ruso de filosofía Alexandre Kojève; así como las resonancias de la lengua china con el maestro François Cheng; los fenómenos elementales de las psicosis en Gatian de Clérambault; y una nueva idea del síntoma en la obra fundamental de Karl Marx, quien le permitió una singular aportación a la sociología y a la política con los conceptos de plusvalía/plus de gozar.

El silencio es casi absoluto respecto a los auténticos sueños de Lacan: la formación del psicoanalista, no sin una nueva visión de la ética y del sujeto humano; la formalización del psicoanálisis mediante matemas, grafos, esquemas y nudos de cuerda, sin olvidar la lógica matemática y la teoría de conjuntos. (Omiten, en favor de otros libros de interés menor, que el diálogo permanente que él inaugura con otras disciplinas puede leerse, por ejemplo, en la revista «Referencias en la obra de Lacan». Buenos Aires: Factoría Sur).

 

En definitiva, los glosadores han desaprovechado la ocasión que les brindaron los responsables de la publicación del COPC. En realidad, no sólo obvian una síntesis razonada de aquel hijo primigenio de una familia católica de vinagreros de Orleáns (los Dessaux), de su peculiar vida privada y pública, cuidadoso en el vestir y donjuán con las mujeres y apasionado de apretar el acelerador, sino también la vigencia de su extraordinaria aportación a la clínica y a la cultura. En definitiva, quienes se autodenominan «Psicólogo/s. Psicoanalista/s…» dejan de lado el antes y el después que la enseñanza de Lacan representa en el campo psicoanalítico. Esto es, que hay que leer a Lacan para entender a Freud, y no al revés, dado que Lacan proporciona la claves para entender los descubrimientos de Freud; que las afecciones psíquicas cualquiera sea su forma de presentación, por ejemplo, como síntomas en las neurosis, como actos en las perversiones, y como fenómenos delirantes y alucinatorios en las psicosis, siempre, indefectiblemente, son hechos del lenguaje, etc., etc. No por nada Lacan advierte en Psicoanálisis: Radiofonía y televisión, 1973, que «la psicoterapia conduce a lo peor». En otras palabras, al síntoma inicial los psicoterapeutas suele añadir el suyo, por lo que la psicoterapia aporta al paciente un síntoma más del que soportaba.

 

Bien al contrario, los glosadores insisten en la imagen oscura, gongorina y aun sospechosa que de Lacan circula en el imaginario social, más propio de un pensador caprichoso encerrado en su mundo que del hombre de ciencia.    

 

El deseo incumplido de «Hacer presente a Lacan» de Eugenio Díaz Massó

No otra cosa da a leer el primero de los trabajos destinados a homenajear al célebre psicoanalista parisino. Por su autor conocemos que es «psicólogo. Psicoanalista», además de «Director de la Comunidad de Catalunya de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis.»

 

Quien pretende «Hacer presente a Lacan» falla en su proyecto. Mas no sólo porque se refiere a los Escritos de Lacan, –los 28 artículos de su puño y letra que los conforman fueron publicados en Francia el año 1966–, como «los escritos». (Sin mayúsculas y cursiva. Aquí lo entrecomillo por pertenecer al texto que menciono).

 

¿Quién inspira al que presenta a Lacan como un autor «enigmático»! Ese calificativo eclipsa que Lacan sea también «revelador», tanto más por la relación con lo misterioso de la primera consideración. Tales apelativos no ayudan a entender a Lacan, a advertir, por ejemplo, que logró mostrar la auténtica verdad del sujeto humano y su particular manera de gozar, que reveló, en fin, el ser del ente mediante lo que, en realidad, ya era conocido por Freud: el lenguaje.

 

El problema, como se habrá advertido, no es tanto el estilo de Lacan a la hora de presentar su enseñanza, –reunida en sus Escritos, y en su enseñanza oral, conocida como los Seminarios, en número de 27, desde Los Escritos técnicos de Freud, 1953-54, hasta el que lleva por título La disolución, 1980–, sino el de algunas personas que intentan presentarla a la opinión pública e incluso a los psicoanalistas. (A lo ya de por sí complejo de esa enseñanza, no conviene añadirle innecesarios circunloquios, imprecisiones y menos aun errores).

 

Por otra parte, nunca está de más reconocer los recursos teóricos de los que uno dispone si se pretende «Hacer presente a Lacan» con el «sinthome». Díaz Massó no distingue este concepto lacaniano del síntoma, entre otras diferencias que hubiesen dado a su trabajo un carácter más acorde con la ocasión. Ambigüedades como «… el Sinthome es lo más singular de cada sujeto… lo que permite la aparición del deseo vivo», tampoco sirven al logro de ese objetivo. Y se puede entender, ciertamente, que quiere decir el autor con «pulsión muerte», pero es innegable que nadie obliga a no revisar los textos que se dan a leer.

 

Existen modos más claros y eficientes a la hora de explicar que Lacan ha definido de la forma más adecuada algunos de los términos del psicoanálisis que aseverar, como hace este comentarista, que «ha dado giros a otros conceptos». Y siendo así ¿por qué no mencionar al menos la condensación y el desplazamiento, dado que Lacan tradujo esos términos de Freud por los más adecuados de metáfora y metonimia; y qué le impidió relacionar el concepto de castración simbólica con la Función del Padre, por ejemplo? Pero sobre todo: que saber de Freud implica leer a Lacan, y no, como cabría pensar, al revés. (Lacan nos proporciona las claves para entender lo que descubre Freud, pero también como operar en la clínica para no agredir a la ética, no consolidar el síntoma o crear otro peor).

 

Cuando el lector llegue a frases como «…encuentro-invención con eso que llamó lo real» o «Mediodecir un fragmento de lo real», sin duda dejará la revista en el lugar del no retorno. Mas no por eso algo retorna y habitualmente para peor vida de la enseñanza de Lacan y del psicoanálisis en general, asunto que parece que le pasó por alto al «Director de la Comunidad de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis». Al margen de lo apuntado, un deseo común, que el mismo Díaz Massó señala, nos convoca: «…seguir haciendo existir lugares y momentos de encuentro de lo que nos vivifica: la trasmisión y la enseñanza de Jacques Lacan.»

 

 

«Jacques Lacan: hombre en su siglo»

Así es como ve Miquel Bassols i Puig a Lacan. Por lo que conozco, se trata de una persona más versada en cuestiones psicoanalíticas que la que le precede en la revista del COPC. Sin embargo, al modo de Díaz Massó, Bassols se presenta como «psicólogo. Psicoanalista», y agrega, sin duda porque lo es, «Coordinador del Instituto del Campo Freudiano de Barcelona». (Más correcto hubiese sido Psicoanalista. Licenciado o doctor en Psicología… por la Universidad de…).

 

«Jacques Lacan: hombre en su siglo» recrea una cita del lacónico jesuita Baltasar Gracián (1601-1658). Mas una cita que el lector sólo conoce en las postrimerías del artículo, «Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos […] Pero lleva la ventaja lo sabio, que es eterno; y si este no es su siglo, muchos otros lo serán». Bassols, siguiendo la huella del escritor aragonés, quizá pretendía equiparar a Lacan con los sabios que, siendo obviamente los de una y otra época, tienen el don del vaticinio.

 

La cuestión es por demás delicada. Freud fue un hombre de su siglo, y si es dable referirse a él como prohombre es porque descubrió lo que siempre había existido, el sujeto humano en tanto que determinado, en lo que hace, piensa y desea, por el pensamiento inconsciente. ¿Y Lacan? No se conoce menos que su enseñanza revitaliza y añade aspectos muy novedosos al trabajo del psicoanalista vienés. Lo delicado del asunto es por la existencia de individuos que se dan a la crítica sin otro fundamento que no sea el ideológico. Por esa razón, entre otras, Bassols tendría que haber subrayado que si Lacan se adelantó a su tiempo no fue porque Apolo le tocó el hombro al modo que según dicen hizo con san Malaquías de Armagh, en el siglo XII, o con Michael Nostradamus, en el XVI, sino porque su trabajo, ajeno al mito y a la superstición, le permitió hacer predicciones acordes a lo que nos tiene acostumbrado la ciencia.

 

Tal vez esas consideraciones hubiesen dado pie a Bassols para hablar de Freud y Lacan en el siglo de las neurociencias y en la postmodernidad. Esta cuestión, como el mencionado «retorno a Freud», es igualmente básica, fundamental y esencial a la hora de plantear quién es Freud y quién es Lacan en su siglo. Omisiones parecidas pueden propiciar y/o consolidar la imaginaria idea de que el psicoanálisis es una disciplina de otro siglo. Tanto más puede ser así si se omite que la clínica de Freud, la de Lacan y la nuestra no coinciden exactamente; y que los descubrimientos estructurales, como el universal complejo de Edipo en la determinación de las afecciones psíquicas, no implican en modo alguno el inmovilismo en la estrategia y en la táctica del tratamiento.

 

No invitaba menos el título del artículo a mencionar que nuestra clínica no es la clínica de Lacan y menos aun la de Freud, del mismo modo que nuestra clínica no es la de mañana. Es así, en primer lugar y como sin duda ustedes conocen, porque el Otro social, si se me permite los significantes que pueblan el lenguaje humano y los modos de goce, no son los de la época de Freud y tampoco los de Lacan. Fueron ellos, no obstante, los primeros en advertir que el inconsciente es permeable a la época que le toca vivir, y que los síntomas y su incidencia cambian con los tiempos por estar determinados por esa instancia psíquica.

Bassols se siente más cómodo recordando los calificativos con los que popularmente se conoce a Lacan: «el oscuro y a la vez de una claridad meridiana…», «Lacan el amo…», «Lacan el maestro…», «Lacan el profeta…», Lacan el insurgente…», etc., etc. Presentaciones semejantes, ajenas a las aclaraciones que merecen, suelen ser causa de malentendidos; y menos invita a querer saber de Lacan frases como «…es el heredero de una tradición psiquiátrica…» o «Treinta años después de su muerte, el sujeto Jacques Lacan, finalmente Otro –como le gustó nombrarse–, sigue tan presente y enigmático como su “duro deseo de curar”». Son estas consideraciones las que hacen pensar que Lacan se creía un iluminado, más incluso cuando se presentan al lado de algunas de sus amistades, «Lacan el amigo de Picasso, de Dalí, del grupo surrealista…»

 

Se trata ahí no tanto de amigos como de meros conocidos, quienes, además, poco o nada añaden a la enseñanza de Lacan. Louis Althusser no entra en la lista de Bassols. Sin embargo, el autor de Por Marx y exmiembro de Partido Comunista francés sí que puede ser considerado amigo de Lacan. Al menos porque en 1964, recién fundada la Escuela Freudiana de París, quien desde el año 1954 había impartido su Seminario en el anfiteatro del Hospital Sainte-Anne, se trasladó, gracias a Althusser, a la Escuela Normal Superior de París.

Fue en esta prestigiosa institución donde Lacan comenzó a ser conocido. Personas de las más distintas procedencias y orientaciones intelectuales acudían a las singulares veladas del Seminario, entre otros un joven de veintitantos años, por aquel entonces ilusionado por la corriente intelectual maoísta, llamado Jacques-Alain Miller.

 

Entiendo que no ayuda a entender la aportación de Lacan al campo psicoanalítico algunas de sus sentencias, como, por ejemplo, una que Bassols rescata: «Hagan como yo, no me imiten», más si están huérfanas de una adecuada dilucidación. No subrayaré la falta de rigor que supone escribir «Escritos» sin cursiva; pero sí lo exagerado que resulta para la objetividad calificar de «admirable» el pequeño texto del yerno de Lacan y fundador de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, Jacques-Alain Miller, (Châteauroux, 14 de febrero de 1944), Vida de Lacan, 2011.

 

 Cuando es suficiente una antigua anécdota personal para homenajear a Lacan: «Un joven psiquiatra se encuentra con Lacan.»

Así lo debió entender Guy Briole. Este «Psiquiatra, psicoanalista (París, Barcelona)» entendió que para conmemorar a Lacan era suficiente un extracto de «Le Jeune Lacan, tel qu’en lui-même» publicado en la Revue La Cause freudiene. París, Navarin, 2011, nº 79., que rebautizó para la ocasión como «Un joven psiquiatra se encuentra con Lacan.»

 

Que Briole sea francés tal vez explique que se le cuelen algunas faltas de ortografía, como «pais, Africa o Ah, si» sin acento; «El», pronombre personal, también sin acento en más de una ocasión; «porqué», en lugar de por qué; «El saber psy», que si es en español sería psi; «provacado», por provocado; «pedirle el nombre de un analista¡», con una innecesaria admiración; o construcciones gramaticales deficientes del tipo «Eso para decir que puede querer la piel y que yo habría podido ceder», por ejemplo.

 

Pero si la acumulación de errores denuncia dejadez y hastío así como escasa o nula deferencia a la persona de la que se habla, Lacan en esta ocasión, y también para los lectores; peor pronóstico merece quien habla de sí mismo más que del homenajeado, más incluso cuando saca a relucir asuntos triviales y anecdóticos: «Al final de esta primera sesión, me pide –Briole se refiere a Lacan– una importante suma de dinero. Abro mi cartera y le pago. Entonces se acerca y señalando un billete con su dedo índice, agrega “Quiero ese de ahí”.

 

Eso me puso furioso. Pero su cara, su dulzura, me tranquilizaron. Estaba enganchado.»

 

Briole no tuvo en cuenta que el lector de la revista del COPC podía interpretar que el estar enganchado al psicoanálisis, –como parece que él estuvo, lo cual, por otra parte, justifica una de las críticas que habitualmente recibe el psicoanálisis–, explica su disculpa a ese modo, no siempre aconsejable y menos prudente de proceder, que él afirma que tuvo Lacan. (Una versión de llamado Síndrome de Estocolmo, también, como se habrá advertido). 

 

Puestos en el anecdotario, y obviamente sin pretender emular a Briole, cosa que me sería absolutamente imposible, cabría agregar que Lacan gustaba hacer alguna que otra payasada en su consultorio; que fue amante de mujeres tan peculiares como Olesia Sienkiewicz, cortejada por docenas de pretendientes, y antes casada con el escritor Pierre Drieu La Rochelle; que se casó luego con Marie-Louise Blondin, Malou para los amigos, de la que tuvo tres hijos, Caroline, Thibaut y Sibylle; que aquella relación sentimental se vino abajo al conocer a Sylvia Maklés, quien por aquel entonces comenzaba a hacer sus primeros pinitos como actriz, y que todavía era la esposa del filósofo y escritor Georges Bataille; y, en fin, que fruto de la relación con Sylvia fue Judith Lacan (ahora Judith Miller por ser la esposa de Jacques-Alain Miller).

Briole no aparca con el affaire de la codicia y de la dulzura de Lacan la dimensión de lo sagrado. «…El me mirava…», afirma. («El» con mayúscula y no en inicio de frase, y sin acento). ¿Pero de quién habla, de Dios? Quizá porque Lacan murió, lo que aleja la pesadilla de que en verdad fuese un dios a la vieja usanza, Briole informa que comenzó un segundo análisis. El psicoanalista fue Jacques-Alain Miller. Y a modo de un singular Pase o testimonio de su análisis, se siente obligado a explicar a los lectores de la revista del COPC que eligió al yerno de Lacan porque quería «un analista que tuviera una intimidad fuerte con Lacan», –quiero pensar que Briole conoce que no únicamente Miller tiene «una intimidad fuerte con Lacan»–, y que «ese recorrido he podido hacerlo con Jacques-Alain Miller hasta el pase y mi nominación como Analista de la Escuela Una en el seno de la AMP.»

 

«Lacan el Judío»

Quien no parece tener dudas de que Lacan es «Judío» es Mario Izcovich; y por él mismo conocemos que ostenta el cargo de «Director de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona.»

 

«Lacan el Judío» es una metáfora. Sin embargo, no hubiese estado de más que este comentarista hubiese explicado que la equiparación no es absoluta, y haber dado una pincelada siquiera acerca de los avatares de los psicoanalistas de descendencia judía, así como el éxodo a los Estados Unidos, y en este país la hegemonía de las ideas, en todo diferentes a las de Freud, de la International Psychoanalytical Association (I.P.A), por ejemplo.

 

A imitación de Guy Briole, la gramática no le merece mayor consideración a Mario Izcovich. (Se recomienda en algunos casos poner una coma después de un nombre propio, y en cuanto a enfatizar «Judío» con la mayúscula tal vez era innecesario).

 

Pero lo remarcable es que si quería explicar la llegada de Lacan a Barcelona no lo consiguió; y en este asunto creo poco decoroso dejar al margen a Oscar Masotta (1930-1979) y a Germán Leopoldo García, entre otras personas que merecían ser nombradas.

Sin embargo, tampoco el olvido es absoluto en esta ocasión. Izcovich rescata los apelativos con los que se suele distinguir a Lacan, recordados anteriormente por Miquel Bassols. Y tal vez para que no quede duda de su filiación institucional recupera una horrorosa construcción, más aun por su connotación marxista: «praxis lacaniana.»

 

Es aburrido y no deja de ser un signo de indolencia presentar una enumeración de conceptos y aportaciones de Lacan, como «goce, objeto a, sus propuestas en relación al deseo y el amor, la pulsión, su oposición a la estandarización, su concepción del sujeto…» sin las aclaraciones pertinentes. Y por si con eso no fuese suficiente para colmar la paciencia del lector, Izcovich le obsequia con un eslogan: «Lacan y su ética, viven también en Barcelona.»

 

Me han llegado voces de que si fuese por las glosas a Lacan en la revista del COPC, –a pesar de que reputadas instituciones presentan sus congresos como «Miércoles de…», quizá por aquello de que en ese día de la semana se reunían algunos de los primeros psicoanalistas en la casa de Freud– ni siquiera se podría afirmar que Lacan sobrevive en la Ciudad Condal.

 

La «Actualitat de Jacques Lacan» vista por un psicólogo clínico

Josep Maria Panés, como después Francesc Vilà, glosan a Lacan en la lengua del loado poeta Joan Maragall (1860-1911). Siendo Panés el único de los comentaristas que se presenta como «Psicòleg clínic», su breve trabajo, «Actualitat de Jacques Lacan», es el que se aviene mejor a lo que sería un pequeño monográfico en recuerdo de un autor de referencia fuera y dentro del campo de la clínica de las afecciones mentales como es Lacan.  

 

Panés, empero, no se deja seducir menos que sus colegas por el deseo de presentar un amplio espectro de las aportaciones de Lacan a la clínica y a la cultura; y más allá de obviar que la formación del psicoanalista fue una de las grandes preocupaciones de Lacan, en modo alguno explica, ya sea sucintamente, las cuestiones que enumera. En realidad, deja de lado aspectos fundamentales y esenciales de lo que acontece en el llamado campo del psicoanálisis lacaniano, y, por supuesto, en Catalunya. Pero no deja de ser curioso que sea un «Psicòleg clínic» el encargado de subrayar cuánto se debe a Jacques-Alain Miller por su contribución al psicoanálisis: «…la difusión y el conocimiento de la obra de Lacan es inseparable del trabajo de Jacques-Alain Miller.»

 

Quiero pensar que Panés no ignora que la difusión y el conocimiento de Lacan son inseparables del trabajo de otros psicoanalistas, y que, además, en muchos aspectos incluso con igual o mejor acierto. Así es y a pesar de no disponer de los medios materiales e institucionales de los que goza el marido de la doctora en filosofía y presidenta de la Fundación del Campo Lacaniano Judiht Lacan (después Judiht Miller), quien, dicho sea de paso, y si no han cambiado las cosas, jamás se tendió en un diván como analizante ni tampoco ejerció la clínica, pero que ocupa ese puesto de liderazgo en una de las escuelas psicoanalíticas más influyentes del mundo.

 

Incide Panés en que «A lo largo de estos años, Jacques-Alain Miller ha redactado y establecido los seminarios de Lacan, y ha contribuido de manera decisiva a la formación de diversas generaciones de analistas». En efecto, Miller ha contribuido a la formación de psicoanalistas. Pero se podría decir algo parecido de otros psicoanalistas, y como se sabe cada uno lo ha hecho a su manera y según sus posibilidades. Y no habría que omitir que Miller ha contribuido también a la división del campo lacaniano; y si bien nadie puede negar que haya redactado y establecido la enseñanza oral de Lacan (los Seminarios), no es menos cierto que ha sido así porque ha prescindido de colaboradores acordes a nuestra época para esa empresa. ¿Con qué resultado? Si puede calificarse de auténtica catástrofe en la historia del psicoanálisis lacaniano es porque supone un atraso en el estudio y en la lectura de Lacan, quizá de varias generaciones. El daño universitario, clínico y en general cultural ha sido mitigado, al menos en parte, por otros psicoanalistas, esta vez injustamente anónimos. Me refiero a las personas que tradujeron los Seminarios de Lacan al español, pues éstos circulaban ya en los años 90, en lo que se ha dado en llamar la versión pirata. Cuestiones de índole personal e institucional se conocían mucho antes de las primeras críticas a Miller, por supuesto antes de que Eva Parra y Carlos Tabakian publicaran ¡Ese yerno de Lacan! Historia de un insulto. (Buenos Aires: Editorial Biblos, 2005).

 

Es un hecho innegable que el sonrojo aparece habitualmente cuando alguien demanda un Seminario de Lacan para leer a este psicoanalista de primera mano. La sensación, la primera de todas, es del orden de la vergüenza ajena. Uno tiene la desagradable impresión de que si accede a la petición reforzará las resistencias al psicoanálisis. Los Seminarios establecidos por Miller, que constituyen la versión oficial de los mismos, como se ha dado en llamar, carecen de introducciones pertinentes en lo temático y respecto a la contextualización histórica, así como de un glosario y de un diccionario que permitieran comprender los conceptos, grafos, esquemas y matemas, muchas veces complejos, de Lacan. Por consiguiente, la versión oficial, que poco o nada añade a la que disponíamos, sólo puede introducir resistencias e impedir a generaciones de posibles psicoanalistas y a las personas interesadas o que puedan interesarse por la enseñanza de Lacan tener una idea fehaciente de la misma a partir de su lectura. Los Seminarios de Lacan, ya por último pero no por esto sin importancia, merecían la misma presentación que las obras de Freud, en los tres volúmenes conocidos, publicadas por Biblioteca Nueva.

No resulta fácil entender que alguien que inventó una singular manera de intervenir en el campo psicoanalítico, sobre manera en su política, no haya seguido ese mismo camino a la hora de establecer y editar la enseñanza oral de su suegro.

 

El inclasificable Jacques Lacan, de José R. Ubieto

O más exactamente, «Jacques Lacan, un inclasificable», que es el modo como este «Psicólogo clínico y psicoanalista», según su tarjeta de presentación, ve al célebre psicoanalista francés.

 

Treinta años después de la muerte de Lacan se puede hablar en términos más precisos de quien fue expulsado de la I.P.A., y sin duda por algo más que por ser inclasificable. (A no ser que el Otro, el conocido nombre lacaniano de lo inconsciente, que habita en este glosador, lo aboque a una concesión al significante «inclasificable(s)», tal vez porque forma parte del título de uno de los libros de Jacques-Alain Miller y otros).

 

Sea como fuere, Lacan es hoy absolutamente clasificable, tanto como lo es Freud. Su enseñanza es bastante conocida, y no lo son menos las circunstancias en las que se desarrolló; se sabe la razón por la que fue expulsado de aquella institución internacional, y que creó otras, diferentes por poner el acento en la interrogación sobre el trabajo del psicoanalista fuera y dentro del consultorio, y, en fin, que tuvo un especial interés por la formalización del psicoanálisis y la formación de los psicoanalistas.

 

Quien pretende establecer una similitud entre la singularidad de Lacan y una característica semejante que el psicoanálisis descubre en los síntomas, debería estar seguro de que al hacerlo no complicará lo fácil hasta hacerlo irreconocible. Ubieto prescinde de toda explicación respecto a que lo inclasificable en psicoanálisis, en uno de sus sentidos fundamentales, concierne a lo singular.

 

El lector de la revista del COPC sin duda merecía poder leer que el síntoma es singular en la medida que se conforma en la historia siempre particular de una persona. En ocasiones como la que nos ocupa hay que subrayar que el psicoanálisis ha descubierto también que manifestaciones sintomáticas parecidas, al menos en la llamada presentación médica del síntoma, pueden estar determinadas por historias familiares muy diferentes, y que síntomas muy parecidos pueden pertenecer a distintas estructuras clínicas. Por esta razón la clínica psicoanalítica es del «caso por caso», ajena a la generalización en el tratamiento que se deriva de las nomenclaturas psiquiátricas del mencionado DSM. Se entiende que sea así porque la historia en la que se conforma el síntoma es singular por ser la historia, siempre irrepetible, de cada persona.

 

Díaz Massó, como se recordará, quiso «Hacer presente a Lacan» mediante el sinthome. Ubieto se propone una empresa más elevada, al menos porque para el mismo efecto presenta dos conceptos y una fórmula: el sujeto y la extimidad, y saber hacer con el síntoma, de Lacan. El sujeto y la subjetividad, dice, tienen que ver con el lenguaje. Así da por entendido la extraordinaria importancia de esta cuestión en el campo de la cura por la palabra que es el psicoanálisis.

 

No menos inaudito es escoger, para hacer transparente a Lacan, uno de los asuntos clínicos más escabrosos: la responsabilidad. Apunta Ubieto que el sujeto «…es responsable de sus dichos y de sus actos y su herencia genética no le exime de las decisiones que toma, no lo hace irresponsable (aquel que no puede responder)». Nada más cierto. Pero es así, también, como se intimida y desorienta a quienes se interesan por el psicoanálisis. Es decir, plantear de ese modo la cuestión puede hacer pensar a algunas personas que el psicoanálisis sigue de cerca las tesis de la psiconeuropedagogía. Otras personas pensarán que el psicoanálisis apenas se diferencia de las ideas de los teóricos de los traumas afectivos y de la catarsis como condición de la recuperación de la salud; principios análogos en muchos aspectos, a su vez, de los que sostienen los acólitos del neuropsicoanálisis, desde Karen Kaplan y Mark Solms pasando por Eric Kandel, Antonio Damasio, Joseph LeDoux y Jaak Panksepp, hasta Pierre Magistretti.

 

Estas ideas etiológicas siguen de cerca a la antigua «Teoría traumática…» de Freud. Pero se trata de una teoría que él mismo abandonó, como indiqué, por incompleta y aun errónea. Además, a Freud no se le ocurrió decir a sus pacientes, ni siquiera en esa primera época de su elaboración conceptual, que tuviesen en cuenta las consecuencias de sus conductas, y no lo hizo porque sabía que esa advertencia servía de poco contra el síntoma.

 

La «extimidad», como he apuntado, es el segundo concepto con el que Ubieto pretende mostrar al lector de la revista del COPC la aportación de Lacan al psicoanálisis. Afirma que es «…lo más íntimo que es irreconocible para el sujeto porque se sitúa en un espacio mental ajeno a su conciencia», y agrega, a modo de aclaración, que «Hace referencia a la parte de cada uno con la que nuestro yo no se identifica (“no me reconozco en ese acto o en ese dicho”) por parecernos extranjera y sin embargo resulta tan familiar por constituir el núcleo de nuestro ser». Introducir un término de apariencia extraña y complicada («extimidad»), siendo además una de sus primeras acepciones del inconsciente, no parece ni conveniente ni adecuado para el propósito que cabe suponer al autor. En este punto no hubiese estado de más establecer la diferencia del inconsciente freudiano respecto al de Lacan, aspecto que habría permitido al lector advertir la evolución de la teoría psicoanalítica.

 

Concluye Ubieto su particular modo de dilucidar a Lacan con una de las fórmulas del último periodo de su enseñanza: «saber hacer con el síntoma». Indica que se trata de «…saber hacer con ese empuje a la repetición de lo mismo, para inventar otras maneras alejadas de la compulsión y del aburrimiento, síntomas tan contemporáneos». El neurótico, e incluso quien no lo es, llama a nuestra puerta porque no sabe que hacer con la repetición, entendiendo por repetición el malestar que insiste, que se repite en el síntoma; pero decirle que tiene que saber hacer con el síntoma, con aquello de lo que se queja, puede sonar a broma de mal gusto. Puede ser entendido así porque el comentarista no explica de qué se trata en esa fórmula, hasta el extremo de no indicar siquiera que Lacan se aleja con ella de la ética de los bienes y, por lo mismo, del justo medio aristotélico.

 

Pero la claridad tampoco falta en esta ocasión, aunque no respecto a Lacan, que era la persona a la que se pretendía glosar en su efeméride. Lo que queda claro es la excelencia de «La reciente publicación en Francia de “Vida de Lacan”, obra de Jacques-Alain Miller… La creación en 1992 de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, impulsada por Jacques-Alain Miller…).»

 

Me permitirán una digresión que creo que no se aleja demasiado del asunto que me ocupa. ¿De qué habla Ubieto en El País («Por qué nuestra época se resiste a Freud». Domingo, 27 Noviembre 2011, al lado de un comentario a Un método peligroso, como es «El método de Cronenberg» de Pedro Valín), cuando afirma «…enterrar a Freud no deja de ser un síntoma del malestar en la cultura». Si se refiere a que algo no funciona en la cultura, en nuestra cultura, y que una prueba es el deseo de enterrar a Freud, la ocasión sin duda invitaba a decir que algunas personas desean gozar de la muerte, y que en ocasiones se trata del goce de la muerte del prójimo, por ejemplo, la de Freud. El psicoanálisis es contingente porque no es una religión, aunque algunas religiones finiquitan tal vez a causa de otras. Hoy la ciencia se impone cada vez más como la nueva religión, procurando la felicidad, y si los gobiernos no lo remedian, como aseguran algunos, incluso la inmortalidad. En fin, si Ubieto quería aclarar «Por qué nuestra época se resiste a Freud», o «Qué resulta incómodo para el pensamiento actual de la obra de Freud?, tal vez nada mejor, si se trataba de hacerlo conforme a nuestra época, que haber echado un vistazo a su alrededor. Tampoco tuvo en cuenta los trabajos de Gilles Lipovetsky, Perry Anderson, Guy Debord o Zygmunt Bauman. De haberlo hecho quizá se hubiera percatado de lo que cabe suponer que ha oído y aun comentado alguna vez, como es que el hastío y la desvergüenza es norma más que menos generalizada en la postmodernidad, y, por consiguiente, que al sujeto de nuestra época le trae sin cuidado la herida narcisista del descubrimiento freudiano a la que él se refiere, así como que a las personas de nuestros días no les inquieta que el Yo no sea amo en su propia casa, y, en fin, que no les asusta en modo alguno, contrariamente también a lo que él afirma, el descubrimiento de Freud. Si el descubrimiento del primer psicoanalista no preocupa en absoluto al sujeto postmoderno, tampoco ese sujeto, por consiguiente, tiene necesidad de rechazarlo. (Aunque algunos individuos, Michel Onfray sin ir más lejos, lo hacen con fines comerciales, entre otros). Nada distinto cabe decir respecto a la segunda razón del rechazo de Freud y del psicoanálisis que Ubieto indica «…algo que desdice la aspiración a la felicidad. Lo llamó pulsión de muerte…»

 

Convengo con quien me indica que procede aquí algo que dijo Lacan: «Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época.»

 

Tiempos convulsos para el psicoanálisis, ciertamente, tanto al menos como los de la época en que Lacan escribió esa máxima en «Función y campo de la palabra y del lenguaje en Psicoanálisis», 1953. La primera escisión francesa se produjo ese año, lo que determinó la creación de un nuevo instituto de psicoanálisis. De ahí la frase contundente de Lacan, que recordarla, se me antoja, nada garantiza, al menos respecto a la mencionada responsabilidad. 

 

«Lacan un homenot de la civilització»

Así ve a Lacan el «Psicòleg Clínic y psicoanalista» Francesc Vilà, quien cierra la lista de sus glosadores en la revista del COPC.

¿Pero qué es un homenot? Que Vilà no considere pertinente definir esa palabra catalana, me obliga a indicar que el escritor Josep Pla (1897-1981) la propuso para personas de carácter especial y de marcado carisma. Él mismo escribió sobre muchas de ellas entre los años 1958 y 1962 (Editorial Selecta), y entre 1969-74, como dan a leer sus Obras Completas definitivas (Editorial Destino). Se trata de escritores, políticos, artistas y científicos, aunque no quedan al margen otros personajes, desde Carner a Coll i Rigau pasando por Maillol i Fuster, Coromines, Prat de la Riba, Pompeu Fabra, Joaquim Ruyra, el doctor Ramon Turró, el arquitecto Gaudí y el pintor Isidre Nonell, hasta Blasco Ibáñez; y algunos que pertenecieron al noucentisme, como Eugeni d'Ors, Jaume Bofill i Mates, Carles Riba, Francesc d'A. Galí, Joan Crexells o Joan Estelrich.

 

Francesc Vilà dice que Josep Pla «va estar genial creant la figura de l’Homenot» (Josep Pla estuvo genial creando la figura de l’Homenot. En lo sucesivo traduzco el catalán de este comentarista, que es particular por lo que tiene de incorrecto, al español), y con el mismo carácter «…on l’escenari cultural i intel·lectual viu una moguda constant…», (…donde el escenario cultural y intelectual vive una movida constante…).

 

Las consideraciones a las que se presta el trabajo de este comentarista no son tanto respecto a su modo de presentar a Lacan, que también, pues de manera especial obedecen al deseo de no contribuir a un inmerecido agravio a la lengua catalana. Expresiones incorrectas no faltan en su trabajo. Por citar algunas, «L’Homenot ressembla homes i dones…», (L’Homenot se parece (a) hombres y mujeres…). Además, el verbo es utilizado con un significado que no le corresponde. Quizá Vilà lo utiliza erróneamente en el sentido de “hacer referencia, describir…”, pero no lo puedo asegurar. En los diccionarios de lengua catalana aparece como sinónimo de “parecerse”, y, por otra parte, es intransitivo, o sea, justo lo contrario de como está escrito. A la frase le falta, por lo tanto, la preposición “a”. En cuanto a «…Lacan a el Seminari…», tendría que decir “…Lacan al Seminari…”; y «Mentre Europa es sotraga…», (Mientras Europa se agita…), se aconseja escribir “se sotraga” no “es sotraga”. «L’anàlisi lacanià», (El anàlisis lacaniano), en catalán es «anàlisi lacaniana» porque es femenino en este idioma. Desconozco, por último, la razón del uso de las mayúsculas, por ejemplo, «Ciència… Tècnica», (Ciencia, Tècnica). Finalmente, Vilà parece que desconoce que «desprès» no se escribe con acento abierto, pues es con acento cerrado (després).

Destacable es que este «Psicòleg Clínic y psicoanalista» vea en Lacan «L’Homenot del País de la Psicoanàlisi». Mas no es lo peor que la frase suene a Alícia en el país de les maravillas, sino afirmar que Lacan «Posa potes enlaire la doctrina i la formació psicoanalítica desprès de Freud», (Pone patas arriba la doctrina y la formación psicoanalítica después de Freud). ¿Pero qué doctrina, qué formación pone Lacan patas arriba? Conocido es que el minimalismo en la aclaración y la adjetivación son comunes en el discurso de los demagogos. Francesc Vilà está sin duda lejos de serlo, pero las negligencias, por razones conocidas, mejor evitarlas.

 

Por otra parte, la aportación de Lacan al psicoanálisis no se agota en «…la formació psicoanalítica desprès de Freud… (y respecto) de la Civilització», (…la formación psicoanalítica después de Freud…y respecto de la Civilización). Sin entrar en detalles, Lacan incide de manera singular en tres ámbitos: en la clínica y, por ende, en la práctica; en la formación del psicoanalista y en el marco institucional; y con ideas muy interesantes, siguiendo también en esto el camino abierto por Freud, sobre la sociedad y la cultura. ¿Y si Vilà lo sabe, como creo que tendría que saberlo, por qué no lo dice!

 

El artículo está dedicado al segundo aspecto. Quizá sea así porque Vilà entiende que «…potser no és tant conegut como Homenot de la Civilització». (…quizás no es tan conocido como Homenot de la Civilización». El estilo, decía el poeta, hace al hombre, sin duda también al escritor. Suena extremadamente mal porque se escribe peor que «…un pensador mort ara fa trenta anys és d’allò més impactant per entendre el curs de la civilització», (…un pensador muerto ahora hace trenta años es de lo más impactante para entender el curso de la civilización).

 

Recuerda Vilà que ya en 1968 Lacan había dicho que el paso de la modernidad a la postmodernidad daría lugar a «…mentalitats sotmeses a amos molt exigents emboscats a la aletosfera de les…», (…mentalidades sometidas a amos muy exigentes emboscados en la aletosfera…). En ocasiones parecidas no está de más definir los conceptos, por ejemplo, «aletosfera». Lacan no precisa padrinos que digan por él «…que el Discurs de la Ciència arrabassa el protagonisme a la Moral i que això fa que els homes savis, els intel·lectuals, entre d’altres, perdin protagonisme». (Dice que el Discurso de la Ciencia arrebata el protagonismo a la Moral y que esto hace que los hombres sabios, los intelectuales, entre otros, pierdan protagonismo). Otros intelectuales han apuntado cosas de esa índole. Pero no es menos cierto que ninguno de ellos ha formulado el pseudo discurso capitalista y, por consiguiente, algunos no han podido advertir que ese discurso es la variante actual del discurso del amo, discurso que el mismo Lacan presentó en el Seminario XVII, El reverso del psicoanálisis, 1969-70.

Hubiese sido suficiente con indicar que el lugar vacante de los antiguos fetiches lo ocupan hoy los objetos de las nuevas tecnologías, los gadgets y letosas, según Lacan, como el móvil, iPhones, el ordenador e Internet, las redes sociales, el iPad, tablets, etc., etc. Tales son los nuevos antidepresivos en la época, paradójicamente, del Prozac. Y cabe ver en ellos las nuevas figuras de sometimiento social de un mundo globalizado, según la expresión de Rosalía Winocur. Por qué obviar que esos y otros objetos, nuevos y auténticos ansiolíticos del hombre hipermoderno, generan una falta de amor entendida como distensión y aun disolución de los lazos sociales. La caída de los grandes metarrelatos, ya sean algunas de las religiones del Libro y el Muro de Berlín, han dejado la esperanza del lado de una nueva religión, la ciencia. A estos acontecimientos del capitalismo tardío habría que añadir que la declinación de la Función del Padre en la estructura familiar da lugar al paso al acto de la criminalidad, así como a las patologías del goce absoluto e inmediato, no menos que a las denominadas del vacío por estar el sujeto postmoderno demasiado lleno, en no pocas ocasiones, de hastío y desengaño y decepción y…

Siendo cierto que hoy «…es demana ajut no tant per combatre l’angoixa, la inhibició o els símptomes si no per domesticar comportaments», (…se pide ayuda no tanto para combatir la angustia, la inhibición o los síntomas si no para domesticar comportamientos), nada dice a favor del psicoanálisis quien afirma que «L’individu hipermodern descobreix la impotència de la veritat per fer net», (El individuo hipermoderno descubre la impotencia de la verdad para librarse de algo).

Para concluir:

Solamente me resta agregar mi convencimiento de que el sujeto de nuestra época, tanto más los interesados en la herencia de Freud, en la enseñanza de Lacan, en el psicoanálisis, y, por supuesto, en la cultura en cualquiera de sus múltiples facetas, agradecerían que en adelante los psicoanalistas demostrasen que su oficio no es sin respeto al lector, así como que no han olvidado el amor que la lengua merece, más incluso por ser la condición primera y fundamental para que la singular clínica que se inaugura con Freud, y que Lacan actualiza en la dimensión que nos tienen acostumbrados las auténticas disciplinas científicas, siga existiendo. 

 

Girona – Madrid, noviembre/diciembre de 2011

José Miguel Pueyo