James Blair y Joshua Buckholtz. Del liviano saber de las neurociencias al horror de la criminalidad por sentimiento inconsciente de culpa

«El asesino es excepción: llegar a matar es muy difícil». Esta es una de las ideas que, no sin renovada sorpresa, leo en la entrevista del periodista Víctor-M. Amela al neurocientífico James Blair. («La Contra» de La Vanguardia. 08/12/2012).

 

Otro destacado neurocientífico, Joshua Buckholtz, director del laboratorio de Neurociencia y Psicopatología de la Universidad de Harvard, en la entrevista que concedió a Lluís Amiguet para el mismo periódico (22/12/2012), tras indicar que «la neurociencia aún es inaplicable a la justicia», aseguraba que «ejercitar la memoria planificadora mejora el autocontrol.»

 

A nadie se le escapa lo evidente de la afirmación de James Blair («al hombre no le es fácil matar a un congénere»), mientras que la consideración del joven de 35 años Joshua Buckholtz («la memoria planificadora mejora el autocontrol») invita a diferentes aclaraciones.

 

¿Qué es la memoria planificadora? Buckholtz dice que es «una especie de meditación de contacto permanente con nuestros objetivos: tener presencia de tu programa mental y visualizar a menudo etapas y el éxito ─la gratificación─ final de esos planes». En esta idea cognitivo conductual resuena el antiguo bloc de notas, los buenos propósitos para el Año Nuevo, el arte de la prudencia de toda la vida, así como el más moderno coaching empresarial. Buckholtz no se queda ahí. Asegura que la memoria planificadora mejora el autocontrol general y de manera especial los impulsos violentos y viscerales, pero elude cuánto los mejora y tampoco explica en qué casos se da la mejoría. Trucos discursivos como los del joven Buckholtz no les pasan inadvertidos a las personas más desprevenidas. Y lo que tampoco pasa a nadie por alto, más aún porque él mismo lo explica, es que su «laboratorio de Neurociencia de Sistemas de Psicopatología (SNPlab), de Harvard, investiga cómo imponemos nuestra voluntad a nuestro instinto». A esta desmedida confianza en la razón, habría que añadir que quien se pretenda, ya no como digo científico, sino simplemente riguroso en relación al tema de la criminalidad, se cuidará de emplear la palabra «instinto» (instinct, en inglés) para referirse al ser humano. Todo indica que Buckholtz desconoce que los seres humanos, a diferencia de los animales, lejos de tener instintos tenemos pulsiones (drive, en inglés). Por eso, aunque no sólo por eso, los humanos somos animales sumamente peculiares.

Nada más ajeno a mi intención que demorarme en disputas conceptuales. Sin embargo, James Blair y Joshua Buckholtz merecen un análisis de su pensamiento, entre otras cosas y aun fundamentalmente, por ser un ejemplo paradigmático de lo que acontece en un sector no menor de las neurociencias, y también porque sus extravíos en el asunto que pretenden saber pueden inducir a graves errores en sus lectores. Al no haber diferenciado el instinto de la pulsión alguien podría equiparar al hombre con los otros animales, por ejemplo. Pero ¿qué ven estos neurocientíficos en el ser humano, y qué procedimientos preventivos y terapéuticos se derivan de su percepción? Sin duda desean hablar del ser humano, mas no lo consiguen. ¿De qué hablan entonces? De un ser ajeno al inconsciente y, por consiguiente, el objeto de sus investigaciones es el sujeto humano reducido a la conciencia, a los genes y a los neurotransmisores. En realidad, estos científicos no dudan a la hora de inscribir al hombre en el campo de la etología y, por consiguiente, ven en el ser humano al ente que se reconoce entre los ideales de filósofos de la talla de Descartes (1596-1650), Leibniz (1646-1716) o Hegel (1770-1831): un sujeto sin pulsión y que tiene como único lenguaje el de las abejas. 

Siguiendo las investigaciones, por otra parte legítimas, de Charles Bell (1774-1842), Johannes Müller (1801-1858), Paul Broca (1824-1880), Walter B. Cannon (1871-1945), Carl Wernicke (1884-1905) y Kart S. Lashley (1890-1958), entre otros eminentes neurofisiólogos y anatomistas, no nos sorprendería que Blair y Buckholtz creyeran que la criminalidad y en general que todas «las enfermedades mentales lo son del cerebro», emulando así al psiquiatra alemán Wilhelm Griesinger (1817-1868) y, por lo mismo, que la psicología y el psicoanálisis sólo pueden pertenecer al ámbito de las ciencias si hacen de las bases neurofisiológicas del comportamiento humano su fundamento epistemológico. Pero de lo que no hay duda es de que en su defensa de la ciencia, estos neurocientíficos no subrayan como se merece algo esencial en el asunto que tratan, como es la diferencia entre los trastornos psíquicos por causas biológicas (ludopatías metabólicas, alteraciones mentales por embolia grasa, psicosis tóxicas o tumorales, bulimias y anorexias endocrinas, etc., etc.,) y los que carecen de ellas. Contrariamente a ese extravío clínico, Griesinger, pese a ser el promotor de la corriente organicista de la psiquiatría, otorgaba a los conflictos internos y a la represión (Verdrängung) de deseos, ideas y sentimientos un papel etiológico preponderante en las afecciones mentales, nociones que este psiquiatra asumió de un compatriota suyo no menos célebre que él, el filósofo, psicólogo y pedagogo asociacionista Johann Friedrich Herbart (1776-1841), y cuya veracidad iba a demostrar Sigmund Freud (1856-1939) en la clínica. Otro de los aspectos de lo humano que les pasa por alto es que las afecciones mentales se manifiestan habitualmente en la conducta, pero no por eso son trastornos de la conducta. El sujeto del inconsciente queda, de tan limitado pensamiento, radicalmente excluido.

 

¿Qué podemos esperar entonces de estos neurocientíficos? Debemos colegir que mientras llega el día en que algún laboratorio, como el de Sistemas de Psicopatología (SNPlab), que dirige Buckholtz, descubra un fármaco, una técnica quirúrgica o algún procedimiento de estimulación profunda cerebral idóneos, la solución que proponen para combatir la criminalidad no es otra que el autocontrol del instinto agresivo, como diría Buckholtz. Siempre obra imaginarse un hallazgo contra enfermedades tan lesivas como el parkinson, el alzhéimer, la epilepsia o la esclerosis múltiple. (Cosas más inopinadas se han visto en el campo de la investigación). Pero por ahora, el saber que aportan para «imponer nuestra voluntad a nuestro instinto» constituye un grave atentado contra la epistemología, además de ser un procedimiento ineficaz. Al final todo se reduce a una leyenda conocida: ejercicios cognitivos, algún que otro fármaco, y tal vez algo que preconizan otros neurocientíficos, como es la estimulación profunda cerebral. Y porque no todo obedece al azar, quizá habría que preguntarse el papel que representa en ese revival biologicista y cognitivo conductual la ideología del lobby farmacéutico, el segundo en el mundo después del negocio de las armas. (Dejo para otros esa relación, y de ser cierta diabólica donde las haya, entre esas dos empresas).

Las ideas de James Blair y Joshua Buckholtz sobre la criminalidad están ciertamente más cerca de la ciencia de los etólogos (comportamiento animal) que de la ciencia de la subjetividad (o sea, del sujeto humano y, por lo mismo, hablante y pulsional). También por esta extraviada perspectiva el delicado y complejo asunto del que pretende saber reclama respuestas pertinentes a cuestiones como ¿qué factores influyen en el acto criminal?, ¿cómo determinar la responsabilidad del criminal?, ¿qué sabemos de la condición humana y su relación con el delito?, ¿en razón de qué el acto de matar puede convertirse en un acto legal?, ¿por qué la fascinación por el criminal queda para el cine, las novelas y los videojuegos, mientras que el criminal es objeto de repulsa y en ocasiones de desecho sin posibilidad de reinserción social?, ¿en qué medida el psicoanálisis es una herramienta preventiva y terapéutica de los actos delictivos?, o ¿por qué el joven norteamericano Adam Lanza pudo matar a veinte niños y siete adultos, una de ellas su propia madre? Ha sido este luctuoso y espantoso acontecimiento, el que me ha decidido a presentar a estos dos neurocientíficos, con más motivos porque en las entrevistas mencionadas se refieren a algunas de esas cuestiones.

 

Blair responde a las preguntas del periodista Víctor-M. Amela desde la neuroética, desde el saber de una especialidad de la neurología que, pese a ser muy joven, él mismo asegura «que tiene mucho que aportar a la sociabilidad, la responsabilidad y la prevención de los crímenes, así como al enfoque jurídico de faltas, delitos y penas». Quién pues mejor que este científico para aportar luz a esas cuestiones, más aun porque trabaja en el Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos, y porque es un reputado experto en las bases neuronales de la psicopatía, sobre todo en jóvenes con trastornos de personalidad. No deja de resultar chocante, empero, que creyera que los lectores de La Vanguardia debían saber que un imperativo legal le impedía desvelar su ideología política y sus creencias. Qué le vamos a hacer, las cosas deben ser así para los que trabajan en ese instituto de salud mental. Sea como fuere, este investigador londinense de 46 años, que vive actualmente en Washington, debió entender que su circunspección era algo decisivo para sus investigaciones.

Fue en la Fundación CosmoCaixa, en Barcelona, donde Blair y Buckholtz, junto con otros prestigiosos especialistas en neuroética y disciplinas afines, debatieron (el lunes 12, y el martes 13 de noviembre de 2012. Sesiones científicas: Neuroethics: from Lab to Law. A Scientific scrutiny of Sociability, Responsibility and Criminality. Simposio Neuroética: Descifrando las raíces del bien y del mal) sobre esas cuestiones; pero confieso que eché en falta alguna demostración más afín al tema de la convocatoria y, en lo que se dijo, demostraciones que fueran más allá de lo conocido y superado. El lema del simposio no por curioso denuncia menos los fundamentos epistemológicos de las neurociencias: «Neuroética: del laboratorio a la ley». Blair, entrevistado por Víctor-M. Amela por ser uno de los convidados destacados del simposio, tras definir al psicópata, presenta las causas de la criminalidad, y los caminos para construir personas más serenas y empáticas, por consiguiente, mejor protegidas contra los comportamientos psicopáticos que tanto temor y dolor ocasionan en la sociedad contemporánea; mientras que Buckholtz, en la entrevista de Lluís Amiguet, aborda esas cuestiones desde su particular modo de entender las neurociencias. 

El criminal, ¿nace o se hace? Esta es la primera pregunta que Víctor-M. Amela formuló a James Blair (en lo sucesivo J.B:).

 

J.B: Si padeciste maltrato o falta de atención en la niñez o abusos, crecen tus probabilidades de incurrir, de adulto, en alguna conducta criminal.

[Comentario de José Miguel Pueyo (en lo sucesivo J.M.P). No será esta la única ocasión en la que Blair trate las cuestiones que le plantean desde la narrativa emocional y el empirismo.

 

La afirmación «Si padeciste maltrato o falta de atención en la niñez o abusos, crecen tus probabilidades de incurrir, de adulto, en alguna conducta criminal», deja abierta todas las posibilidades respecto a las causas que llevan a una persona a cometer un acto criminal. Sin embargo, se engañaría quien pensara que en esa afirmación se pone el acento en lo socioambiental en detrimento de otros factores causales, como serían los genéticos, los metabólicos o los neurológicos.

 

El segundo aspecto reseñable de esa afirmación es que puede ser cierta, o como él mismo dice, «puede ser así». Pero nada más.

 

En asuntos de esta naturaleza no hubiese estado de más que estos neurocientíficos explicaran qué hay que entender por conducta criminal, pues al margen de las fundamentales motivaciones inconscientes de la misma, se encuentra la amplitud del concepto, dado que engloba desde la delincuencia ordinaria, las conductas incívicas y los ultrajes públicos al pudor, hasta el serial killer o matanzas en serie, pasando por el latrocinio, la prevaricación, el abuso de poder, las grandes perversiones (necrofilia, pedofilia, por ejemplo) así como los actos incendiarios y violentos.]

 

¿En qué medida?

J.B: No está claro. Interactúan factores genéticos y relacionales. 

 

[J.M.P.A los factores socioculturales («relacionales») de la criminalidad, Blair añade, como vemos, una hipótesis genética; y subraya que «no está claro» en qué medida interactúan los dos factores causales, el genético y el relacional, en el acto criminal.

 

El rigor epistemológico no ha exigido a este neurocientífico, al menos hasta aquí, presentar pruebas creíbles sobre las alteraciones genéticas en el individuo criminal. (Pero podemos esperar que nos sorprenda; mientras tanto retenemos su inadecuada equiparación de las causas «relacionales» con los factores socioculturales.)

 

Nadie puede dudar de la incidencia de los factores neurofisiológicos en el comportamiento. El error es creer que la genética y las alteraciones neurofisiológicas son las causas fundamentales de todas las afecciones psíquicas y, por ende, de la criminalidad. Este extravío epistemológico está a la altura del delirio de Franz Joseph Gall (1758-1828). Este célebre anatomista y fisiólogo alemán imaginaba que las funciones mentales residían en áreas específicas del cerebro, idea que no es del todo errónea. No obstante, Gall se extralimitó al pensar que las funciones cerebrales producían una presión en el hueso del cráneo hasta el extremo que lo deformaban, y que la superficie del cráneo, por ese motivo, reflejaba el desarrollo de las cualidades y habilidades de las personas. Como suele ocurrir en casos semejantes, Gall aplicó su delirio fisiopatognomónico a la práctica clínica. Prueba de ello es su recomendación de presionar una zona determinada del cráneo hasta que la persona se tornase bondadosa, honrada, espiritual o hábil para una determinada actividad, y precisaba que la conversión duraba mientras existía la presión en la zona correspondiente a la disposición. Este neuromito, que responde al nombre de Frenología, se le ocurrió a este célebre médico alemán cuando advirtió las peculiares cabezas de algunos de los criminales que estaban sentenciados a muerte. (El factor desencadenante de este delirio científico es semejante al de los delirios que escuchamos en la consulta, pero también de los que podemos leer en muchas de las páginas que conforman la cultura).

 

Mientras Gall veía representadas en la forma del cráneo las causas de la criminalidad, (el wurgsinn era el órgano del asesinato y el deseo de matar, ubicado, según él, en la zona inmediatamente encima y por detrás de la oreja); el médico, alienista y criminólogo italiano Cesare Lombroso (1835-1909), representante del positivismo criminológico (Nuova Scuola), afirmaba que los criminales lo eran por causas innatas y genéticas, y que su deseo de matar estaba inscrito en rasgos físicos o fisonómicos, como asimetrías craneales, formas de la mandíbula, frente hundida, orejas desarrolladas, abultamiento del occipucio o arcos superciliares. No obstante, y en esta ocasión a semejanza de los postmodernos neurocientíficos Blair y Buckholtz, el director del Manicomio de Pessaro y catedrático de Medicina Legal en la Universidad de Turín, reconocía factores causales exógenos o desencadenantes en la conducta criminal, como el clima, la orografía, la densidad de población, la educación recibida, la alimentación, el alcoholismo, la posición económica e incluso la religión.

¿Está investigándolos?

J.B: Estudio grupos de psicópatas para determinar esos factores.

[J.M.P. Aunque Blair asegura que en la criminalidad «interactúan factores genéticos y relacionales», mucho me temo que el porcentaje de estos dos factores no será el que espera la objetividad. Se me antoja que los datos de Blair estarán condicionados por lo que le deja ver la neuroética; por lo mismo, la demostración de los factores causales en cada caso concreto puede quedar teñida de una arbitraria generalización. (En los dos casos, como veremos, no es de otro modo).

 

En la entrevista mencionada, Buckholtz asegura que «…el cerebro de cada uno de nosotros es diferente y único…». ¡Es que acaso podría ser de otra manera! Estando así las cosas, no es raro que este científico recurra a la manida consideración de que «la ciencia, a partir de promedios en resultados de experimentos individuales, infiere resultados de validez para toda la especie.»]

 

¿En qué consiste ser psicópata?

J.B: El psicópata no tiene empatía alguna ante las emociones de los demás. El sufrimiento ajeno no le afecta, no lo siente.

 

[J.M.P. Víctor-M. Amela pregunta a Blair ¿En qué consiste ser psicópata?, no ¿cuáles son los rasgos de un psicópata? El neurocientífico sólo puede dar una definición descriptiva, en esta ocasión conformada por dos características relacionadas de esos individuos (ausencia de empatía ante las emociones de los demás, y no afectarles el sufrimiento ajeno), circunstancia que ejemplifica los límites del parámetro conductual.

 

Del hecho de que las afecciones mentales se manifiestan habitualmente en la conducta, no se puede inferir que sean trastornos de la conducta. Por otra parte, sólo alguien ajeno a la clínica del criminal podría afirmar que esos inquietantes individuos no tienen instancia crítica, lo que se ha dado en llamar conciencia moral. Al contrario, el criminal puede serlo, y así ocurre frecuentemente, por tener una instancia crítica demasiado severa. Se trata de una instancia psíquica que, como si fuera un juez interno, le recuerda que debe pagar por un delito, un delito que pese a ser sólo in mente no por eso su fuerza es menor.]

 

A veces querría no sentir ni padecer.

J.B: No es una ventaja.

 

¿Seguro?

J.B: Viviría más tranquilo...

 

[J.M.P. Es obvio que no sentir, en el ámbito del sufrimiento, es un deseo compartido.]

 

¿No es ventajoso ser psicópata?

J.B: La naturaleza prueba, pero una humanidad con mayoría de psicópatas no sería viable.

 

[J.M.P. Nadie puede dudar de que «una humanidad con mayoría de psicópatas no sería viable.»

 

¿Por qué no?

J.B: Tomaría decisiones impetuosas, impulsivas, poco reflexivas: equivocadas, al cabo. A medio y largo plazo, eso se paga.

 

¿Me equivocaría más de lo que ya me equivoco?

J.B: Si en esta mesa viera 100 millones de euros, ¿los cogería?

 

Hum...

J.B: Lo estimaría, ¡seguro! Los cogería o no, pero lo sopesaría...

 

Supongo que sí.

J.B: Y si para llevárselos tuviese que golpearme, ¿me golpearía?

 

No.

J.B: ¿Verdad que no? ¿Y si fuese más dinero? No, no creo que me golpease... O sea, no es usted un psicópata: empatiza con mi dolor y mi desgracia. Y se evita problemas.

[J.M.P. Estoy convencido de que Blair oye, pero no tanto de que escuche, y como intentaré demostrar, la clínica y la lógica no son su fuerte. Golpear a una persona no define, al menos por sí solo, al psicópata; y si la oportunidad hace al ladrón, como dice el proverbio, el ladrón no tiene que ser forzosamente un psicópata, podría ser un delincuente y, como se sabe, no todos los delincuentes son psicópatas.

 

Todo indica que algunas de sus consideraciones responden a su inclinación ante la clínica de las nomenclaturas psiquiátricas que nos llegan de ultramar. Me refiero a la clínica de la colección de síntomas médicos que conforman el DSM V, Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. Se trata de una clínica basada en principios descriptivos y estadísticos, y por tales motivos superada por los descubrimientos psicoanalíticos sobre la estructura subjetiva y su tratamiento. Baste recordar que la ciencia de la subjetividad que es el psicoanálisis descubre que en la historia realmente vivida o imaginada por una persona se encuentra la causa de los síntomas, la razón también de sus pesares; y que toda clasificación de los llamados trastornos psíquicos, de la personalidad y el carácter, desde las nomenclaturas norteamericanas hasta el ingenuo enagrama, pasando por las más exóticas de los movimientos espirituales, proporcionan una identidad imaginaria, identidad que juega en contra de la curación. Contra el sentido de las clasificaciones, tan imaginario como perturbador, la clínica psicoanalítica muestra lo que goza de una persona cuando esa persona cree que es ella la que goza de un objeto o de una situación.

 

La asunción de las nomenclaturas psiquiátricas se ve empeorada por la asunción del cognitivismo conductual. Cuando Blair afirma «[así la persona] se evita problemas» está recomendando uno de los principios de ese modelo psicológico, principio que podría formularse como sigue: Ten presente los resultados que pueden tener tus acciones, de ese modo no cometerás actos de los que luego puedas arrepentirte.

 

Una de las limitaciones de ese consejo cognitivo conductual es ser operativo sólo en las personas que no lo necesitan. Si funciona es porque el superyó, el heredero de las prohibiciones de los deseos del complejo de Edipo (interdicción del incesto y prohibición del primitivo gusto de matar, ya sea en el canibalismo o en las más sofisticadas formas postmodernas), previene a algunas personas de las impulsiones y/o porque son muy sugestionables. Todo hace pensar que estos neurocientíficos pertenecen al grupo de clínicos que desconocen que el superyó es una instancia psíquica de dos caras. Al lado de la cara de la interdicción, la cual es un dique para las pulsiones agresivas e incestuosos, se encuentra la terrible faz que demanda imperativamente ¡Goza, goza, nadie tiene derecho a poner trabas a tus deseos, no renuncies…! Es esta cara lasciva y vehemente del superyó, manifestación directa del anhelo trasgresor de la pulsión de muerte, la que se ríe del positivo y más que cándido consejo cognitivo conductual.

 

La ética aconseja advertir que quien asume la recomendación cognitivo conductual está asumiendo la ideología del terapeuta. No se trata ahí sino de una extraviada idea sobre la naturaleza humana, de la formación de los síntomas y del modo de disolverlos. Y es que a semejanza de las ideologías clásicas, las técnicas que proponen algunos terapeutas tienen como única función reprimir el síntoma. ¿Qué limitación tiene esa operación? Entre otras que la represión nada puede contra el síntoma: la ley de lo reprimido muestra que lo que se reprime retorna, o más exactamente, reaparece desfigurado, transformado en otro síntoma, diferente, en suma, al que se reprimió.

 

La disolución de los síntomas y liberarse de los significantes amos-familiares que rigen y atormentan la vida de muchas personas, requiere un procedimiento en todo diferente al que proponen los partidarios de la psicología cognitivo conductual. Aludo a un procedimiento que no es sin la ética y que define al deseo del psicoanalista, el psicoanálisis, que por ser el envés del discurso del amo, no contempla en su acción la sugestión, la impostura y menos aún el engaño.

 

¿Tras cada fortuna hay un crimen?

J.B: Nadie está blindado ante el crimen. ¡Pero es muy difícil que lleguemos a matar a un congénere! El asesino es excepción. Y por eso seguimos aquí como especie.

[J.M.P. Blair debería entender que a algunas personas nos interesa conocer las razones que le asisten para afirmar que «Nadie está blindado ante el crimen», y por qué entiende que «El asesino es excepción». (Quizá nos tenga reservadas las respuestas adecuadas para más adelante).

 

La pregunta de Víctor-M. Amela«¿Tras cada fortuna hay un crimen?» podría referirse a la fortuna económica, a la social, pero tal vez el periodista estaba pensando en la más grande de todas: la fortuna de no tener secuestrada la voluntad en los significantes amos o designios de nuestros mayores y/o en los deseos del complejo de Edipo.

 

Sea como fuere, la idea de que «Nadie está blindado ante el crimen» puede hacer pensar en la fábula atribuida a Esopo (s. VI a.C) La rana y el escorpión. Como nos recuerda un día sí y otro también la televisión, la radio y la prensa, muchas personas no han podido transformar los deseos agresivos e incestuosos que descubrió Freud en el complejo de Edipo; circunstancia que intuyó el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) como se advierte en su sentencia «El hombre es un lobo para el hombre», recogida en esa pequeña joya de filosofía política que es el Leviatán, 1651. La fábula dice: Había una vez una rana sentada plácidamente en la orilla de un río, cuando se le acercó un escorpión, que le dijo, «Amiga rana, quiero cruzar el río. ¿Podrías llevarme en tu espalda?» La rana, sin pensárselo dos veces, le contestó, «De ninguna manera. Si te llevo en mi espalda, me picarás y me matarás». El escorpión le dijo, «No seas tonta, si te picase, me hundiría contigo y me ahogaría». Ante tan aguda y zalamera reflexión, la rana accedió. El escorpión se colocó en la espalda de la rana y empezaron a cruzar el río. Pero cuando habían llegado a la mitad del trayecto, el escorpión, de súbito, picó a la rana. La rana, al sentir el picotazo y darse cuenta de que iba a morir, le preguntó extrañada al escorpión, «¿Por qué me has picado? ¿No comprendes que tú también vas a morir?» El escorpión le respondió, «Lo siento en el alma querida rana, pero es mi naturaleza.»

 

La condición humana tiene poco que envidiar a la naturaleza del escorpión. Sin embargo, estamos lejos de la inexorable determinación instintiva del repulsivo y funesto arácnido.

 

A menos que nos veamos sometidos a una fuerte amenaza.

 

J.B: Exacto. El riesgo es la hipersensibilidad ante la amenaza. Y eso puede ser propiciado por malas experiencias en la infancia, o bajo los efectos de drogas, alcohol...

[J.M.P: Pese a que nadie está blindado ante el crimen, la dificultad de matar a un congénere obedece, de creer a Blair, a factores neurofisiológicos, genéticos y socioambientales, y esos mismos factores pueden llevar a una persona a cometer un crimen. El disparador del acto criminal, añade, es la hipersensibilidad ante la amenaza, hipersensibilidad que se ve incrementa con las drogas y el alcohol.

 

Lo cierto es que más allá de su repercusión en asuntos judiciales, la hipersensibilidad apenas merece ser recordada, a no ser, claro está, que no se tenga otro argumento etiológico mejor que el genético, el neurofisiológico y el empirismo de las malas experiencias en la infancia.]

 

¿Reside la bondad en el cerebro?

J.B: Lo hemos estudiado poco. Sabemos que podemos sentir placer con el placer del otro, un disfrute de la felicidad de los otros.

 

[J.M.P: No entendemos por qué piensa Blair que ignoramos que «podemos sentir placer con el placer del otro, un disfrute de la felicidad de los otros.»

 

Por otra parte, quizá en la neurofisiología del placer Blair estará conmigo, al menos respecto a algunas de las funciones de las llamadas hormonas de la felicidad, las endorfinas. Como es conocido, estos péptidos endógenos funcionan como neurotransmisores, y son producidos por la glándula pituitaria y el hipotálamo durante el ejercicio y los estados mentales relajados y receptivos (estado Alfa); mientras que los estados Beta, propios del estrés, disminuyen su secreción, y si la disminución es absoluta se puede llegar a no sentir placer por nada. Las endorfinas tienen pues efectos parecido a los analgésicos derivados del opio, ya que inhiben las señales electrofisiológicas de las fibras nerviosas que transmiten el dolor y, por otra parte, producen sensación de placer, relajación e incluso euforia. En realidad, el bienestar y relajación que algunas personas dicen experimentar con el ejercicio físico, al acariciar un animal de compañía o con masajes suaves, no menos que al degustar chocolate y comidas picantes, al practicar técnicas de relajación, como el budismo zen, o incluso al reírse, como aconsejan los terapeutas de la risoterapia, obedecen en muchas ocasiones al aumento de las endorfinas, aunque los expertos de esas técnicas los atribuyen a otros factores más imaginarios. Cabe resaltar que las endorfinas producen efectos placenteros rápidos, a semejanza de los de la sugestión, pero de corta duración. Más lamentable es que algunas personas queden atrapadas en técnicas terapéuticas que tienen en la producción de endorfinas su único fundamento teórico, pues con ello no hacen sino hipotecar su desarrollo intelectual, crítico y aun afectivo.]

¿Pueden intervenir vectores culturales?

J.B: Lo cultural pesa en la determinación de la víctima, de quién es o no de los nuestros.

 

[J.M.P: Los actos criminales por cuestiones de raza, ideología o religión son tan conocidos como que el asunto de moros y cristianos en nuestro país, salvo lamentables excepciones, lo recreamos alegre y pacíficamente en las fiestas populares.]

 

Una persona muy culta ¿tiene menos probabilidades de ser asesino?

J.B: No, porque son los resortes emocionales, y no los intelectuales, los que te blindan.

 

[J.M.P: Así es. Pero sólo una desmedida fe en el yo puede explicar que estos científicos confíen en el periclitado e ideológico procedimiento cognitivo conductual.]

 

¿Inteligencia y bondad van de la mano?

J.B: No sé, a menos que veamos en la bondad un modo de inteligencia interpersonal, social.

 

¿Los pobres delinquen más?

J.B: Padecen más factores de riesgo.

[J.M.P: Quizá los pobres «padecen más factores de riesgo», y son, por lo mismo, más proclives al delito. Pero si de algo no hay duda es de que padecen más hambre, más frío, que se los lleva una enfermedad que remitiría en condiciones tan sólo un poco favorables, que su situación socioeconómica los engancha a las drogas y que éstas los conducen a los actos delictivos, etc., etc. El perfil del criminal, como todo, cambia con la época; y es conocido que la criminalidad depende del barrio y de otros factores que frecuentemente se omiten.]

 

¿Puede dar placer el dolor ajeno?

J.B: No es el perfil del psicópata, indiferente a ese sufrimiento. Pero hay perfiles sádicos.

 

[J.M.P: El «perfil» psicológico es uno de los asuntos más valorados en la psicología cognitivo conductual y en la psicología de la empresa. Si por perfil psicológico entendemos el conjunto de rasgos psicológicos que caracterizan a una persona y que se determina mediante pruebas psicológicas (tests psicológicos, habituales en los procesos de selección de personal), en el perfil del psicópata estaría la indiferencia al sufrimiento ajeno, y como apunta Blair, hay perfiles sádicos entre los psicópatas, o sea, psicópatas que pueden gozar haciendo sufrir a sus víctimas.

 

Pero lo subrayable, a mi entender, es que las personas con estructuras patológicas idénticas no tienen necesariamente que presentar los mismos síntomas; y que rasgos de perversión están presentes en todas las estructuras clínicas. Tanto más es así porque nuestras virtudes como nuestros vicios, proceden, en calidad de sublimaciones e inversiones, de las fuentes edípicas. Por otra parte, con la fórmula «La neurosis es el negativo de la perversión» Freud quería indicar que el neurótico retrocede ante el goce y se conforma con la fantasía; mientras que el perverso, por el contrario, lejos de retroceder lleva la fantasía al acto. A la cobardía del neurótico, ya que se aproxima a lo Real pero ante su fuego retrocede, le corresponde la arrogante transgresión del perverso.]

 

¿Es recuperable un psicópata?

J.B: Aún no, aunque ya sabemos que hay alteraciones en áreas cerebrales como la amígdala, el córtex prefrontal y el caudado. Resultado: no le afectan las malas noticias.

 

[J.M.P: Ante este reduccionismo etiológico de la criminalidad, serio quebranto para la clínica y ultraje para la epistemología, es lícito preguntar si el psicoanálisis tiene alguna respuesta que se ajuste más a la verdad.

Algo que por más esperado no deja de sorprender, es que Blair caiga en ese grave error etiológico; y no es lo de menos que el error proceda de un especialista en neuroética. ¿Qué afirma? Viene a decir que existe una causa material que determina la personalidad (lo que somos) y los comportamientos punitivos (o sea, algo de lo que podemos hacer). ¿Qué causa es esa? Una lectura sesgada de los libros dedicados a las bases neurofisiológicas del comportamiento le ha podido hacer pensar o reforzar la idea de que los psicópatas lo son por una alteración neurológica «en áreas cerebrales como la amígdala, el córtex prefrontal y el caudado». Y no contento aún con esa generalización etiológica, añade que las alteraciones neurológicas explican que a los psicópatas «no les afecten las malas noticias y el sufrimiento ajeno.»

 

Negar los determinantes neurofisiológicos sería tanto como olvidar los efectos, también los secundarios, de algunos fármacos. El recurso es legítimo, pero siempre que se diga cuántas personas delinquen por una alteración genética, neurofisiológica, por haber sido desatendidas en la niñez, o bajo el efecto de alguna sustancia considerada tóxica. ¿Qué recuerda al respecto la historia de las enfermedades mentales? Miles de autopsias negativas en criminales y enfermos mentales de todo tipo y condición; ilustra también que pese a esa evidencia, alienistas y reputados clínicos siguen inventando alteraciones neurológicas, lesiones difusas o isquemias cerebrales; y no se olvida de que otros científicos insisten en la manida idea de que los avances tecnológicos descubrirán lo que no pueden advertir los actuales.

 

¿Por qué tanto estereotipo y desidia en el campo científico?¿No eran esos demagógicos y aprovechados dislates propios de las personas que buscan en la espiritualidad y en la religión un consuelo para su culpa inconsciente? Nada peor que perpetuarse en el error y en el goce infantil. Pero ¿qué oscura razón, más allá de las que he mencionado, hace afirmar que las «alteraciones en áreas cerebrales como la amígdala, el córtex prefrontal y el caudado» son la causa de la criminalidad? y ¿por qué motivo Buckholtz pone el acento en la disfunción de un neurotransmisor, la dopamina, «la bioquímica de la dopamina ─señala─ es fundamental para entender los mecanismos cerebrales de la motivación de la conducta humana y saber por qué cada uno de nosotros actuamos de diferente modo y por qué actuamos como actuamos»? Es difícil saberlo. No obstante, la generalización etiológica denuncia un anhelo de sentido, religioso como todo sentido, y destinado, por consiguiente, a apaciguar incertezas. Podemos dar por cierto que la elisión de la incerteza mediante el sentido se alcanza en esta ocasión con la universalización de la etiología neurofisiológica; pero del mismo modo que algunos psicópatas y delincuentes lo son por alteraciones en áreas cerebrales, es igualmente cierto que no es así en la mayoría de los casos. Tales son, con todo, algunos de los obstáculos que impiden conocer otras causas más acordes a la verdad de las afecciones psíquicas y del comportamiento antisocial y criminal.

 

Al enunciado concreto de la pregunta de Víctor-M. Amela, ¿Es recuperable un psicópata? Blair responde «Aún no…». Esta consideración acerca tanto como separa a este neurocientífico de la opinión del antiguo catedrático de Medicina Legal de la Universidad de Turín, Cesare Lombroso, quien en Le più recentisco perte e dapplicazioni della psichiatriae dantropologia criminale. Fratelli Bocca. Torino, 1893., decía que «…para los criminales adultos no hay muchos remedios: es necesario o bien secuestrarlos para siempre, en los casos de los incorregibles, o suprimirlos, cuando su incorregibilidad los vuelve demasiado peligrosos.»

Buckholtz es más optimista que Blair respecto a la recuperabilidad del psicópata. Su confianza puede obedecer a que el laboratorio de Neurociencia y Psicopatología de la Universidad de Harvard, que él dirige, contempla actualmente tres vías de investigación, «la conductual, pero contrastada con un escáner de las ya conocidas imágenes de resonancia magnética funcional (FMRI) y otro de bioquímica con el que medimos niveles de dopamina». Hay que confiar en los avances en el conocimiento del cerebro, gracias, por ejemplo, a los estudios biomoleculares y a las tecnologías de neuroimagen como las resonancias magnéticas funcionales (tomologías PET), pues el descubrimiento de nuevas causas permitirán crear fármacos más eficaces contra enfermedades tan graves e invalidadoras como el parkinson, el alzhéimer o la esclerosis múltiple. Otra cosa es imaginar una etiología excluyente en favor de los ideales más caros para algunos neurocientíficos, como es encontrar marcadores bioquímicos precisos que permitirían diagnosticar las afecciones mentales y, por supuesto, la criminalidad. En la línea de esa imaginaria segregación etiológica, algunos especialistas publicitan el descubrimiento de una mayor segregación de cortisol, hormona relacionada con el estrés, en las personas que sufren depresión endógena. Como he explicado en otras ocasiones, la generalización de ese ideal constituye una burda falacia epistemológica y clínica, falacia que si se defiende desde la neuroética convierte a esta disciplina en una ideología más. Pero en ausencia de fármacos, técnicas quirúrgicas o procedimientos de estimulación profunda cerebral mejores de los que se conocen, el procedimiento que aconseja Buckholtz para tratar los comportamientos criminales es el mismo que el de Blair, el autocontrol: «El autocontrol ─dice Buckholtz─ es la habilidad madre de todas las demás y, cuando nos falla, también lo es de nuestros problemas de conducta y, para muchos, de criminalidad. Los delincuentes lo son por su falta de autocontrol de sus impulsos e instintos primarios.»

A pesar de los planteamientos neurofisiológicos de Blair y Buckholtz, se sabe que la mayoría de personas que cometen actos criminales no tienen alteraciones cerebrales ni genéticas, sus niveles de dopamina son normales, y tampoco fueron maltratadas o desatendidas en la niñez. Así parece ser en el popular locutor de la televisión inglesa Jimmy Savile, quien cometió más de 200 abusos sexuales, siendo el 73 por ciento de sus víctimas menores de 18 años. Y no parece diferente en los yihadistas de Al-Qaida, que siguen haciendo lo mejor que saben hacer, últimamente en Argelia y Malí. Y por qué omitir a otros siniestros individuos que tampoco sufren, al menos que se sepa, alteraciones cerebrales o genéticas, más próximos a nosotros, geográficamente hablando, como el exdirector de la Guardia Civil, Luis Roldán; el exbanquero Mario Conde; el exnovio de la folklórica María Isabel Pantoja Martín, más conocida como Isabel Pantoja, Julián Muñoz, y la misma cantaora; así como los inculpados y condenados en el caso Pokémon; los del caso Conde Roa; los del caso Palma Arena, con el expresidente balear y exministro del Partido Popular Jaume Matas a la cabeza; o los que conforman la corrupción institucional del caso de la Diputación de Ourense, el caso Pallerols, y el caso Bárcenas; y cómo olvidar a los inigualables genios del latrocinio y de la prevaricación que siguen protagonizando las peores notas del Palau de la Música Catalana, me refiero, claro está, a Fèlix Millet y a Jordi Montull. Sería imperdonable olvidar a la trama Gürtel; o el Instituto Nóos y su cabeza pensante Iñaki Urdangarín─bueno, pensante poco, porque por ser yerno del rey Juan Carlos I de España debió figurarse que estaba por encima del bien y del mal, y, por lo mismo, que sus pifias de niño de parvulario iban a pasar desapercibidas─; y por ser un affaire más reciente, la trama rusa dirigida por el vecino de Lloret de Mar, mecenas del deporte y reconocido benefactor, según la fiscalía de un exalcalde de la ciudad, entre otros personajes, Andrei Petrov.

Pero no sólo algunos de nuestros políticos y empresarios son proclives a la manipulación, a la corrupción, a la desidia, y a postergar soluciones contra el deterioro de la ética; y tampoco todos tienen la honesta desfachatez de decir que se han metido en política «porque estoy arruinado. Tengo que ganar mucho dinero, me hace falta mucho dinero para vivir...» como pudimos escuchar un día del expresidente de la Generalitat Valenciana y exministro de Trabajo, Eduardo Zaplana. En el año 2008 se supo que el norteamericano Bernard Madoff, fundador de la empresa Bernard L. Madoff Investment Securities LLC, había conseguido engañar a instituciones financieras en todo el mundo, incluso caritativas, con el sistema piramidal o esquema Ponzi, debido a su prestigio profesional, por lo que fue condenado al decomiso de 17.179 millones de dólares y condenado a 150 años de prisión; Howard Welsh, defraudó 30 millones de dólares en una pirámide que ofrecía importantes beneficios libres de impuestos, etc., etc.

 

En cuanto al exciclista Lance Armstrong (n. 1971), ganador de siete Tours de Francia, el jueves 17 de enero de este año, en la entrevista de la popular periodista OprahWinfrey, que por una de esas cosas de la inteligencia de las mujeres no dejó al margen a la madre del protagonista y a su vida futura, el célebre corredor admitía con monosílabos, poco emocionado y arrogante, el consumo reiterado de sustancias dopantes (lo que denominó «mi cóctel», estaba compuesto, a dosis desiguales pero bien proporcionadas, de EPO, transfusiones de sangre, hormona del crecimiento y testosterona). Si alguien no lo remedia, la épica hazaña de quien siempre había defendido que no se dopaba podría llevarlo a la cárcel; pero lo que se conoce ya es que, según la Unión Ciclista Internacional (UCI), el otrora envidiado estadounidense y hoy ídolo caído, tendrá que devolver unos 200 millones de dólares, ganados en premios, a los que tendrá que añadir las costas judiciales. Demasiado, o tal vez no, si de lo que se trataba era de demostrarle a mamá que se había equivocado al desear más a su esposo que a su hijo; o quizá nuestro vecino por un tiempo en Girona quería hacerse un nombre, o sea, la identidad que le negó su padre; o bien deseaba salvar a su padre y/o el apellido familiar; o tal vez pretendía demostrar que aquel niño enclenque del que más de uno se había burlado en la escuela había llegado a ser el number one del deporte; o quizá con su travesura buscaba la reprimenda que no tuvo de su padre por ser éste demasiado benévolo; o quién sabe si el destino hizo de él el preferido de su madre, quedando así su padre degradado en la relación afectiva con su esposa, de lo que se derivó un morbígeno sentimiento de culpabilidad (Schuldgefühl) y la necesidad de castigo (Strafbedürfnis) que el niño-adulto Armstrong buscaba para poner las cosas en su sitio, como descubrió Freud en alguno de sus analizantes; y por el hecho de que los síntomas están sobredeterminados, más de uno de esos motivos podrían estar en la causa de ese affaire. Pero quién sabe. Quedémonos con lo que nos dice el protagonista de la historia, «Yo no inventé la cultura del dopaje, pero tampoco he hecho nada para combatirla». (Armstrong no inventó la cultura, claro, pues la cultura, desde que es cultura, no es sin los paliativos que se procura el hombre para soportar la insatisfacción-frustración derivada de haber perdido el primer objeto de amor en la primera infancia, por haber ingresado, en fin, en el mundo de la cultura al haber abandonado el estado primitivo de naturaleza y, por ende, el abrazo de mamá); «Quise perpetuar la historia». (Más bien la gesta de Armstrong viene a ratificar los lesivos efectos que acarrea el no haber depurado la nostalgia de ser todo para el otro); «Yo era una persona que sólo deseaba ganar… No tenía sensación de engañar a nadie… No tenía miedo de que me descubrieran». (Qué otra empresa que no sea la del reencuentro con el primer objeto de amor, debió pensar el ciclista más célebre de los nacidos en Austin, se merecen más esfuerzos y riesgos). Se sabe que durante su dilatada etapa de ciclista profesional, Armstrong pasó más de 300 controles antidoping con los aparatos más modernos, pero nada ni nadie detectó ninguna sustancia prohibida en su orina y en su sangre. La Agencia Estadounidense Antidopaje (USADA), insiste en que si el corredor nunca dio positivo es porque poseía el más sofisticado de los sistemas conocidos para enmascarar las sustancias dopantes, y porque en su trama criminal había personas que falseaban los informes, mientras que otros individuos alertaban al equipo de la fecha del control, tal y como explicó este verano Michel Rieu, de la Agencia Francesa Antidopaje AFLD.

Pese a lo que se conoce de la condición humana, me queda el consuelo de saber que santo Tomas de Aquino (1224-1274) se equivocaba cuando decía Corruptio optimi pessima (La corrupción de los mejores es la peor). Así es al menos porque a las personas que he mencionado nunca las he tenido por las mejores en virtud, y porque no pertenezco al grupo de los que creen que tienen el gobierno que se merecen. Por otra parte, no se puede descartar que algunas de esas personas intentaran con sus delitos matar a su kakon, a su enemigo interior, como apuntaba Lacan (1900-1981) en «La agresividad en psicoanálisis», 1948. Y, en realidad, el insufrible goce y el sentimiento de culpabilidad inconsciente llaman frecuentemente a la puerta de la justicia; dicho de otra manera, el sentimiento de culpabilidad puede manifestarse en una acción no moral, desde el asesinato al acto criminal en cualquiera de sus innumerables formas, circunstancia que explica, como intentaré demostrar, las llamadas psicopatologías de autocastigo.

Pero,¿por qué una persona sin alteraciones cerebrales o genéticas, y que no ha sido maltratada o desatendida en su niñez, puede cometer un acto criminal, en ocasiones conmovedor por su atrocidad?

Esta cuestión exige introducir, desde el psicoanálisis, algunos de sus descubiertos fundamentales:

 

1º) Los deseos primarios de cada uno de nosotros (deseos incestuosos y agresivos).

 

2º) La transformación de esos deseos primarios. (Las mociones eróticas reprimidas se encuentran habitualmente en la causa de los síntomas; mientras que la moción hostil deviene sentimiento de culpa).

 

3º) La Función del Padre, esto es, la operación que en la temprana época del complejo de Edipo (antes de los cuatro años, aproximadamente) hace posible esa necesaria represión-transformación de los deseos primarios.

 

4º) El déficit de la Función del Padre.

 

5º) Y, por último, dos de las repuestas al déficit de la Función del Padre:

 

a) La primera, de orden colectivo, tiene una clara tendencia a recuperar el goce que la Función del Padre prohíbe. Así es en una parte no menor de la cultura y las religiones;

 

b) mientras que la segunda respuesta es de carácter individual y se propone, al contrario que la anterior, reparar el déficit o el fallo de la Función del Padre. Esta es la respuesta de los delincuentes por sentimiento inconsciente de culpabilidad.

Me acercaré en primer lugar a la primera de las respuestas al déficit de la Función del Padre, o sea, al origen del morboso anhelo de recuperar el goce perdido de la primera infancia, un anhelo que viene de muy lejos. A ese fin recordaré una diferencia respecto a los orígenes:

 

1º) En el origen de la cultura se encuentran las leyes del padre de la horda primitiva (incesto y parricidio que el padre originario prohibía a sus hijos, pero que él no cumplía). Me refiero, por tanto, al mito de tótem y tabú, que si bien difiere del complejo de Edipo que acontece en todas las familias, permite afirmar que la ontogénesis recapitula la filogénesis por lo que se refiere al sentimiento de culpa.

 

2º) Mientras que en el origen del sujeto se encuentra la Función del Padre en el complejo de Edipo (leyes del padre muerto en cada nueva familia).

 

Dicho esto, cabe recordar que los deseos incestuosos y agresivos son la argamasa de la manera de ser de cada uno de nosotros, y que sobre esos deseos y el espectro pulsional opera la Función del Padre.

 

La pregunta entonces es ¿que es la Función del padre? La Función de Padre es el pivote de la subjetividad. Indico así que nuestra manera de ser en el mundo y la elección de objeto sexual dependen de esa función, o sea, de como haya operado la Función del Padre en el complejo de Edipo.

 

Entonces, ¿qué cabe esperar de la Función del Padre? Debemos esperar que reprima-sepulte nuestra tendencia al goce incestuoso y que reprima también las mociones agresivas. ¿Qué comporta entonces la Función del Padre? La Función del Padre permite que podamos gozar de otra cosa que de nuestra mamá y que ella goce de otra cosa que de nosotros ─lo contrario sería quedar alienados al caprichoso deseo del complejo de Edipo y, por lo mismo, nuestra manera de ser tendría más aspectos infantiles que los necesarios─, y el desplazamiento del deseo de muerte en favor de la cultura. Por consiguiente, el goce es tan mortificante como opuesto al deseo.

 

El padre debe cumplir la función que tiene encomendada desde los orígenes de la cultura, debe cumplir su función por tratarse de la condición sine qua non que nos permite disfrutar de otros objetos y de otras relaciones que las edípicas; siendo los nuevos objetos y relaciones, suplencias de los que debemos perder merced a la Función del Padre. En resumen, ¿qué es lo que necesariamente debemos perder? Debemos perder el goce alienante y narcisista de la primera infancia, pues esa pérdida es el requisito de nuestra inscripción en la cultura, esto es, la normatividad socializadora de esos deseos y de todo nuestro espectro pulsional. 

Pero como ocurre frecuentemente también en esta ocasión hay más de un problema: en el mejor de los casos existe un déficit de la Función del Padre. En efecto, la necesaria represión de los deseos incestuosos y agresivos por la Función del Padre en la temprana época del complejo de Edipo (hasta los cuatro años, aproximadamente) no siempre acontece de modo adecuado; y para decirlo con la exactitud que este asunto merece, pueden darse dos problemas:

 

1º) El primero es de orden universalidad, y se refiere al déficit estructural, llamémosle normal, de la Función del Padre.

 

2º) El segundo no es universal, y concierne a un fallo más grave de esa función, hasta el extremo de que ahora el fallo es la razón etiológica y, por lo mismo, la causa de las estructuras clínicas que conforman la psicopatología psicoanalítica. (Las neurosis, las psicosis y las perversiones, básicamente).

 

El primer déficit de la Función del Padre lo he llamado estructural-normal porque esa función no es absoluta. Es decir, la Función del Padre, incluso en el mejor de los casos, no nos puede hacer tan buenos como sin duda desearíamos, ya que no puede reprimir-anular del todo la ferocidad de los deseos incestuosos y agresivos por el gusto al trabajo y la renuncia de lo pulsional. Estos últimos aspectos son definitorios de la cultura, y opuestos, por consiguiente, a lo natural, al estado salvaje de Naturaleza. (Una represión absoluta y sin retorno sintomático, por otra parte, tampoco sería deseable). Puede plantearse de otro modo, ¿a qué da lugar la Función del Padre, la operación que tiene encomendada el padre, aunque por el hecho de ser una función la puede cumplir cualquier persona indistintamente de su sexo, desde los orígenes de la cultura?

 

1º) En primer lugar, la Función del Padre es la causa del malestar que experimentamos en la cultura-civilización, o sea, es el origen de la insatisfacción habitual o «miseria ordinaria», como decía Freud. ¿Por qué? Pues precisamente por lo que hace: arrancarnos del gozoso abrazo materno (prohibición del incesto que no es sin frustración) y censurar-socializar nuestras pulsiones primarias.

 

2º) En el mejor de los casos, la Función del Padre da lugar a lo que se denomina pulsión parcial. Se trata de la pulsión derivada de la represión de las pulsiones primarias, y que corresponde al deseo y al placer de órgano, siempre parcial, básicamente.

 

3º) Pero dado que la Función del Padre no es absoluta, o sea, porque no reprime absolutamente todo ─cosa que de ocurrir, como acabo de apuntar, tampoco sería lo mejor─, es asimismo la causa de que seamos sujetos añorantes, nostálgicos, cada cual a su manera y sin saberlo conscientemente. Pero ¿nostálgicos de qué? Nostálgicos del goce perdido en la época del complejo de Edipo.

 

4º) Pues bien, esa morbosa nostalgia impele a muchas personas a buscar lo que los filósofos han llamado la Cosa en sí, y los teólogos Summum bonum, cuando en realidad se trata de todo lo contrario, pues es lo peor que nos podría pasar. Una parte no menor de la cultura y todas las religiones, como veremos, tienen en esa morbosa nostalgia su fuente principal. En cuanto a la pulsión agresiva, por el mismo déficit normal de la Función del Padre, no queda sepultada del todo. Dicho de otra manera, es la falta en el Otro que nos habita (la inconsistencia del inconsciente) la que, por la insatisfacción que caracteriza al deseo, la que impele a muchas personas a buscar el objeto agalmático (el objeto más precioso, el objeto a, según la notación del álgebra lacaniana) perdido en la época del complejo de Edipo. Pero con la insatisfacción cotidiana, producto de esa pérdida, tenemos que saber vivir, tanto más si sabemos que si hay un Sumo Bien para nosotros ese no otro que la pérdida del goce de aquella pretérita época.

 

5º) Por último, y como indiqué, en el peor de los casos, o sea, cuando el fallo de la Función del Padre es mayor, da lugar a los síntomas de las neurosis, a las manifestaciones psicóticas y a los actos perversos.

La nostalgia de goce y, por ende, el intento de recuperar el objeto atiene lesivas consecuencias en lo particular y en lo social. No por nada responde al nombre de «universo mórbido de la falta»:

 

La nostalgia de goce en la cultura. Puede sorprender que filósofos, pensadores, maestros e intelectuales de toda clase y condición sigan recomendando esa perversa impulsión al goce infantil y, por consiguiente, que recomienden lo peor que podría ocurrirle al sujeto humano. (He aquí el morboso anhelo de las religiones, de todas las formas de espiritualidad, y aun de algunas disciplinas consideradas científicas). La nostalgia de goce en lo individual. A este mórbido deseo se entregan los nostálgicos del sentimiento oceánico, del anhelo de eternidad al que aspiran quienes no soportan lo perecedero, siendo lo perecedero una metáfora del primer objeto amor que ellos desean perpetuo.

 

Indico así la gran y auténtica perversión de la cultura. Se trata de una perversión que determina los delirios que conforman una parte no menor de la historia del pensamiento y del conjunto de las religiones; y del mismo modo que el anhelo de goce mediante la cultura viene de lejos, esta circunstancia cuestiona que la cultura sea solamente una sublimación de las pulsiones. La aspiración mórbida de goce es notoria en la religión panteísta del matemático y filósofo Pitágoras de Samos (580-495), de la que el célebre judío holandés Baruch de Spinoza (1632-1677) y el alemán universal Albert Einstein (1879-1955) fueron ilustres seguidores. El goce infantil no anima menos a otros físicos, los mismos que siguen la inclinación animista de su maestro, como se observa en los psicoterapeutas cuánticos, y antes en la caterva de irrisorios seres que ocupan una parte no menor de la historia de las ideas y de las religiones. Acólitos de esas tramas morbosas y vindicativas de lo peor son los individuos que no desconociendo menos que los hombres de fe la causa de lo que dicen, piensan, desean y hacen, ensalzan sin empacho el yoga y la meditación como procedimientos esenciales para alcanzar un conocimiento superior (metáfora del conocimiento del goce de la primera infancia) y la virtud en sumo grado (porque el abrazo materno excluye de la contaminación de lo social). Así es también en los que a la inconsistencia del Otro y a la falta-en-ser del sujeto humano, responden dando sentido a la vida dándoselo a la muerte: nada desaparece y/o hay vida personal después de la muerte. La esperanza del devoto en la inmortalidad muestra que el desamparo infantil se prolonga frecuentemente y de manera enfermiza hasta la madurez. Es ese desamparo, más aun por la deflación de la Función del Padre en nuestra época, el que incita a buscar protección en las figuras de la autoridad, investidas en patéticos líderes y en prosaicas divinidades religiosas o paganas, figuras siniestras con pátina de bondad para la que están bien dispuestos los jefes autoritarios, los maestros espirituales y los gurús, tanto al menos como los ungidos para el utópico menester transcendental.

El anhelo de recuperar el goce, como dije, viene de lejos, tanto como el déficit normal de la Función del Padre. La historia comienza con el origen de la cultura, o sea, con el pasaje del estado de naturaleza a la cultura. De creer en la existencia de la horda primitiva el padre originario (urvater), de sus esposas e hijos, habría que creer también que las leyes fundamentales y esenciales que presiden la cultura (ley del incesto y la prohibición de matar al padre, ─el deseo incestuoso ve en el padre un obstáculo para lograr su perverso fin─) fueron instituidas por los hijos del padre originario una vez lo hubieron asesinado. ¿Por qué instituyeron los hijos asesinos esas leyes, leyes que desde ese momento debían ser de obligado cumplimiento general, sin excepciones? Se puede conjeturar que a pesar de que el padre originario era iracundo, celoso y sanguinario, los hijos lo amaban, aunque sólo fuese por el orden que imponía en la horda primitiva. Tras el asesinato retornó en los parricidas el amor al padre en forma de remordimiento por su acto criminal; y fue el remordimiento, y para que no se repitiese la obscena y sanguinaria tiranía del padre originario, los hijos asesinos instituyeron las leyes fundamentales y desde entonces universales en honor al padre muerto; prohibiciones que, por lo demás, conforman la instancia psíquica del superyó con sus dos caras: amor-prohibición y odio-transgresión. Desde aquella época, el deseo del hijo del hombre lleva la huella indeleble del crimen (cometido en la persona del padre originario) y de la falta(del primer objeto de amor que encarna habitualmente la madre); así como la marca de la Función del Padre en la primera renuncia pulsional, Triebverzicht, origen de la insatisfacción que define al deseo y del descontento estructural de la cultura, Unbehagen. Pero ¿qué es lo que en verdad descubrió Freud? (Descubrió)el «mito del neurótico», la construcción del hijo del hombre de la figura mítica (padre de la horda primitiva, urvater) que acaparaba todos los goces, en particular el goce de todas las mujeres, también de la madre: padre del goce, padre de la excepción porque hacía cumplir las leyes que él no cumplía). Y la invención también del asesinato de ese padre tiránico, temido y amado (deseo de matarlo por ser un intruso que priva de aquello que el hijo cree suyo por derecho) en el complejo de Edipo, en el complejo de deseos que acontece a cada nueva generación. El famoso parricidio, por consiguiente, sólo es in mente, aunque para el inconsciente desearlo es ya haberlo cometido.

Como vengo diciendo, desde la inmemorial época de la horda primitiva y en virtud el déficit normal de la Función del Padre, algunos hombres han anhelado retornar al estado de naturaleza con una única finalidad: recuperar el objeto que en verdad nunca tuvieron, el objeto de máximo goce de la época en la que dos eran Uno. ¿Cómo definir ese anhelo, qué han conseguido, y cuál ha sido el resultado?

 

1º) Verdadero eterno retorno: idílico imaginario en el que algunos individuos no cesan de insistir.

 

2º) Imposibilidad del reencuentro narcisista: dada esa imposibilidad, pues se escribe pero que nunca llega a inscribirse, las doctrinas religiosas y otros delirios que sólo aparentemente no lo son, no pasan de ser meros lenitivos, apoyaturas, consuelos imaginarios, y cuyo ansiado fin se posterga en ocasiones para después de la muerte.

 

3º) Características fundamentales de la cultura: la pasión de la ignorancia y el eterno retorno a lo peor son características fundamentales de la cultura, o más exactamente de las producciones culturales hechas a la medida del goce del hombre.  

 

4º) Otro resultado, en esta ocasión social: inteligencias desperdiciadas y sangre vertida de millones de inocentes. La historia recuerda que algunas de las producciones del hombre, aquellas que aún hoy siguen convocando a millones de personas, han propiciado terribles guerras y luctuosos crímenes.

 

¿Qué es el pecado del que hablan los cristianos y qué son los mandamientos y preceptos? Cuando los cristianos hablan del pecado original se refieren, sin saberlo, ─dado que se trata de un saber inconsciente que como metáfora de un saber reprimido retorna en su discurso─, de un desplazamiento de aquel crimen indecible o más bien del deseo de cometerlo; mientras que la necesidad de castigo que ellos y otros hombres piadosos se imponen en la observancia de los mandamientos y preceptos, se explica por la necesidad de castigo por aquel deseo criminal, crimen que como deseo de matar al padre, en definitiva, acontece en el complejo de Edipo a cada nueva generación. En el Acto Penitencial el devoto dice: «Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante ustedes, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. (Dándose tres golpes en el pecho). Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a ustedes, hermanos, que intercedan por mí ante Dios, nuestro Señor. Amén. También por ese motivo, la fórmula del celebrado escritor ruso Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881), «Dios ha muerto, por lo tanto todo está permitido», demanda ser convertida en «Dios ha muerto, ya nada está permitido».Este aspecto es correlativo a lo que sostenía Lacan en su Seminario XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964, «La verdadera fórmula del ateísmo no es Dios ha muerto, sino Dios es inconsciente».)

La locura y el genio pueden serlo todo menos cualidades excluyentes. Pero son las personas con un fallo normal de la Función del Padre las que habitualmente crean y mantienen viva la llama de la cultura. Estas personas no sólo no son ajenas a la insatisfacción que caracteriza al deseo, sino que es la insatisfacción del deseo del Otro que las habita el que las pone a trabajar, a producir objetos y cultura; pero que, en ocasiones, atribuyen la insatisfacción al otro, al prójimo, circunstancia a la que el filósofo alemán Georg Hegel (1770-1831) se refería con la expresión «alma bella». Desde Freud sabemos que la pulsión de vida (Eros), está del lado del deseo de otra cosa que la madre; mientras que la pulsión de muerte (Thánatos), impulsa a fundirse con ella. Por lo mismo, la pulsión de muerte conduce a lo peor, siendo lo peor la alienación narcisista (en las psicosis) o la unión-desaparición del yo en el no-yo (en la Naturaleza, en la Energía universal, en la unión mística con Dios, en el Todo, figuras metafóricas, entre otras, de la madre). Si una de las formas de goce es la desaparición del yo en el no-yo, habría que colegir que no sólo el goce no quiere el bien del sujeto humano, sino que no quiere ni su propio bien: sólo persigue su desaparición, aspecto que remite a la inercia de la pulsión de muerte a lo inorgánico. Y, en realidad, la pulsión de muerte sólo aspira al obsceno y funesto manantial del que se nutren las grandes religiones del Libro, así como el anhelo de los místicos, y no se reconoce menos en la espiritualidad de los panteístas, en la bondad de los venerables monjes budistas y en la inquietante trascendencia de los hindúes, así como en los yainas, zoroastrianos y sijes, entre otros.

En el origen de esa continuidad narcisista se encuentra el déficit de la Función del Padre, déficit que determina ese infortunio interior permanente que es el sentimiento inconsciente de culpabilidad, aporía que se resuelve en cuanto el sentimiento se percibe, mientras que lo inconsciente es la culpabilidad. Definir las religiones, las filosofías morales y la espiritualidad como ilusorios atrapamientos narcisísticos puede ser todo menos descabellado; y tampoco es descabellado mantener que en su origen se encuentra la maligna inercia de la pulsión de muerte, inercia que, como he apuntado, denuncia la nostalgia de algunas personas por la pérdida del goce-Todo de la infancia, y que, ya en la edad madura, se manifiesta en el anhelo narcisista de unión mística o en la disolución del yo en el no-yo. Pero ¿qué es lo que había descubierto Freud? Descubrió el «mito del neurótico», la construcción del hijo del hombre de la figura mítica (padre de la horda primitiva, urvater) que acaparaba todos los goces, en particular el goce de todas las mujeres, también de la madre: padre del goce, padre de la excepción porque hacía cumplir las leyes que él no cumplía). Y la invención también del asesinato de ese padre tiránico, temido y amado (deseo de matarlo por ser un intruso que priva de lo que el hijo cree suyo por derecho) en el complejo de Edipo, en el complejo de deseos que acontece a cada nueva generación. El famoso parricidio, por consiguiente, sólo es in mente, aunque para el inconsciente desearlo es ya haberlo cometido.Es a ese aciago éxito narcisista, como apunté, al que convocan filósofos, maestros, santones y gurús desde hace muchos siglos. El anhelo hiperbólico de disolución del yo, el mismo que convoca a la unicidad, no es, por lo mismo, tan honesto como habitualmente se quiere hacer creer; y de poder lograrse implicaría la fagocitación del ser por el caprichoso deseo del Otro, habitualmente materno, del otro que ha visto en el hijo el objeto (falo, agalma) que obturaría la falta que caracteriza al deseo y, por consiguiente, haría de quien lo encarna un ser sin falta, pleno, absolutamente satisfecho, pero también radicalmente loco. Sólo a los desinteresados por la ética pueda sorprender que en el país del mundo donde la meditación es una práctica tan convencional como grande es la espiritualidad de su gente, me refiero a la India, y donde el hinduismo y el budismo son las religiones por excelencia, se viole a una mujer cada veinte minutos. (228.000 denuncias por agresiones contra mujeres el año 2011, pero sólo hubo 30.200 condenas). Circunstancia que, entre otros aspectos igualmente reseñables, denuncia la impotencia de esas técnicas y doctrinas contra la pulsión. Y es que cuando el Otro de la ley no existe o desfallece, prosperan y se afianzan las formas viejas y nuevas de goce, de un goce que se aloja en el síntoma individual, en el mismo síntoma cuyo goce pude verse reforzado por el goce de los constructos que oferta el mercado de la cultura.

Pero la vida psíquica no es sin sorpresas. Indico así que el inconsciente tiene otras respuestas para el fallo de la Función del Padre. Como indiqué, puede intentar reparar de otro modo y en dirección contraria a la de las religiones, el fallo de esta función normativizante y socializadora por excelencia. La operación del Otro a la que me referiré pretende que el sujeto escape del asfixiante lazo afectivo que lo tiene atado a la madre, así como de los significantes amos que rigen su angustiosa existencia. (El intento, casi sin excepción, suele ser fallido.)]

 

Las cuestiones que ahora me propongo presentar son dos:

 

1º) Que el déficit o el fallo de la Función del Padre, en cualquiera de sus modalidades, aboca a algunas personas a las formas no menos alienantes y lesivas de la violencia y de la destrucción.

 

2º) Y que el Otro que nos habita puede intentar reparar el fallo de la Función del Padre en diferentes estructuras y síntomas clínicos, por ejemplo, en la fobia y en algunas psicosis. Aquí me ocuparé de otra: la de los delincuentes por sentimiento de culpabilidad.

 

¿Ve como puede ser una ventaja? Y seguro que hay psicópatas entre los triunfadores.

J.B: Ventajoso sólo a corto plazo, se lo acepto. Y puede que haya psicópatas entre los triunfadores, pero acabarán tomando decisiones equivocadas, acaban quedándose aislados.

J.M.P.: Pero,¿por qué razón hay criminales entre los triunfadores?, o ¿porqué un triunfador se convierte en criminal?, es que ¿acaso el triunfador persigue la pena, el castigo, al cometer un acto punitivo? La verdad es esquiva a algunos neurocientíficos. Y el psicoanálisis, ¿puede aportaralguna luz en este punto?

 

1916 es la época en la que Freud estaba interesado en las manifestaciones clínicas de la culpa inconsciente, el narcisismo y la melancolía, y de ese interés surgió un pequeño trabajo que tituló «Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica», 1915, concretamente se trataba de tres caracteres. Al primer grupo los llamó Los de excepción, al segundo Los que fracasan al triunfar, y al tercero y último grupo Los delincuentes por sentimiento de culpa. Estos dos últimos grupos tienen una relación de primer orden con la consideración de Blair, «…puede que haya psicópatas entre los triunfadores.»

 

Freud decía en su artículo haber descubierto un aspecto común a los tres caracteres: la culpa inconsciente. Se trataba de una disfunción inconsciente que en cierto modo ponía en cuestión el principio de placer–displacer y el principio de realidad del aparato psíquico que él mismo había presentado en 1911. Y subrayaba, por otra parte, que el sentimiento inconsciente de culpabilidad existía en algunas personas antes de que hubieran cometido el delito y, por consiguiente, la culpabilidad no podía proceder del delito.

 

¿De dónde procede entonces el sentimiento inconsciente de culpabilidad si no es de un acto real que se haya cometido?; ¿qué función cumple ese sentimiento en algunas personas? y, por último, ¿por qué motivo se fracasa al triunfar? Como era costumbre en Freud, en su trabajo de arqueólogo psíquico no tardó en descubrir que las personas que fracasaban cuando tenían éxito habían sido niños con un gran talento natural, y que aquellos dones naturales habían facilitado sus logros posteriores. ¿Cuál es el primer éxito de las personas que luego, en edad adulta, cuando el éxito les sonríe? El primer éxito de las personas de las que se podría decir que no soportan la felicidad o que dan la impresión que se dicen a sí mismas que no son dignas de la felicidad, fue en su niñez, ya que cuando eran niños fueron los preferidos de sus madres. A Freud tampoco le pasó por alto que la infancia de esas personas estaba llena de fantasías de exclusiva posesión de la madre, y que ese deseo y el estrecho vínculo con la madre perduraban en sus inconscientes.

 

¿Y qué sabemos del padre de los que fracasan al triunfar? Freud fue el primero en advertir que percibían a su padre como una persona impotente y furiosa. ¿Por qué motivo? Freud decía, y no se equivocaba, que era por una razón inconsciente. ¿Qué razón inconsciente es esa? El triunfador, ante cualquier signo de fragilidad o de malhumor del padre, es como si pensase que tienen como única razón el haber sido excluido de la relación afectiva con su esposa. Pero ¿por quién había sido excluido el padre de la relación afectiva con su esposa? Pues por él, ya que su madre lo prefería más a él (al hijo) que a su esposo.

Llegados a este punto convendría preguntarse ¿qué ocurre en la adolescencia de las personas que en la edad adulta fracasan al triunfar? Es en esa época cuando estas personas experimentan el antiguo y narcisista vínculo afectivo con la madre de la manera más asfixiante. Ante esa situación angustiante se arman las primeras respuestas para desatarse de ese nudo afectivo; pero las respuestas del adolescente suelen ser impulsivas y desordenadas y, por lo general, fallidas. Pasarán los años y es probable que ese adolescente tenga éxito. Pues bien, es el éxito, y no es necesario que sea extraordinario, el que le hará experimentar una excitación narcisista, una jubilosa euforia que le recordará inconscientemente que ya fue triunfador, que ya había triunfado en otra época: que triunfó ante su padre respecto al deseo de su madre en la época del complejo de Edipo. Las cosas comienzan a ponerse mal para el triunfador. Pues es como si aquel triunfo narcisista de la niñez despertara en él y le hiciera pensar que el éxito alcanzado en edad adulta constituye un riesgo inasumible.

 

¿Qué hace el triunfador para poder vivir sin angustia, sin culpa y libre, o más exactamente que hace el Otro, el inconsciente que lo habita? Intentará castrarse simbólicamente. Es decir, intentará reparar el déficit de su padre, intentará corregir el fallo de la Función del Padre. ¿Cómo lo hace? Fracasando. Pero ¿por qué busca el fracaso el triunfador? El fracaso representa para él el triunfo del padre. Es como si pensara que alguien tiene que triunfar, pero no él. Entonces, «si yo fracaso ─viene a pensar─, triunfa mi padre (en el complejo de Edipo), triunfa la necesaria Función del Padre, necesaria hasta el extremo que es la que puede liberarme del asfixiante yugo de mi madre.»

 

El problema es que el fracaso está fuera de tiempo, fuera del tiempo en el que tendría que haberse efectuado y que no es otro que el temprano del complejo de Edipo. En suma, el triunfador es como si pensara que fracasando hace triunfar a quien debería haber triunfado en el complejo de Edipo, el padre; y triunfador significa haber sido la persona más deseada por su esposa, pues ese suele ser uno de los requisitos del éxito de la Función del Padre. En suma, fracasando al triunfar es como si pensara, también, que dejará de estar atrapado como objeto narcisístico en el ánimo de su madre.

El fracaso cuando se alcanza el éxito y la criminalidad en cualquiera de sus formas de presentación, desde la prevaricación hasta el crimen en serie (serial killer, ejemplo del cual fue la llamada solución final de los nazis), puede ser, y de hecho así es frecuentemente, un llamado al padre, y más exactamente un llamado a la Función del Padre por una persona atormentada porque en su niñez se vio privada de esa función normativizante y socializadora y, por supuesto, un llamado a la justicia en tanto representante de la autoridad paterna. Es en estos casos cuando el delito y la pena son un alivio para el delincuente y para el psicópata. (Esta consideración sobre la criminalidad despertará sin duda la intranquilidad incluso en las personas más impertérritas).

Hace varias décadas que los psicoanalistas superamos la disputa entre los bioneuropatólogos y los partidarios de la psicocriminogénesis, y no sólo por la lectura de aquel libro pionero de la criminología psicoanalítica que escribieron el jurista Hugo Staub y el psicoanalista Franz Alexander, El delincuente y sus jueces desde el punto de vista psicoanalítico, 1926, siguiendo la orientación de Freud en su trabajo de 1915, donde plantean que la necesidad de castigo es la condición de la transgresión, así como el del jurista y político español Luis Jiménez de Asúa (1899-1979), Psicoanálisis Criminal, 1940.  La superación procede, como no podría ser de otra manera, de lo que la clínica nos enseña, y en primer lugar de algo tan básico pero al mismo tiempo esencial como es la diferencia entre la criminalidad orgánica, la criminalidad social y la criminalidad inconsciente, no siendo esas formas incompatibles entre sí. El mismo Freud, como apunté, no se ocupó de la voluntad consciente de matar, asunto más bien propio de la justicia, sino de los motivos inconscientes que llevan a una persona a delinquir porque persigue el castigo que le exima del sentimiento inconsciente de culpabilidad.

 

Se equivocan los que con insoportables cantinelas afirman que generalizamos y que reducimos la criminalidad a una única causa. Freud no lo hizo, y también en esto su condición de científico fue absoluta. En el trabajo recién mencionado dice, «De los delincuentes adultos hemos de restar, desde luego, todos aquellos que cometen delitos sin sentimiento de culpabilidad, aquellos que no han desarrollado inhibiciones morales o creen justificada su conducta por su lucha contra la sociedad. Pero en la mayoría de los demás delincuentes ─prosigue─, en aquellos para los cuales se han hecho realmente las leyes penales, tal motivación podría muy bien ser posible, aclararía algunos puntos oscuros de la psicología del delincuente y procuraría a la pena un nuevo fundamento psicológico». Mientras que los críticos cuyos prejuicios les hacen creer que el primer psicoanalista no cita a sus fuentes o que no nombra a los que habían intuido algunas ideas que la clínica psicoanalítica revelará en toda su objetividad, quizá cambien de opinión al leer las palabras finales de ese trabajo: «Uno de mis amigos me ha llamado la atención sobre el hecho de que ya Nietzsche sabía de estos «delincuentes por sentimiento de culpabilidad». La preexistencia del sentimiento de culpabilidad y el empleo del hecho para la racionalización del mismo se nos aparecen en las palabras de Zaratustra, «el pálido delincuente». A investigaciones futuras corresponde fijar cuántos de los delincuentes deben contarse entre los «pálidos».]

 

¿Cuántos psicópatas hay? y ¿cuántos criminales son psicópatas?

J.B: De un 0,5% a un 1% de la población. Uno de cada tres encarcelados lo es.

 

[J.M.P: Pero la cuestión, insisto, es cuántos psicópatas lo son por causas psicológicas, por alteraciones en áreas cerebrales como la amígdala, el córtex prefrontal y el caudado, y/o por una alteración en la bioquímica de la dopamina.

 

¿Por qué somos violentos?

J.B: Es una respuesta ante la amenaza, la frustración o la envidia que hasta ahora ha proporcionado ventajas para sobrevivir. Lo desventajoso es la respuesta exacerbada.

 

[J.M.P: Blair no se aparta de la línea a la que nos tiene ya acostumbrados cuando afirma que podemos ser violentos al sentirnos amenazados, por frustración o envidia. Resumiendo, según Blair y Buckholtz todos los criminales lo son por:

 

1º) Alteraciones cerebrales en las áreas de la amígdala, el córtex prefrontal y el caudado, y/o una disfunción de un neurotransmisor, la dopamina.

 

2º) Estas alteraciones cerebrales y los desequilibrios de la dopamina, suprimirían, según estos expertos, el inhibidor de la respuesta visceral, suprimirían, en suma, la capacidad de ponerse en el lugar del otro, la empatía, produciendo la faltade autocontrol de las pulsiones primarias.

 

3º) De ahí que, según Blair «ante la amenaza, la frustración o la envidia que hasta ahora ha proporcionado ventajas para sobrevivir, estos individuos respondan con una conducta violenta o delictiva, siempre de manera exacerbada.»

 

Al margen de alteraciones genéticas y cerebrales, los criminales proceden como tales, según estos neurocientíficos, porque su cerebro precisa de una recompensa muy elevada de dopamina, una sustancia que produce placer, sosiego y anula la intranquilidad y calma la angustia; y esa recompensa extra algunos individuos la conseguirían mediante actos violentos, el abuso de sustancias estimulantes o con la adicción al sexo. Puede ser así en algunos casos, pero en realidad, en muy pocos.

 

¿Qué es lo que enseña la clínica psicoanalítica, una clínica que no excluye, como indiqué, que haya criminales por los motivos que apuntan los neurocientíficos? Desde Freud sabemos que existen delincuentes por sentimiento de culpa, que algunas personas cometen delitos para ser castigados. Y la clínica psicoanalítica enseña también que otras personas oponen serias resistencias a la curación, que no quieren su bien, en este caso curarse, circunstancia para la que Freud acuñó el término Reacción Terapéutica Negativa (RTN), y en cuyo origen suele encontrarse también la culpa inconsciente.

 

Veamos primero, si bien sucintamente, ¿qué es el delito?

 

• En muchos casos se trata de un modo de eludir o atemperar los síntomas. En efecto, para las personas que podemos definir como «delincuentes por sentimiento de culpa», el delito es un modo de eludir o atemperar los síntomas que los atormentan y una expiación de una falta imaginaria. Se trata básicamente de un llamado al castigo que se creen merecer y, por consiguiente, delinquen para ser castigados, pues el castigo se les antoja liberador de una falta que sólo fue in mente.

 

Permítanme que mencione ahora el castigo.

 

• Aquí ya no se trata tanto de aludir o atemperar sino de restituir al padre en el lugar que por su función le corresponde. El castigo, en la edad adulta, es una suerte de reparación de otro castigo, del castigo que algunas no tuvieron o imaginaron no tener en su infancia, en la temprana época del complejo de Edipo y, por consiguiente, respecto a sus deseos edípicos (de acostarse con mamá, y matar u odiar al que se opusiera al deseo de tener el objeto incestuoso que creían suyo por derecho). Es como si imaginaran que con el castigo, en edad adulta, pueden restituir el castigo-prohibición que no tuvieron o imaginaron no tener de su padre, castigo por sus pensamientos edípicos.

 

Se trata, como se habrá advertido, de una reparación imaginaria de una función necesaria, ya que la Función del Padre es la condición sine qua non de la salud psíquica y de la socialización. Es decir, el tiempo actual no es el tiempo del complejo de Edipo. En efecto, el Otro opera en los delincuentes por sentimiento de culpa, tan bien como a deshora; y lejos de solucionar el fallo de la Función del Padre habitualmente empeora la situación de la persona que intentó repararlo, pues la estrategia del Otro convierte a esa persona en un delincuente (por sentimiento de culpa y necesidad de castigo).

 

¿Pero ocurre del mismo modo en nuestros días que en épocas pasadas, la función expiatoria del castigo funciona hoy como lo hacía en otro tiempo? Así como en el principio de cada ser humano se encuentra el lenguaje, el Otro del lenguaje que nos precede, que nos espera desde siempre, y que nos constituye en lo que somos; en el principio de la cultura, como apunté, fue el Acto, el acto criminal cometido por los hijos en la figura de su padre (urvater). Fue ese primordial asesinato que fundó el pacto jurídico (ley del incesto y del parricidio) necesario para la vida en común. No por nada Freud decía que el incesto es antisocial, es decir, que hacer de dos Uno, anhelo por antonomasia del goce narcisista, se opone al deseo hasta el extremo de extinguirlo, como acontece en la muerte. Desde aquella lejana época, las prohibiciones de la Función del Padre en cada familia (ley del incesto y prohibición de matar) reactualizan las del padre muerto que fundaron la cultura. Pues bien, las dos prohibiciones que inauguran la cultura tienen una relación directa con dos aspectos cardinales en el asunto de la criminalidad: el Otro social y el sentimiento inconsciente de culpabilidad. Acerca del inconsciente, de la instancia psíquica que rige nuestra existencia, lo primero que hay que apuntar es que es permeable al Otro social de la época que le toca vivir. ¿Cuáles son las características del Otro social contemporáneo, o más exactamente, qué características sociales, culturales y políticas influyen y modulan la instancia psíquica que rige la vida de nuestros jóvenes e incluso de quienes no lo son tanto? Recordaré algunas que entiendo fundamentales:

 

•  la degeneración de la democracia;

•  un neoliberalismo que apenas se entiende separado de las características del capitalismo salvaje;

•  la democratización de la ilusión de saber;

•  los cambios legislativos en relación a la disolución de los lazos sociales;

•  la doble barra de medir en la justicia;

•  y la frustración ante una globalización que no ha producido la emancipación general que prometía.

 

Pero si tuviera que subrayar un aspecto en este asunto ese sería que esas y otras características del Otro social contemporáneo han propiciado una deflación sin precedentes de la Función del Padre, de la función destinada a la normativización-socialización de las pulsiones y de los deseos agresivos e incestuosos.

 

Considero pues primordial el lugar del capitalismo en el asunto que estamos tratando. El capitalismo, como se sabe, se ha constituido en un sistema económico casi universal. Quizá de lo que no se habla tanto es que no deja al azar ninguna de las dimensiones individuales y sociales y, sobre todo, que ha sabido jugar las cartas de la condición humana, aunque también se podría apuntar, y pienso que sería igualmente acertado, que la condición humana estaba esperando el momento propicio para crear el capitalismo en la dimensión que hoy lo conocemos. Sea como fuere, de lo que no hay duda es que el capitalismo y/o la condición humana han sabido jugar la carta de la insatisfacción que caracteriza al deseo.

 

¿Qué es la insatisfacción estructural del sujeto humano? Se trata de uno de los aspectos fundamentales de nuestro malestar en la cultura, y como apunté, responde a la represión de las pulsiones primarias que caracterizan al estado igualmente primario del infans, del niño que todavía no habla. En realidad, cualquiera diría que los agentes del capitalismo han leído al Freud que descubre la «insaciable hambre de nuevos objetos que caracteriza al sujeto humano», y que han retenido otra idea no menos importante, «el verdadero deseo del sujeto humano es alcanzar el objeto de máximo goce perdido en la primer infancia».

 

¿Qué hace el capitalismo con esos descubrimientos psicoanalíticos? Como si se tratara de una nueva religión, ─que lo es por ser la religión de la hipermodernidad, aunque con características propias─, anuncia tener el objeto que obturará la falta del deseo ─deseo que lo es porque le falta algo─ y, por consiguiente, que tiene los objetos que pueden obturar la insatisfacción que caracteriza al deseo y eliminar el malestar en la cultura. Pero el capitalista tampoco engaña. Sabe que lo que ofrece tiene el límite de lo imposible; y además, su sonrisa, la sonrisa que le produce la plusvalía, se apagaría si concediera al trabajador el objeto de amor, pues ese objeto, a diferencia del objeto del deseo, paraliza frecuentemente el consumo. También por esto el capitalismo odia al amor o, si se quiere, cabe calificarlo de un discurso sin amor. (El amor, en tanto metáfora-sentido, hace condescender al deseo, o sea, apaga la metonimia o perpetuo deslizamiento del deseo).

 

He aquí una parte no menor del saber-hacer del capitalismo con el saber psicoanalítico; así como la añagaza de ese amo moderno que es el capitalista, un amo moderno que por no desconocer que es el deseo, sabe que no pocas personas anhelan y aun tienen la pretensión de gozar de los mismos objetos de los que él goza. En cuanto al trabajador, lo sepa o no, sólo puede gozar de lo que el amo-capitalista desea que goce. Nada se le escapa al que comanda el hacer-consumir, desde las marcas o la línea blanca hasta los productos bio y las formas de vida social alternativas, pasando por los gadgets, viejos nada más nacer, como el teléfono móvil, el iPad, o los videojuegos. Al amo postmoderno tampoco le pasan por alto los daños colaterales, como la declinación de la Función del Padre y sus consecuencias. El deterioro de esta función crucial en lo que somos no sólo produce la aludida insatisfacción, y más allá de no pocas enfermedades orgánicas y psíquicas, habitualmente es la causa del pasaje al acto del suicidio y de la violencia.

Para poner freno a la condición humana y para evitar en lo posible los daños colaterales, los hombres desdeuna época inmemorial decidieron educar y moralizar a la gente, así como hacer respetar las leyes que fueron instituyendo y siempre presididas por las Leyes universales del padre de la horda primitiva. Crearon, en suma, las instituciones en las que descansa la cultura, siendo la institución religiosa y la universitaria las avaladas para formar a los garantes de la cultura. (Con poco éxito, por lo que acabamos de ver. Y como decía Freud, entre las profesiones imposibles se encuentran la política y la educación). Concluyamos con lo que dice Lacan en «Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología, 1950», «Una civilización cuyos ideales son cada vez más utilitarios, comprometida como está en el movimiento acelerado de la producción, ya no puede conocer nada de la significación expiatoria del castigo. Si retiene su alcance ejemplar, es porque tiende a absorberla en su fin correccional.»

 

El sujeto contemporáneo apenas sospecha en qué medida colabora en la perpetuación del goce del amo. (Quizá no haga falta recordar el caso del expresidente de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps, absuelto por un tribunal popular del delito de cohecho por haber recibido algunos trajes y otros objetos carísimos de manos de los agentes de la trama Gürtel. Por lo demás, en este punto la reflexión concierne a la diferencia entre lo legal y lo justo).

 

El silencio es el verdadero crimen, decía el escritor uruguayo Mauricio Rosencof (n. 1933), pero no mayor que las vacilaciones de la responsabilidad en nuestro tiempo, como subrayaba Lacan. El sujeto postmoderno, ante un entramado de factores sociopolíticos demoníacos, suele discriminar qué es lo mejor para él y para los suyos porque no desconoce, al menos no del todo, la corrupción pública y privada, y, por lo mismo, o bien abstraído de su consistencia social opta por resignarse a la espera de que un día le sonría la suerte, o se recrea con los gadgets que le oferta el mercado y una formación que no sabe bien para que le servirá, o en el peor de los casos vuelca su frustración y toda su animosidad en otras personas que no son menos víctimas que él del sistema y/o de su historia.]

 

¿Qué sucede en un cerebro de varón que asesina a su pareja?

J.B: Hay una confluencia de un factor de frustración y de un factor sociocultural.

 

¿La neurología llegará a predecir conductas antisociales?

J.B: Podremos predecir quién tiene más probabilidades de incurrir en esas conductas.

 

[J.M.P: ¿Cómo se pueden predecir las conductas antisociales? Se nos dirá que con test, o mediante controles a las personas con antecedentes penales, aplicados igualmente a los enfermos mentales con comportamientos agresivos. En fin, se nos dirá lo de siempre, lo conocido, esquivando, también como siempre, el meollo de la cuestión.]

 

¿Y evitarlas?

J.B: Para eso investigo. ¡Pero olvídese de un detector de criminales antes de delinquir!

 

¿El psicópata se da cuenta de que lo es?

J.B: No, es muy poco probable. Como siente poco, siente menos depresión, ansiedad y angustia que el promedio, y también tiene menos sentido del humor.

 

La profilaxis contra la psicopatía es… y si observa un patio de colegio, ¿puede ver indicios de futuros psicópatas?

J.B: Atención al niño, calidez afectiva, orientación empática: ¡jamás te muestres excesivamente enfadado ante un niño! Por otra parte, en algunos abusones podría ocultarse un futuro psicópata. Tengo sospecha de algún compañero de pupitre...

[J.M.P: Blair, y por lo que sé Buckholtz, no han leído a Freud, y de Lacan conocen, aunque no puedo asegurarlo, poco más que el nombre. Respecto a lo poco o mucho que hayan podido leer de la historia de las enfermedades mentales y de la psicoterapia, es evidente que no les ha servido para comprender de qué se trata.

 

Los prejuicios y las limitaciones intelectuales no son buenos compañeros de viaje para el que pretende ser ubicado en el campo de la ciencia. Más incluso es así porque uno y otro impiden vislumbrar que al fracaso de las técnicas psicoterapéuticas basadas en la razón le ha seguido el ensalzamiento de aquellas otras que ven en los factores afectivos el origen de los trastornos psíquicos; y porque impiden reconocer que ante el fracaso de esas dos técnicas ha ido tomando auge el no hacer nada, el dejar pasar de las insulsas técnicas contemplativas y de meditación.

 

De haber leído a Freud y a Lacan, Blair y Buckholtz sabrían que la experiencia psicoanalítica ha revelado la condición humana en lo que tiene de esencial y singular; y que a su tesis práctica fundamental (la solución para combatir la criminalidad es el autocontrol del instinto agresivo), ya había respondido Freud, como consta en una carta fechada el mes de setiembre de 1932, carta en respuesta a una pregunta que le había formulado Albert Einstein, «¿Por qué la guerra?». Freud explicaba al genial físico alemán que «Los lazos amorosos no alcanzan para instalar una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón». ¿Qué es lo que se opone al lazo amoroso? Una de las manifestaciones de la pulsión de muerte es el sentimiento inconsciente de culpabilidad, que puede impulsar a la destrucción y al sufrimiento del semejante, así como a la ruina intelectual, moral o física de uno mismo. Nada bueno se logra cuando se desconoce que el superyó no sólo prohíbe, que no se agota en la afable voz de la conciencia moral, pues a menudo impele al goce y, por consiguiente, a transgredir las leyes en las que se funda la cultura.

 

A Blair y a Buckholtz parece que les trae sin cuidado que algunas personas fracasen al triunfar, y que otras quebranten las leyes por un sentimiento de culpa que los corroe por dentro, y que con el castigo por su acto criminal esas mismas personas denuncien la falta de la autoridad paterna en la construcción de su subjetividad. Y tampoco debe importarles que otras, suicidándose tras la comisión del delito, busquen la redención a una culpa, culpa habitualmente imaginaria, dado que el deseo de muerte sólo fue in mente, o por un fracaso, aunque habría que preguntarse ¿un fracaso de qué y ante quién? Si estos neurocientíficos hubieran leído a Freud, conocerían que el psicoanalista vienés fue el primer clínico que advirtió que los niños que se comportan de manera indomeñable, esos niños que por sus continuos gritos y continuada inquietud se dice de ellos que son un insufrible tormento para sus padres y para sus cuidadores, suelen hacer con sus ajetreadas travesuras una confesión y desean que los castiguen de una u otra forma. Y es que muchos de esos niños, diagnosticados de Trastorno de déficit de atención (TDA o TDAH, o sea, sin o con hiperactividad), buscan un correctivo para apaciguar su conciencia de culpa por deseos inconscientes edípicos, y la satisfacción de una aspiración sexual masoquista.

 

Si James Blair y Joshua Buckholtz, y con ellos otros neurocientíficos, estuvieran interesados en lo que enseña la clínica psicoanalítica, sabrían que el psicoanálisis ha descubierto que la fuente de la religión no es otra que el sentimiento inconsciente de culpabilidad, sentimiento que se deriva de los deseos hostiles e incestuosos del complejo de Edipo, de la protoculpa que en las Santas Escrituras responde al nombre de pecado original, la misma protoculpa que desde hace muchos siglos los piadosos hombres que abrazan los discursos religiosos pretenden liberar a la Humanidad mediante la forma reactiva que es la vida virtuosa. Cuando se comenta que el poder corrompe, que estropea al alma, que introduce la impunidad en el ser más honesto, y cuando se atribuye todo ello al declive de la democracia y aun a la decadencia de Occidente, convendría pararse a pensar en la condición humana, y en una cuestión de la que hablaré en otra ocasión como es la imposibilidad, diferente al consuelo de la impotencia, que debería presidir toda idea regeneradora y emancipatoria en lo individual y en lo sociopolítico.

 

Razones suficientes, creo, para que en el ámbito de la educación y en el del Derecho penal se tenga en cuenta el masoquismo del sujeto humano a la hora de dilucidar los motivos de la criminalidad, así como el modo de plantear la utilidad de los castigos y de las penas.

 

Girona, enero de 2013

José Miguel Pueyo