La imaginarización de lo que somos. (O de los planteamientos sociobiológicos del profesor David Bueno)

 

De atrevimientos, aseveraciones y conjeturas

En el ámbito de la cultura, y quizá más curiosamente en el universitario, hay personas que ya sea por su posición social, institucional o idiosincrasia, no les resulta fácil comprender los perjuicios que pueden causar con sus ideas a quienes sin otro cuestionamiento que el ordinario los escuchan o leen.

Si bien se conoce que el atentado de esas personas contra la inteligencia no es sin atrevimiento, quizá lo que no se sepa tan bien es que los psicoanalistas estamos acostumbrados a los atrevimientos, tanto más porque un día sí y otro también los provocamos. Intentaré explicar a qué me refiero. A las personas que nos piden ayuda para erradicar sus inhibiciones, angustias, obsesiones, tedio ante la vida, temores, etc., etc., les decimos que la condición primera para curarse de lo que se quejan es que nos «digan no importa qué». No se trata, evidentemente, de que por el hecho de hablar esas personas vayan a curarse. No, no se trata de eso. Hablar, por sí solo, no cura; y si el que habla mayoritariamente es el terapeuta, puede ser esa la mejor estrategia para sugestionar al afligido paciente, y con la sugestión introducir en el tratamiento toda clase de engaños e imposturas, si bien no siempre conscientemente. El psicoanálisis nace, como ustedes habrán leído o escuchado, cuando Freud abandona las técnicas terapéuticas al uso; y las abandona porque además de estar presididas por la sugestión, no funcionaban. En suma, al psicoanálisis se va a hablar; y por la demanda del psicoanalista al analizante, «diga usted no importa qué», el analizante atenta en las sesiones contra los principios que rigen el funcionamiento del habla ordinaria y en particular contra las tres leyes sociales fundamentales: el sentido, el sexo y el agrado. De ese atentado, de tal atrevimiento lo primero que es dable subrayar es su necesidad. Es necesario porque es una característica de la regla fundamental del tratamiento psicoanalítico, la asociación libre, regla que dicho sea de paso constituye la contrapartida del principio de la abstinencia, principio que implica evitar la impostura de los ideales por parte del psicoanalista. En resumen, la demanda del psicoanalista, «hable de no importa qué», o lo que es lo mismo «diga usted todo lo que le pase por la cabeza durante todo el tiempo que dure la sesión» introduce en el psicoanálisis un atrevimiento que es la condición primera de la cura psicoanalítica.

Existen, ciertamente, otros atrevimientos; y uno de ellos es el que hoy sucintamente me propongo presentarles. A diferencia del atrevimiento que implica la asociación libre, el atrevimiento al que me referiré no es condición de nada que tenga que ver con apear de sí una afección psíquica, y menos aun de depurar un pensamiento imaginario o ideológico, que, como se sabe, son males muy lesivos para la inteligencia. El atrevimiento en cuestión es el de aquellos individuos que presentan conjeturas acerca del determinismo biológico del comportamiento humano. En fin, les hablaré del atrevimiento de quienes, si bien reconocen en lo que somos la incidencia del ambiente y de la educación, no han podido advertir la radical diferencia que separa al hombre de los otros animales. Por lo mismo, este tipo de atrevimiento no es exactamente el que caracteriza a los partidarios del biologicismo de rancia estirpe o de primera generación; no es, digo, el atrevimiento de los que aseveran que cuanto hacemos, imaginamos y deseamos está determinado por lo orgánico, dígase genes o neurotransmisores, aunque, ciertamente, el reduccionismo biologicista no deja de estar en la órbita de esas personas.

En esta ocasión no me detendré en las causas y consecuencias sociopolíticas de este modo de entender la naturaleza humana; una visión que no permite inscribir, al menos de entrada, a todos los acólitos del determinismo biológico en el grupo de los que defienden políticas netamente conservadoras, o de la variante denominada Nueva Derecha, como fue la de los gobiernos de Margaret Thatcher, en Gran Bretaña, y el de Ronald Reagan, en Estados Unidos. Sin embargo, lo que se ha dado en llamar lectura crítica siempre me ha parecido más próxima a lo Real y, por lo mismo, más ética que la crítica convencional. Esta predilección obedece a que la lectura crítica permite mostrar los condicionantes sociales y políticos de un determinado discurso, o lo que viene a ser lo mismo, quiere dar luz a la siempre importante cuestión de ¿cómo la ciencia puede validar los posicionamientos políticos y viceversa?

Un ejemplo del atrevimiento aludido, que presento aquí sólo por razones didácticas, se reconoce en el discurso, particularmente en los medios de comunicación de masas, del profesor del departamento de Biología y Genética del Desarrollo en la Facultad de Biología de la Universitat de Barcelona (UB), David Bueno i Torrens. Antes de presentar algunas de sus ideas, que para algunas personas ocuparían un lugar destacado en la mitología genética del comportamiento humano, concretaré los puntos básicos de ese discurso.

 

1º. En cuanto a los aspectos formales: Ejemplifica el de aquellos discursos que aseveran lo que a la vuelta de la esquina relativizan; es también un clara muestra de la generalización y el consecuente olvido del principio del «caso por caso»; así como de la desestimación del aporte de diferentes disciplinas al asunto tratado.

 

2º. Sobre las causas: La causa última no puede leerse en unos textos en los que faltan las asociaciones del autor. Sin embargo, no cuesta trabajo advertir en ellos un deseo al menos: que la biología tenga un lugar predominante sobre cualquier otro factor en la determinación del comportamiento humano. Mientras que la falta de referencias teóricas, más allá de las del autor, deja al lector a la espera de una discriminación que nunca llega.

 

Dichoso el que pueda conocer el porqué de las cosas

Publio Virgilio Marón

 

 

No somos seres con instintos

Diríase, empero, que algunas personas quieren hacernos creer que no carecemos de esa característica que, en realidad, sólo pertenece a los otros animales. También por este motivo el atrevimiento al que aludo se opone el rigor exigible a los planteamientos que se quieren científicos. Tal vez no quepa sorprenderse de que ese déficit o desliz cultural venga de una periodista, pero ¿qué cabría decir si procede de un investigador del Centre de Recerca i Estudis en Conflictologia de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) como es el profesor Bueno?

 

La periodista y el investigador dejan de lado las pulsiones y, por ende, el modelo pulsional. Omiten nada menos que uno de los factores esenciales en la conformación y en el devenir de cada uno de nosotros, y lo omiten a favor del instinto, que, como acabo de indicar, sólo es atribuible a los animales. (El error aparece en una entrevista de Marta Bausells, publicada en el diario catalán Ara, «La fidelidad es, en gran medida, una cuestión genética», 29/06/2011; de la que traduzco el título y en lo sucesivo algunos párrafos).

Más allá de lo que este extravío muestra respecto a la excelencia universitaria, tal vez quepa recordar que Freud estaba en lo cierto una vez más cuando decía que se comienza cediendo en las palabras, y luego nos encontramos ante los mayores desaguisados. Es por igual razonable y conveniente señalar que el mencionado déficit cultural es infinitamente menor que presentar conjeturas como si de verdades incuestionables se tratara, las cuales, además de la desorientación intelectual y aun moral que habitualmente provocan, suelen enardecer el narcisismo de alumnos y aun de los lectores en general.

 

La fidelidad, el amor y el optimismo vistos por un biólogo

¿Qué es la fidelidad? Según Bueno «… en una amplia medida, es una cuestión genética… Hay genes, implicados en conexiones neuronales, que tienen variantes asociadas claramente a personas que mantienen poca fidelidad de pareja. Y la misma variante la encontramos en todos los mamíferos que tienen la familia como base de su estructura social.»

 

Esta suposición no despeja ninguna duda respecto a la fidelidad y menos incluso sobre el amor, a no ser que se confunda el sujeto humano con los demás seres que habitan el mundo, y en particular con los ratones. Creo importante hacer notar que este traspié epistemológico procede, en realidad, de algo repetido por quienes no han podido diferenciar el hombre de los demás animales. Imaginemos, siquiera por un momento, que nuestro mapa genético es un 99 por ciento igual al del ratón; pues bien, ese supuesto 1 por ciento lo cambia todo, radicalmente todo. Y, sin embargo, algunos investigadores del comportamiento humano subrayan de ordinario el 99 por ciento y dejan al margen el importantísimo 1 por ciento. Nada saben hacer con ese 1 por ciento; así es porque ese 1 por ciento se concreta en que los humanos somos seres hablantes. Ahora bien, decir que somos seres hablantes no es suficiente, no basta si se ignora que el lenguaje humano es radicalmente distinto al lenguaje de los animales y al de los códigos artificiales; y, en segundo lugar, cómo ignorar que transcendemos el instinto y la necesidad merced a la pulsión, la demanda, el deseo y el goce.

No sorprende pues que Bueno desaprovechara la oportunidad que le brindó Marta Bausells para establecer las diferencias, al menos alguna importante, entre el hombre y los otros animales. La cuestión ¿Poder razonar no nos hace diferentes de los animales? queda zanjada para este investigador en el hecho de que sólo una cosa nos separa de los animales: «…todas las otras especies evolucionan de forma ciega, por azar, y nosotros somos la primera especie que puede decidir hacia dónde quiere que vaya su futuro.»

 

Leer a Bueno sobre el optimismo en «Apologia de l’optimisme». (Diari Avui. Dimarts, 12 d’abril de 2011) es leer a alguien que gusta tirar a lo fácil, como en ocasiones se dice, aunque no por eso acierta. Así es porque hace del optimismo, esto es, de una característica de los trastornos del ánimo (depresión, euforia, ansiedad), un ejemplo que validaría las bases biológicas del comportamiento humano y sus trastornos, pues subraya que dos neurotransmisores, la serotonina (menos serotonina más depresión) y la dopamina controlan los estados de ánimo.

 

Quizá pido demasiado cuando pretendo que se relacione la razón con el pensamiento y el lenguaje; quizá me excedo al solicitar que se entienda que el ser humano no se agota en el Yo-consciente; tal vez abuso al querer que se advierta que no decidimos siempre desde el Yo; y sin duda algunos dirán que peco de ingenuo si espero que se comprenda que la estructura del lenguaje humano, esto es, que en el Otro que nos habita falta un significante,

, según la notación lacaniana–. Y, asimismo, que esa falta en esa instancia que nos habita es la que nos hace seres deseantes, seres siempre dispuestos a crear, a inventar, a confeccionar teorías y discursos ¿para qué, con qué fin?, pues para calmar, entre otras cosas y aun fundamentalmente, la insatisfacción que se reconoce en nuestra inagotable hambre de nuevos objetos, y que la falta de uno, del objeto primigenio perdido en la más tierna infancia, provoca.

 

Quién sabe si hubiese bastado con consultar algunos de los textos más populares de Freud para advertir lo que acabo de indicar. Mas todo hace pensar que existen personas empeñadas en hacernos repetir lo que se conoce desde hace bastantes años, y que se obstinan también en llevar la contraria a Aristóteles en aquello de que «Todos los hombres por naturaleza quieren saber.»

 

Franz Joseph Gall resucit

Mayor consideración intelectual y clínica que Freud debe tener para el profesor Bueno otro austriaco de renombre universal, el doctor Franz Joseph Gall (1758-1828). Este anatomista y fisiólogo creó una disciplina, bautizada con el nombre de Frenología (del griego fren, mente, y logos, conocimiento) entre los años 1810 y 1819, en la que afirmaba poder adivinar el carácter, la personalidad y la predisposición de una persona gracias a las protuberancias de su cráneo. Gall llegó a decir sin el menor reparo que todas las facultades del ser humano estaban ubicadas en un lugar de la corteza cerebral (que estableció en 38 zonas: en la parte frontal del cerebro estaba la rudeza; en la parietal los sentidos, y en la temporal las cualidades intelectuales), y, además, que el experto era capaz de advertirlas por los abultamientos que presentaba el cráneo. Su imaginario pensamiento contribuyó, no obstante, a la investigación cerebral, y el mismo Gall es considerado como uno de los fundadores de los fundamentos biológicos de la psicología. Apenas cien años después, en La interpretación de los sueños, 1900, Freud daba al mundo algo totalmente distinto y de una importancia sin igual: las leyes del inconsciente y, por ende, las de la formación de los síntomas.

Que traiga a colación a Gall obedece a que según Bueno, «Hay genes que tienen algunas variantes que condicionan que tengamos inquietudes espirituales…». Sólo le hubiera faltado decir, para ser un auténtico frenópata, en el sentido de consecuente con el delirio de Gall, que presionando la zona 17 del cerebro (que corresponde al sentimiento moral de la espiritualidad) la persona en cuestión se pone en actitud de rezo.

 

¿Cómo no reconocer en la historia de las ideas a personajes que han elaborado teorías, por un tiempo al menos respetables, no siendo otra cosa que saberes imaginarios conformados por déficits intelectuales y/o a modo de compensación o satisfacciones sustitutivas de traumas o deseos frustrados!

 

 

La libertad del hombre según la mitología genética

Quizá la concesión al profesor Bueno del último Premio Europeo de Divulgación Científica por su libro El enigma de la libertad. Una perspectiva biológica y evolutiva de la libertad humana. (Editorial Bromera. Valencia, Alzira: 2010), aconsejó a Marta Bausells a plantear una entrevista en la que no faltase ¿por qué la libertad era un enigma? Tal vez la solución dualista de Immanuel Kant (1724-1804) y la del empirista escocés David Hume (1711-1776), no sean las mejores en esta cuestión. Para al célebre filósofo alemán, como seres materiales que somos estamos totalmente determinados, y en tanto sujetos morales y sociales somos libres y, por lo mismo, responsables de nuestros actos; mientras que Hume mantenía que sólo somos libres cuando actuamos de acuerdo con nuestros deseos. Pero no es mejor recurrir, no se sabe del todo con que intención, al determinismo biológico y a la generalización, esto es, a dos de los ejes que estructuran algunos discursos que se pretenden científicos. Bueno generaliza cuando afirma que «todas las personas desean sentirse libres»; y atenta al menos contra la epistemología cuando dice que «la libertad ha dejado de ser un enigma gracias a los descubrimientos de la genética y de la neurociencia…, descubrimientos que llevan a pensar que quizá no somos tan libres como nos pensábamos.»

El enigma de la libertad rescata de la memoria el libro de igual título de la escritora gallega Concepción Arenal (1820-1893), quien en su fuero interno alentaba el lema por ella misma acuñado «Odia el delito y compadece al delincuente», que sintetiza su visión de los delincuentes en tanto productos de una sociedad neurótica y represora. Ni que decir tiene que contrariamente a la concepción del sujeto humano de esta periodista y activista social española, además de ideóloga de la derecha liberal católica, Bueno se decanta por la determinación genética del comportamiento humano: «Hay genes –asevera– que tienen algunas variantes que condicionan… que seamos más o menos agresivos, altruistas o fieles. Incluso marcan… nuestra tendencia sexual… o las tendencias políticas –si eres más liberal o más conservador, no a quién votas–.»

En el asunto de la libertad, Bueno no contempla, al menos explícitamente, otras ideas que no sean las de su circunscripción. Omite, por ejemplo, las sociopsicoanalíticas que el filósofo y psicoanalista Eric Fromm (1900-1980) presentó en su trabajo El miedo a la libertad, 1941; y nada dice de la Función-del-Padre en el complejo de Edipo, esto es, de la todavía piedra angular en la determinación inconsciente de algunos de los aspectos mencionados (la tendencia sexual, el carácter, que seamos más o menos agresivos, altruistas, fieles, las tendencias políticas y religiosas, etc., etc.).

 

Quizá al profesor Bueno le hubiese bastado con leer «Algunos tipos de carácter descubiertos en la labor analítica», 1916, para constatar el rigor que es exigible en un investigador. El autor de ese trabajo es Freud, a quien en ese momento su singular escucha le permitió distinguir tres tipos especiales de carácter: los de excepción (que son las personas que se vanaglorian o culpabilizan a otros de sus déficits); los que fracasan al triunfar (en este caso los que la suerte los arruina); y los que delinquen por sentimiento de culpa (o sea, aquellos que con la pena esperan purgar un delito habitualmente imaginario).

Quiero pensar que la argumentación del psicoanalista vienés hubiese movido al rigor epistemológico que todo discurso sobre las bases biológicas del comportamiento merece. Además, desde Freud sabemos que el sujeto humano, del mismo modo que no es cartesiano, en el sentido de que no se agota en el Yo consciente, tampoco es libre, evidencia que recoge la fórmula el «Yo no es amo en su propia casa». Repetida hasta la saciedad, esta sentencia freudiana es la que parece desconocer nuestro investigador, por lo que le habría pasado por alto que en lo que hacemos, pensamos y deseamos está implicado directamente el Otro que nos habita, esto es, el inconsciente que se configuró en nuestra primera infancia merced a una relación de deseos en los tiempos lógicos del complejo de Edipo, complejo de deseos en cuyo centro y como pivote de nuestro modo de ser en el mundo y de la elección de objeto sexual, en suma, de lo que somos, se encuentra la Función-del-Padre.

 

De los que creen que somos 50% biología y 50% educación. (O de la primera visión sociobiológica del hombre)

Hasta aquí las afirmaciones de Bueno sugieren que no otorga relevancia alguna a la educación y a los condicionamientos socioculturales en la determinación de la libertad, la tendencia sexual, la agresividad, las inquietudes espirituales, las tendencias políticas, etc., etc., en suma, en la conformación de lo que somos. Sin embargo, no es así.

 

A la pregunta de Marta Bausells ¿De todo lo que hacemos, qué parte determina el instinto y cuál la razón? responde «Cuesta de cuantificar, pero más del 50% de nuestro comportamiento viene determinado biológicamente». Bueno, hasta este momento al menos, sigue de cerca a uno de los fundadores de la genética, el botánico y fisiólogo vegetal danés Wilhelm Johannsen (1857-1927), quien acuñó el término «gen» y que demostró que no todo está en los genes, y de manera más concreta la interrelación interior (biología) y exterior (ambiente en sentido amplio).

 

El hombre según la sociobiología moderna. (O más allá del 50% biología y 50% educación en lo que somos)

En «Apologia de l'optimisme», encontramos al profesor Bueno del lado de una de las variantes de la sociobiología. «Dicho así, –explica– podría pensarse que todo está condicionado únicamente por los genes. Pero nada más lejos de la realidad, porque la biología de nuestro cerebro es muy plástica y permite incorporar en su funcionamiento los condicionantes ambientales y sociales, los cuales pueden potenciar, y también limitar, todas estas características de nuestra personalidad». La libertad sirve aquí de ejemplo. ¿Somos libres? Como otros biólogos, él también considera que «… a pesar del gran acondicionamiento de los genes, sí que tenemos un cierto intervalo de libertad… y que una razón clave de la libertad es que somos una especie creativa». Y a modo de aclaración comenta asimismo a Marta Bausells, «Hemos basado nuestra supervivencia en la creatividad, inventamos cosas constantemente. Y somos la única especie que lo hace. Para crear hay que tener ideas nuevas, que deben basarse en una libertad de pensamiento –pequeña, porque de ideas creativas tenemos muy pocas a lo largo de la vida–. De hecho, la evolución lo ha favorecido: cuando creamos cosas, igual que cuando comemos o nos reproducimos, sentimos placer, porque es útil para la especie y le permite adaptarse a ambientes diferentes. Son estrategias de supervivencia.»

Cabría preguntar, se me ocurre en este momento, ¿pero si son estrategias de supervivencia por qué la gente se suicida, o por qué se les ocurre ir por la autopista en dirección contraria, ya no menciono la Reacción terapéutica negativa, u otros aspectos que a menudo observamos en la clínica? Cómo no preguntarse algo tan básico, dejar de lado, entre otras cosas, el hecho demostrado de que el sujeto humano siempre tiene razones inconscientes para no querer su bien.

 

Por otra parte, deducir del acto creativo que tenemos un intervalo de libertad, es dejar en la cuneta las características de la pulsión; pero hacerlo de otro modo es imposible para quien no la diferencia del instinto. Además, el objeto creado puede producir placer, sin duda momentáneamente, mas no hace feliz al artista. Cómo olvidar en esta ocasión que el artista es un sujeto humano, lo que quiere decir que está sujeto-al-Otro, a la demanda que le viene del Otro del lenguaje que lo habita. Por ser sujetos-al-inconsciente, estamos sujetos, en consecuencia, a una instancia que está estructurada como un lenguaje; pero lo que hay que destacar es que nuestro lenguaje es radicalmente distinto al de los animales y al de los códigos artificiales. La diferencia radica, como muchos de ustedes saben, en la falta que caracteriza al lenguaje humano (-1 significante), falta que hace del Otro del lenguaje (Otro = inconsciente = lenguaje humano, distinto, por lo mismo, de lo que cierta lingüística nos dice que es nuestro lenguaje) un lugar inconsistente por esa incompletud (-1 significante = 2, en el álgebra lacaniana). Ninguno de nosotros, por esa razón, podemos satisfacer la demanda del Otro que nos habita, y tampoco el artista lo conseguirá con el objeto artístico. He aquí la causa básica de la perpetua insatisfacción del deseo y el acto creativo como respuesta a ese agujero del Otro, respuesta a lo Real traumático del lenguaje humano. (Demanda del Otro → Pulsión ≠ objeto. Es decir, la pulsión se inicia en la demanda del Otro interior, de ahí que se hable de sujeto acéfalo de la pulsión; y a diferencia del instinto, la pulsión, por tener que pasar por el Otro del lenguaje, que como acabo de indicar es incompleto, no sólo no tiene objeto necesario sino que además no puede alcanzar el objeto, hecho que explica el perpetuo retorno de la pulsión).

 

Sorprende que alguien pretenda, tanto más en tiempos hipermodernos, que el placer que sentimos al reproducimos obedece a que ese acto, el acto sexual, es útil para la especie; y deducir, quizá, de esa suerte de utilitarismo que somos seres altruistas.

 

Sociobiologismo y postdarwinismo

El modo de entender la conformación de nuestra especie por el profesor Bueno no es ajeno al pensamiento de algunos sociobiólogos. Se advierte, entre otros, en el británico Richard Dawkins, conocido por el gran público por su ateísmo militante, y en el entomólogo y biólogo estadounidense Edward Osborne Wilson. Todo hace pensar pues que Bueno se encuentra entre los que creen que el ambiente, a lo largo de las generaciones (filogénesis), ha modificado el genoma para una mejor adaptación de los individuos al medio. Esta tesis viene de algún modo a validar la Teoría de la Evolución de Charles Darwin, y puede inscribirse en la postdarwiniana transformación consciente e intencionada del medio. Pero de lo que no cabe duda es que Bueno cree que en lo que somos, el entorno y la educación «Influyen mucho. Durante la infancia y la juventud es cuando se acaba de confeccionar el cerebro. Muchas conexiones neuronales vienen predeterminadas, pero las funciones más elaboradas se van haciendo en los primeros años de vida. Hasta los 7 es brutal como se interconectan las neuronas, y hasta los 23 siguen haciéndolo a buen ritmo. Y esto se hace en función del uso que hacemos del cerebro. Si utilizamos mucho un área, se producen más conexiones.»

La primera consideración es por demás conocida. Pero a efectos que van más allá de la divulgación científica, alguien tendría que haber apuntado que el llamado rey de la creación es uno de los seres más necesitados de sus congéneres. Baste recordar que si al cachorro humano no le hablan no llegará a ser un ser parlante, como se conoce por la dramática experiencia protagonizada por el rey Federico II de Hohenstaufen (1194-1250); que es asimismo un ser indefenso, pues morirá de no estar protegido del exterior y/o si le falta alimento; y que nace inacabado o inmaduro, ya que su sistema neurológico precisa ser mielinizado y conexiones de ese orden para su óptimo desarrollo.

 

Cuando los genes, la educación y la predisposición conforman lo que somos

¿Qué papel tienen los padres en el desarrollo de sus hijos? Responder como hace este biólogo desde los limitados principios de la psicología cognitivo conductual no es adecuado si se quiere decir algo coherente sobre el sujeto humano. Afirma que lo que somos, al lado de los genes, está programado por la educación recibida en nuestra infancia. Y con igual naturalidad asegura, echando mano en esta ocasión del mito de la predisposición, que «Hay personas que son de naturaleza biológica más libres, al igual que los hay que son más altas que otras, pero la libertad también la tenemos que aprender, y la educación puede hacer mucho para hacer personas más libres o menos. El intervalo de libertad con que nace cada uno lo podemos hacer más amplio y, lo que es más importante, reducirlo». Genes, medio ambiente y educación. Ahí está lo fundamental en la determinación de lo que somos para profesores como Bueno y para algunos sociobiólogos de última generación. ¿Y el psicoanálisis, que dice el psicoanálisis? Del mismo modo que no reniega de los genes, del medio ambiente y de la educación, descubre, como he indicado, aspectos en el propio sujeto y en sus relaciones con los otros que son fundamentales y esenciales para la configuración de la subjetividad y para resolver los problemas que en ella pueden acontecer.

 

Consejos de un biólogo para la crianza de los niños, sobre la violencia de género, y porqué elegimos a los amigos

El profesor Bueno se encuentra también entre los que no se arredran a la hora de impartir consejos para el mejor desarrollo de los niños. De hacerle caso «No debemos restringirles la libertad: cuando tienen una idea y se la despreciamos, condicionamos que no tengan nuevas. Les mutilamos la creatividad, que va asociada a la libertad de pensar.»

No cuesta trabajo subscribir esas palabras. Pero quien lo haga asumirá el sentido común, nada más. Notable es la limitación respecto a lo que desde hace años se conoce de este asunto; y lo que se sabe es que la educación, siendo absolutamente necesaria, no es suficiente. La condición del éxito de la educación y de la normalidad psíquica es la Función-del-Padre, función que se caracteriza por una necesaria prohibición, por el No al goce-todo, esto es, el No al deseo de hacerse Uno-con-el-otro, que es la última aspiración de la criatura humana. Por esta razón, el lema ‘La educación nos hace libres’ sólo puede admitirse en el marco de una divulgación que en modo alguno podría calificarse de científica. Yerra pues quien imagina que el liberalismo pedagógico es una virtud, o si se quiere que las ideas de un niño son en sí mismas saludables, y que hacerles ver que no lo son es un error pedagógico. Pensarlo así es desconocer que la privación, la frustración y la castración son del orden de lo necesario para el adecuado desarrollo de la criatura humana. En resumen, padre es aquel que ejerce la interdicción que lo convoca desde los orígenes de la cultura, aquel que deja de ser mero genitor por haber hecho imposible para su progenie lo Real del goce, siendo ésta la condición de la normalidad que como seres humanos podemos esperar.

 

Quien no lo quiera admitir así, puede dejar al niño anclado en sus imaginarias ideas, mutilado también por sus pretensiones edípicas, incluso puede favorecerlas si lo desea; esa será su responsabilidad, no la de lo genes y de los neurotransmisores, en la crianza de los que tan humanitariamente pretende favorecer.

Quizá todo el problema y aun lo que explicaría las divagaciones en el campo que se pretende saber, sean en mayor grado de naturaleza cultural. Y de ser así algo tendría que ver el no haber leído, o quizá poco y mal, a Freud, e ignorar qué cosa es el psicoanálisis. Para los que piensen que exageramos o que tenemos una perversa tendencia a endiosar al primer psicoanalista, tanto más porque nuestra práctica clínica es el psicoanálisis, me permitiré recomendar sólo uno de sus trabajos, fechado hace ya más de cien años, por lo mismo de la primera época del investigador que estableció algo más que los lineamientos fundamentales de la ciencia de la subjetividad, trabajo en el que el genio vienés resuelve muchas de las cuestiones que el profesor Bueno se plantea, y que tiene el significativo título de Proyecto de una psicología para neurólogos, 1895 [1950].

 

En «Històries de sexe i violència» (Diari Ara. 01/03/2011), Bueno defiende el origen genético, neuroquímico y neurológico de los comportamientos violentos. El resultado es el que cabe esperar de un programa de carácter etológico, en este caso de un estudio del comportamiento de los ratones que vendría a explicar el de los seres humanos. Tanto más es de este modo porque el estudio se pretende validar en el hecho de que nuestro hipotálamo tiene circuitos neuronales extremadamente similares al de esos roedores. Es en razón de esa pobre ecuación que Bueno enuncia una serie de suposiciones, consejos e ideales que no superan lo que son, esto es, suposiciones, consejos e ideales, aunque no olvida presentarlos con el sugestivo envoltorio de lo que podría ser: «Es muy posible que determinadas alteraciones neurológicas y/o genéticas puedan explicar, en algunos casos, determinados comportamientos humanos como la violencia de género, y también la gran dificultad de reinserción de estas personas y de los violadores.»

A esta socorrida y antigua hipótesis, nunca demostrada a no ser que se refiera a personas con un déficit genético o una malformación neurológica que dan lugar a actos violentos, Bueno añade una suerte de recomendación a la judicatura: «…el conocimiento de estos circuitos neuronales y de las alteraciones implicadas en estos comportamientos tan terribles puede hacer que nos replanteemos conceptos claves del sistema judicial como el de responsabilidad». Y a modo de conclusión presenta las consecuencias del tratamiento ideal en la reinserción: «Lo más importante es que esos descubrimientos facilitarán la reinserción de estas personas, cosa que evitará padecimientos a hipotéticas futuras víctimas.»

Ignoro si este investigador piensa, a fines terapéuticos, en el bloqueo afectivo e intelectual que produce el electrochoque; en la apatía que provocan los neurolépticos de nueva generación; en el programa de los implantes en el cerebro al modo que preconiza el científico británico Kevin Warwick; o quizá en el control físico de la mente con el Estimociver, un invento de los años 60 para la implantación de electrodos del médico, natural de la ciudad malagueña de Ronda, José Manuel Rodríguez Delgado, con el que estimulaba por control remoto varias zonas cerebrales, demostrando que podía influir en el comportamiento autónomo, somático y motor, así como modificar la ansiedad y la agresividad. No lo sé.

Lo que no desconozco es que en los congresos de psiquiatría biológica se renuevan las hipótesis genéticas totalmente gratuitas que, al lado de las nomenclaturas del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), excluyen la clínica de sujeto hablante y, por ende, el complejo de Edipo, la Función-del-Padre, la identificación, la demanda, el deseo y el goce, por ejemplo, en la conformación de lo que somos; y que en esas cumbres proliferan individuos que apelando a la sugestionabilidad y al imperecedero hambre de nuevos objetos del sujeto humano, presentan como novedad lo que no son sino banales y aun aprovechadas ideas, como la de que los trastornos psíquicos están absolutamente determinados por el código genético y los neurotransmisores. A tan ilusoria línea de pensamiento pertenecen los acólitos del científico estadounidense Dean Hamer, una de las autoridades en el campo del reduccionismo biológico, quien ve en la homosexualidad, por citar una al menos de sus ideas, un fenómeno determinado por los genes. Sin duda la reduccionista visión biológica de las afecciones psíquicas ayuda decididamente a que el 36 por ciento de los medicamentos recetados en los centros de atención primaria sean antidepresivos, según el conseller de Salut de la Generalitat de Catalunya, Boi Ruiz.

Nadie puede negar la incidencia de los genes, de los neutransmisores y de la educación en lo que somos. Pero ahí no se acaba el mundo. Ideas de ese calibre constituyen un desprecio a la verdad clínica que descubre el psicoanálisis, así como a las opiniones de muchos investigadores de las bases neurofisiológicas del comportamiento humano, y a cuantos exploran con rigor y libres del peso de las ideologías los ámbitos comunes del psicoanálisis y las neurociencias. Me refiero, entre otros, a profesores como Richard Lewontin, Steven Rose o León Kamin; o los miembros del Grupo de Biología Dialéctica; neurólogos como Antonio Damásio, Eric Richard Kandel, Cristina Alberini, Heather Berlin, Vittorio Gallese, Robert Michels, Donald Pfaff, Joseph Leroux; o la misma Sociedad Internacional de Neuropsicoanálisis, fundada en julio del 2000, de la que son miembros destacados el neuropsicólogo Mark Solms y Jaak Panksepp.

 

El profesor Bueno no deja fuera de sus intereses a la amistad y el apareamiento. De la homofilia, o atracción entre las personas, y de la heterofilia, en el sentido de atracción por lo diferente, afirma que «… pueden estar también causadas por el genoma de la personas implicadas? Es decir, es posible que establezcamos más fácilmente amistad con aquellas personas que en algún aspecto determinado son genéticamente más parecidas a nosotros, o bien diferentes?»

Los ratones no validan en esta ocasión esa hipótesis; otros animales según se nos dice lo hacen, los de pluma, «… algunas aves se agrupan en bandadas no familiares atendiendo a sus semblanzas genéticas, –informa Bueno–. Y en nuestra especie se ha demostrado que, inconscientemente, tenemos la tendencia a aparejarnos con las personas que tienen determinados elementos del sistema inmunitario diferentes al nuestro –el llamado sistema HLA–, lo cual propicia que los descendientes que pueden surgir de estas uniones tengan un sistema inmunitario robusto». Además, prosigue: «… tenemos tendencia a establecer amistad con personas que tienen las mismas variantes genéticas del gen DRD2 –homofilia por DRD2– y, en cambio, con personas que presentan variantes genéticas del gen CYP2A6 diferentes a las propias –heterofilia respecto a este gen–. Es decir, que de los seis genes analizados, dos están implicados en la elección de las amistades.»

 

Alguien podría imaginar, más incluso de seguir el razonamiento del profesor Bueno, que hay un saber en la genética configurado para el bien de la especie. Es decir, un saber destinado a que las especies sean más robustas y no sufran enfermedades, como la homofilia, en cuya causa se encuentra el amor y/o el deseo. Quizá alguna vez se entienda que el Otro que nos habita es un saber, el del pensamiento inconsciente, al que el mismo Bueno se refiere. Por ese motivo, también, ¿alguien podría pensar que el saber de la genética no es sin el Otro saber que nos habita y cuyas leyes fueron descubiertas por Freud en el recodo de los siglos?

 

El mainstream o corriente ideológica, en el sentido de principal, de la cultura, no suele ser sin víctimas, tanto más si se trata de la visión biologicista de sujeto humano. Todo sugiere que habría que apostar por la regeneración de las ideas, pues tal vez así retroceda el hastío cultural y se pongan en marcha los mecanismos para el necesario impulso a la ética y a la epistemología.

 

Girona, julio de 2011

José Miguel Pueyo