Nicholas Tarrier, o del extravío teórico y la ingenuidad práctica de la terapia cognitivo conductual

Lo que da de sí una de las disciplinas que conforman el gran Otro sociocultural, maligno habitualmente y que en el caso que me ocupa corresponde al llamado campo de la salud psíquica y aun del desarrollo personal, como es el modelo de la terapia cognitivo conductual, está representado en esta ocasión por las ideas del psicólogo londinense Nicholas Tarrier.

 

Con sus 61 años, este profesor de terapia cognitivo conductual en la Universidad de Manchester y colaborador de la Societat Catalana de Recerca i Terapia del Comportament, defiende, quizá para sorpresa de propios y extraños, aunque no podía ser de otra manera dadas sus credenciales académicas, la antigua y trivial idea de que si uno cambia el modo de pensar cambia también su manera de actuar.  

 

Por el periodista Lluís Amiguet, quien lo entrevistó para «La Contra» de La Vanguardia («Cambie su modo de pensar y cambiará su modo de actuar», Jueves, 13 de septiembre de 2012), conocemos que pese a que los argumentos de este terapeuta son estrictamente racionales, no puede evitar emocionarse cuando habla de sus pacientes, como si se sintiera enfermo y débil como ellos.

 

En cuanto a Amiguet, de creerle, las palabras de Tarrier hicieron diana en su sensibilidad. Tanto es así que confiesa que se alegró con el psicólogo, aun sin conocerlo antes de la entrevista, por un caso de los que había tratado, concretamente el de un esquizofrénico que, según él, pudo controlar sus voces íntimas gracias a razonar con ellas, hasta el extremo de poder trabajar como conductor de autobús.

 

Y no es que Tarrier desconozca todo, pues entiende que una persona diagnosticada de esquizofrenia puede superar esta grave afección psíquica. Sin embargo, cabe preguntarse ¿qué tipo de esquizofrenia sufría, desde cuándo, en qué grado y qué tratamiento/s había seguido su paciente? La cuestión aquí, la primera de todas, es que Tarrier debería entender, a imitación del clínico medio, que esos y otros aspectos de la historia clínica son imprescindibles a la hora de hablar de un caso con el rigor que merece. Por otra parte, puede resultar poco creíble que una persona que ha sufrido una esquizofrenia, a no ser que se trate de un brote psicótico aislado o de una psicosis transitoria, como suele decirse, llegue a trabajar como conductor de autobús, sobre manera por las dificultades y riesgos de todo tipo que comporta esa profesión.

 

Tarrier, emulando a algunos inquietantes personajes, entre los que se cuentan, curiosamente, no pocos intelectuales y renombrados académicos, en fin, imitando a individuos que no han podido zafarse de las ideológicas ideas que se ofertan en el mercado de la cultura, (desde las espirituales de la medicina cuántica hasta las más místicas del yoga pasando por la fútil meditación y las narcisísticas del Reiki, la terapia vibracional de los cuencos tibetanos, los cristales de cuarzo y los cantos mántricos para armonizar y/o estimular la energía que los gurús aseguran que se localiza en los siete chakras del cuerpo, y de cuantos que por estar bien cargados de demagogia afirman que aquellos sonidos producen impresionantes cambios en el interior de las personas, cambios que irían desde la claridad mental a la concentración, pasando por la creatividad, la paz, la relajación y la serenidad), tampoco deja pasar la oportunidad para tocar la fibra sensible de los no precavidos, como habitualmente se dice. Así es, por ejemplo, cuando subraya que ver cómo personas con enormes dificultades logran pequeños avances al enfrentarse a sí mismos, lo anima a plantar cara a las pequeñas obsesiones, que en contraste con las voces que avasallan a quien sufre una psicosis esquizofrénica, se le antojan ridículas. Afirmaciones parecidas se leen en clínicos poco experimentados. Y es que no es lo de menos ignorar que una neurosis obsesiva, más allá de sus habituales efectos invalidantes, puede provocar sufrimientos psíquicos incluso mayores que los que padece el esquizofrénico, en primer lugar por la conciencia de enfermedad del neurótico. 

 

La segunda afirmación de Tarrier que demanda atención es la siguiente: «Si se comparten los grandes problemas, esos problemas llegan a ser menos de uno y también menos grandes». La cuestión aquí es la siguiente ¿quién es ese otro al que una persona debería confesar sus problemas, sus cuitas y deseos? ¿Se refiere Tarrier a la esposa, al amante, a un amigo, al vecino del cuarto segunda, a los hijos…? Es más que probable que de hacerlo así el afectado empeoraría su problema y no poco dependiendo de la persona y el asunto a confesar. De ahí también que nada mejor que hablar de cuanto le pasa a uno por la cabeza al psicoanalista. ¿Por qué? Sólo el psicoanalista puede resolver el malestar que carcome a las personas, él es el único que puede advertir la causa del síntoma, causa que es opaca para el que lo sufre. Tanto más es así porque su deseo, el llamado «deseo del psicoanalista», está exento de ideología, impostura y engaño. Si las respuestas del psicoanalista no interfieren en el desvelamiento de la causa de lo que atormenta y tiene atrapadas a las personas es, entre otras cosas, porque el «deseo del psicoanalista» es el envés del discurso del amo, discurso éste que define al deseo del maestro, ya sea yogui, sanador, chamán, terapeuta cuántico, rabino o psiquiatra.

 

Higiene mental: no es nuevo. ─Esta es la primera cuestión que el periodista Lluís Amiguet plantea a Nicholas Tarrier─.

Porque funciona. La terapia cognitivo conductual está consolidada tanto para una pequeña obsesión como para una grave esquizofrenia.

[Comentario de José Miguel Pueyo (en lo sucesivo: J.M.P). Sin duda la terapia cognitivo conductual está consolidada, pero sólo, como es conocido, en el marco de la trasnochada y frecuentemente lesiva psiquiatría biológica y estadística del D.S.M –Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales–. Y no se conoce menos que los planteamientos cognitivo conductuales sólo tienen cabida en el campo etológico, y más concretamente que sus métodos no van más allá del adiestramiento animal: tal es su procedencia teórica y su destino práctico.]

 

Resúmala en una frase.

Las cosas no son como son, sino como las percibimos. Por eso, si logramos cambiar el modo en que pensamos y sentimos lo que nos pasa, también mejoraremos el modo en que reaccionamos y actuamos. Y cuando usted mejore su comportamiento, también mejorará el que tienen los demás con usted.

 

[J.M.P. Dos son aquí las cuestiones a analizar. Cambiar el modo de pensar y sentir no implica, a diferencia de lo que afirma Tarrier, mejorar el modo de reaccionar y actuar. Pero lo peor no es que este psicólogo sea dado a gratuitas generalizaciones. Es obvio que no se ha parado a pensar que una persona puede cambiar su modo de pensar y no por ello mejorar, bien al contrario, puede comportarse peor incluso que antes del cambio.

 

Todo indica que Tarrier se limita a repetir las lecciones de sus maestros, a repetir sin preguntarse el sentido de las ideas que presentan. De ahí que desconozca otro asunto de igual importancia, como es que las cosas no son como son por el proceso de simbolización, o sea, porque a un objeto alguien le dio un nombre, proceso en el que la palabra (piedra, por ejemplo) mata al mismo tiempo que da vida de otra manera al inscribir en el mundo del lenguaje-simbólico a una masa sólida (real) al nombrarla.

No es infrecuente que psicólogos de la escuela cognitivo conductual ignoren ¿qué es hombre, la sociedad, la filosofía, el arte, la pedagogía, la política, la religión, el malestar en la cultura y el modo de resolverlo, etc., etc? Sin duda juega en su contra el trabajo experimental con animales, pues sus ideas, en la teoría y en la práctica, proceden esencialmente de investigaciones con ratones. Se entiende, al margen de obstáculos ideológicos y otros prejuicios, que estos terapeutas no hayan podido advertir que el hombre no es en absoluto un animal: el lenguaje humano y la pulsión muestra esa incontestable verdad. (Bastaba, para introducirse en este asunto con alguna garantía de éxito, con haberse preguntado ¿qué es el lenguaje humano y qué es la pulsión?).

 

A Tarrier le es indiferente conocer las limitaciones de la sentencia filosófica, concretamente socrática, según la cual «El que conoce lo que es bueno se comportará bien». Escuché decir a mis profesores en la época del bachillerato, y creo no haber sido el único, que la sentencia del célebre muerto por cicuta fue rebatida por Aristóteles. El más conocido de los nacidos en Estagira, menos ingenuo que el maestro de Platón, advirtió que conocer el bien no implica hacerlo, a no ser que el beneficio sea propio y contra el prójimo. Por otra parte y a diferencia de lo que sostiene este psicólogo inglés, ¿quién puede asegurar que comportarse bien con los demás dará lugar a que ellos se comporten de igual manera con uno.]

 

Por ejemplo.

El miedo ha salvado a nuestra especie. Sin miedo la humanidad no existiría. Pero también hay muchas personas que no pueden controlarlo y sufren ansiedad y angustia.

 

[J.M.P. No sólo ni fundamentalmente el miedo ha salvado a nuestra especie, pues el valor, el arrojo, la valentía nos ha salvado también de innumerables desgracias. Más allá de que el miedo sea causa o efecto de un malestar, lo que hoy quiero subrayar, como vengo apuntando, es que por miedo o ignorancia, o por las dos cosas, una persona no pregunte al texto, escrito o dicho, por las cuestiones que el texto plantea. Sé la dificultad que eso comporta, sobre manera para las personas que no se han psicoanalizado, hecho que denuncia la malsana identificación inconsciente de no pocos al discurso del amo, ya sea académico o alternativo.

 

El miedo actual y coyuntural no puede por sí solo ser la causa de una neurosis. Es más, las neurosis actuales tienen habitualmente una causa estructural, o sea, hay algo que no funcionó en los primeros años de la vida de una persona, y ese déficit en la constitución subjetiva, por decirlo así, siempre espera un suceso para manifestarse en el síntoma, denunciando así el déficit originario.

 

Por otra parte, si existe un miedo auténtico ese no es otro que el que debería sentir la persona que está atrapada en el abrazo materno, alienada en el goce de la primera infancia, pues ese es el estrago causante de los mayores pesares. Indico que debería ser así porque el sujeto humano, por el contrario, teme verse separado del goce de aquel abrazo real o imaginado. Tal es una de las paradojas esenciales del sujeto humano, paradoja que recoge la expresión freudiana «El hombre no desea su bien». Se conoce que la separación es la condición de la salud, pero solemos resistirnos a ella. Además, la separación puede ser correlativa al miedo y a la culpabilidad que algunas personas experimentan por los deseos de la primera infancia. Deseos como matar al padre para ocupar su lugar en el deseo de mamá. Y es que al padre se lo percibe como aquel que se entromete en la primigenia relación idílica, y, por lo mismo, el que hurta un objeto que imaginamos exclusivo de nuestro goce. El miedo es pues a la separación del abrazo materno. Pero se trata de una separación necesaria, como acabo de señalar, ya que la separación, siendo la condición de la salud, es por lo mismo el origen de la madurez, la autonomía y el crecimiento personal, aspectos que suponen la superación del goce primario y paranoico de la primera infancia para poder gozar de los objetos suplencias del objeto perdido para siempre.

 

¿Puede ser más concreto?

El miedo a un accidente salva vidas cada día, pero ese mismo miedo, cuando degenera en un trastorno obsesivo compulsivo, hace que el conductor obsesionado revise veinte veces los frenos o el cinturón.

 

[J.M.P. Tarrier no parece que se haya propuesto ir más allá de lo banal. El problema es que lo banal impide conocer lo fundamental y esencial de los asuntos que él mismo plantea. El miedo, tal como este psicólogo lo entiende, no genera una neurosis obsesiva.]

 

¿Le ha pasado a usted algo parecido?

Tuve un ataque de ansiedad bajo el agua cuando buceaba. Creí que no podía respirar. Intenté frenar el pánico recordando lo que llevo media vida aconsejando: «Corrige tu conducta con el pensamiento». Y me dije a mí mismo: «Nicholas, el equipo funciona, así que, si te tranquilizas, podrás respirar.»

 

¿Funcionó? 

No, cada vez tenía más ganas de huir: salir a la superficie y respirar, pero eso hubiera precipitado la descompresión con fatales consecuencias. Me concentré en pensar hasta que encontré la idea que me desbloqueó: «¡Ya estás respirando, porque si no respiraras, estarías muerto! O sea, que relájate y respira». Entonces funcionó. Lógica inmediata.

 

El pensamiento corrigió la conducta.

Cito el caso porque ejemplifica el gran error habitual de seguir conductas de huida que perpetúan y agrandan los problemas, aunque la gente crea que la ponen a salvo.

 

[J.M.P. Las cosas puede que hayan sido como se nos dice. Por el hecho de ser citado, este ejemplo debe ser entendido como uno de los descubrimiento esenciales de la psicología cognitivo conductual. De ser así estaríamos ante una reedición de una recomendación conocida desde hace cientos de años, conocida también por los que no han pasado por la Universidad y no son psicólogos.]

 

¿Los conflictos de la vida cotidiana deben plantearse o rehuirse?

No corra, no huya, pero tampoco plante cara agresivamente. Analice su problema a fondo y negocie una solución. Pero, sobre todo, antes de actuar, anticipe siempre las consecuencias de cada paso que da. Y no lo dé si no sabe hacia dónde le va a llevar.

 

¿En qué sentido?

Antes de actuar plantéese qué quiere conseguir y cómo conseguirlo. Ese planteamiento ya es en sí un primer éxito, porque si uno mismo no se permite enfadarse, ya ha empezado a encontrar una solución: ha controlado su agresividad.

 

[J.M.P. Pero ¿qué ocurre si tras ese razonamiento uno sigue enfadado, si sigue estando mal con él y con los demás? La conocida solución que Tarrier nos propone no funciona. Y es que no ha tenido en cuenta, entre otras cosas, la causa del problema, una causa que puede ser inconsciente, y que de ser sí actuaría de espaldas del afectado, de espaldas del que ha quedado elidido también del planteamiento del psicólogo.

 

Si algo hay que advertir en no pocos terapeutas, y más habitualmente en maestros, yoguis, gurús y sanadores de todas las épocas y procedencias, no menos que en este psicólogo cognitivo conductual, es el inconmensurable narcisismo que denuncia desear que el hombre se reduzca al Yo, que se agote en la conciencia, y así en la conducta racional y aun emotiva.

 

Algunas personas no se arredran tampoco a la hora de desempolvar patéticas y siempre paranoicas tesis, como las del filósofo Pitágoras de Samos, o del celebérrimo y misógino por excelencia Platón. Este último aseveraba sin empacho que el hombre albergaba un corpúsculo divino, una partícula del Alma del Mundo, pues tal era su procedencia y su vinculación con elKosmos. Extraviados en lo intelectual y ajenos a la ética clínica, los acólitos de la llamada medicina cuántica, entre los que se cuentan algunos físicos tocados por la espiritualidad más disparatada, al enfatizar la noción de energía y con ella la vinculación o interconexión entre el macrocosmos (Universo) y el microcosmos (hombre) reducen a éste, ya no tan sólo al Yo-conciencia, como era deseo de Descartes, Leibniz y Hegel, pues al actualizar a los filósofos más antiguos y místicos agotan al sujeto humano en una Conciencia Pura y Divina.]

 

Pero soltarse también es un desahogo.

Siempre es el reflejo de una impotencia; además, piense siempre: «¿Adónde me lleva?»

 

Si no hago daño a nadie, chillar alivia.

En vez de abandonarse a la espiral de las reacciones, vuelva a los fundamentos y relajará su tensión. Si el conflicto estalla, por ejemplo, en su oficina, piense que su objetivo allí es tener un entorno agradable y una relación racional con sus compañeros.

 

Sentido común, pero no fácil de lograr.

Pues antes de hacer nada, recupere el control sobre usted mismo: respire. Ya ve, se trata de volver de nuevo a lo básico en vez de huir hacia el descontrol. Cuando controle la emoción, ya podrá volver a usar su sistema 2: el raciocinio. Ya no será un animal.

 

[J.M.P. Controlar las emociones. He aquí una de las ideas fundamentales de la psicología cognitivo conductual. Loable, sin duda, pero poca cosa, en verdad, pues para ese viaje no se necesitan tales alforjas, como alguien podía añadir. Y tendría razón. Tanto más porque el control de las emociones por el pensamiento racional y el análisis de la situaciones conflictivas era ya conocido y aconsejado por los filósofos morales de la antigua Grecia, por cierto y como es conocido, con escaso o nulo éxito.]

 

¿Y si se me va la pinza y no controlo?

Abandone el escenario donde ha perdido el control de sus emociones y vuelva sólo cuando lo haya recuperado. Trate entonces de racionalizar la situación y explicarla.

 

Supongo que usted se enfrenta a diario a problemas peores.

A mis pacientes esquizofrénicos que oyen voces les doy siempre el mismo consejo: «No huyas de ellas, ni las ignores: afróntalas y razona con ellas». De nuevo, recuerde que cuando trata de huir de un problema, suele empeorarlo. La huida aumenta el riesgo.

 

Es el primer recurso del débil.

Trato también muchos casos de shock postraumático. Es muy habitual que un paciente sufra flashbacks (recuerdos recurrentes) del momento de un accidente de automóvil. Esos recuerdos degradan su vida.

 

Es cuestión de sobreponerse.

De higiene mental: el pensamiento lleva a la emoción y la emoción a la conducta. No huya del pensamiento: ¡afróntelo! Razone.

 

¿Cómo?

La señora víctima del accidente también trataba de evitar recordarlo: huía. Pero la técnica adecuada es la contraria: evocarlo con toda nitidez y cuantas más veces, mejor.

 

¡Qué mal trago! ¿Para qué repetirlo?

Cuando ella trataba de evitar el recuerdo, no podía conducir o iba ridículamente lenta porque temía recordarlo de repente y paralizarse y tener otro accidente, pero cuando conseguí que buscara ese recuerdo, al principio fue peor, sufrió una angustia enorme.

 

Comprensible.

Pero, poco a poco, a fuerza de enfrentarse a su miedo y evocar el choque una y otra vez, en su mente el trauma pasó de ser presente a convertirse en ya pasado. Y así lo superó.

 

Se trabajó su problema.

Es una sencilla técnica que todos podemos ejercitar para poner nuestro cerebro a trabajar para nuestro bienestar.

 

[J.M.P. No hay duda de que es una técnica sencilla, además de conocida, y también inoperante. El gran Otro social ofrece al hombre desde antiguo y más aún en la postmodernidad muchas ideas e innumerables objetos para zafarse de los problemas, mientras que el dicho aconseja: «A las penas puñaladas». El alcohol, el tabaco, las drogas, la adicción al trabajo, al deporte, el móvil, los viajes y/o las compras compulsivas son recursos frecuentes en el intento imaginario de escapar de los problemas que acucian a las personas en la época actual. Pero si estos medios o la razón logran un efecto positivo, incluso solucionar alguna de las situaciones que presenta Tarrier, será, entre otras cosas, porque esas situaciones no tienen más motivación que la actual, ninguna relación con la historia de la persona que la sufre, además de una intensidad tan baja como para que una sola idea o pensamiento las reprima o solucione. Y en muchas ocasiones es así. Es decir, un pensamiento, una palabra pueden con una emoción o una conducta dolosa. Pero sería ingenuo y aún temerario generalizar esa archiconocida recomendación. A los partidarios de la psicología cognitivo conductual les trae sin cuidado e incluso llegan a aborrecer las cuestiones esenciales y fundamentales que afectan al sujeto humano. Así lo denuncia, por ejemplo, su malsana y siempre narcisista inclinación de reducir al género humano al pensamiento y la motivación conscientes, más propias de los animales, por lo que se han ganado el calificativo de antihumanistas.]

 

Girona, septiembre 2012

José Miguel Pueyo