De la nostalgia del goce perdido en la impostura de los maîtres

Nada permite asegurar que lo que sigue pueda conmover a los maîtres (amo-maestro en francés) que se proponen, consciente o inconscientemente, obturar la oquedad que somos (vacío que designa la sigla $: sujeto del inconsciente, sujeto tachado, barrado, castrado, en el álgebra lacaniana), mediante objetos científico-técnicos y/o sentidos (sucedáneos imaginarios del objeto a, esto es, del objeto del goce perdido para siempre en la primera infancia), desde la combinación de meditación y dieta conocida como kriyas hasta los estimulantes y depresores que se ofertan a cada esquina, pasando por el patético «Usted debe hacer» de los libros de autoayuda, el reduccionismo neuronal o los piadosos postulados de las religiones.

(donde S es el sujeto agotado en la conciencia, en el yo, en el sí mismo, en el self)

Estoy con los que opinan que la ingenuidad invista a quien confía en el buen hacer de los que prometen el Bien Supremo contra la insatisfacción del deseo, no pudiendo dar sino lo que desde antiguo viene proveyéndose el hombre sin otra ayuda que la de él mismo, aspecto, entre otros muchos, que Freud presenta en ese magnífico trabajo que es El malestar en la cultura, 1929.

Motivos esenciales de la insatisfacción ordinaria Lenitivos ordinarios para combatirla

Freud advirtió que el sufrimiento nos amenza por tres lados:

 

1º. Desde el propio que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor, la insatisfacción y la angustia.

 

2º. Del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables.

 

3º. Y por fin, el sufrimiento procede de las relaciones con otros seres humanos.

E indicó que para soportar la vida recurrimos a apoyaturas, a «quitapenas» («No se puede prescindir de las muletas», nos ha dicho Theodor Fontane, como reecuerda el primer psicoanalista). Los hay de tres tipos:

 

1º. Distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria.

 

2º. Satisfacciones sustitutivas que la reducen.

 

3º. Narcóticos que nos tornan insensibles a ella.

El psicoanálisis en la clínica y en la cultura

El psicoanálisis es una práctica clínica y un discurso que posee recursos que se han demostrado clarificadores del hecho social, entendido como malestar en la cultura según Freud, y malestar o insatisfacción del deseo, en términos de Lacan. Es más, en la historia del pensamiento no existe ninguna disciplina de las características de la que se inaugura con el psicoanalista vienés, ninguna disciplina que siendo clínica, es decir, destinada al tratamiento de los trastornos psíquicos, haya dado una nueva luz, como lo ha hecho y sigue haciendo el psicoanálisis, a no pocos aspectos de la antropología, de la religión, de la sociología, del arte, así como de la política, la filosofía, la educación, la psiquiatría o la psicología. Pero no es por ser una de las últimas disciplinas aparecidas en el campo de la cultura que el psicoanálisis tiene ventaja; no, si tiene alguna ventaja en lo que aporta a la clínica, a la ética y a la cultura en general es por el descubrimiento esencial de la subjetividad: el Yo no es amo en su propia casa.

Igualmente demostrado es que el acto psicoanalítico, por ir al corazón del ser, puede conmocionar el sueño de los crédulos, al menos el de los no demasiado agotados anímica e intelectualmente por la ideología. Quizá no está todo perdido para los atrapados en la Psicología del Yo, en la homeopatía, en las flores de Bach o en el folkore tibetano de los tulpas, que como se sabe es la supuesta materialización de objetos y aun personas con el solo instrumento de la mente. Solo hay que llamar a la puerta del psicoanalista, a la puerta de quien pone entre paréntesis las doctrinas y técnicas que se ofertan en el mercado de la salud, entre otras cosas porque el psicoanálisis nace al demostrar la toxicidad de la impostura y del engaño de los procedimientos basados en ese aprovechamiento de la transferencia que responde al nombre de sugestión. Son dos los aspectos básicos planteados hasta aquí:

 

1º. Que el psicoanálisis tiene algo que decir de la cultura y de la producciones que la conforman. Es más, su interpretación de la realidad da a conocer aspectos imposibles de advertir por otros métodos.

 

2º. Y que del mismo modo que se ha demostrado un excelente tratamiento para todas y cada una de las afecciones psíquicas, logra habitualmente que los atrapados en el escarnio intelectual de los saberes de los maîtres dejen de estarlo.

Siendo el psicoanálisis una de las respuestas más rigurosas a los síntomas de la cultura, entre los que se contabilizan no pocas perturbadoras añagazas, no sorprenderá que mi interés no sea la crítica por la crítica sino el origen y la función del saber de los maîtres. Al insustancial bla, bla, bla, a la palabra vacía de tertulia de café, y sin prejuzgar el plano descriptivo, le corresponde, por ejemplo, conocer la razón que lleva a las neurociencias a hacernos inmortales (acorde con el proyecto Biodesign de la agencia norteamericana DARPA, la más insólita y posiblemente la mejor presupuestada del Pentágono), anhelo que toma el testigo de la antigua religión. Esta comunidad de ilusiones, que revela la continuidad Fe-Razón, denuncia la herida narcisista de la castración simbólica y el deseo de mantener vivo a Dios.

 

Tampoco cabe sorprenderse de que los maîtres sigan insistiendo en que las cosas son como las imaginan. A pesar de las pruebas clínicas y epistemológicas en su contra, pueden reconfortarse en sus ideas al ser reconocidos por algunas instituciones públicas como expertos en salud. (El argumento de que curan por sugestión es tan cierto como que la sugestión tiene efectos rápidos pero breves en el tiempo, mas lo peor, y no sólo por quedar escondido tras el falaz argumento de las virtudes de ese anticuado proceder, es que quien abraza la sugestión pierde tiempo, dinero, salud e inteligencia).

 

Trátese en lo que sigue de una primera tentativa de demostrar que en el origen del saber de los apóstoles del sentido y de la felicidad no se encuentra tan sólo un factor fenomenológico como sería la desidia intelectual o la quiebra del juicio crítico. Todo me lleva a pensar que en las doctrinas y técnicas de los maîtres, dejando al margen las identificaciones secundarias sin causa estructural, está el deseo neurótico de salvar al Yo de la herida narcisista de la castración simbólica.

 

La Función-del-Padre en las producciones del duelo por la pérdida del objeto a

El eje articulador del origen, la naturaleza y el sentido del saber de los maîtres es, también en esta ocasión, el padre.

Freud no dignifica al padre aunque subraya que no se extingue en el genitor, y no se refiere solo con esa indicación a una cuestión pedagógica. Demostró que la Función-del-Padre, aspecto que llevó a cabo Lacan, es el pivote del complejo de Edipo. Es decir, lo que descubre Freud es que nuestra manera de ser en el mundo y la elección sexual depende de cómo se efectúe esa función en ese momento temprano de la vida, ya que una vez cruzado el Rubicón -ese tiempo temprano- la suerte está echada para el sujeto. En resumen, la Función-del-Padre vectoriza la subjetividad.

 

No puedo dejar de indicar que siendo la Función-del-Padre funda-mental por estar destinada a la normativización del sujeto que implica reprimir las primarias pulsiones incestuosas y agresivas, no opera, aun en el mejor de los casos, de manera absoluta. Esta cuestión permite señalar que el padre, por ese déficit de la represión de las pulsiones primarias, no nos hace tan buenos como sin duda desearíamos. En resumen, en el mejor de los casos la Función-del-Padre tiene un déficit, un déficit que puede calificarse de normal; y lo destacable es que ese déficit se encuentra en el origen de las cuestiones a las que hoy intento dar alguna luz. Así es porque:

 

1º. Determina la insatisfacción que caracteriza al deseo. (Prohíbe el goce-Todo a favor del deseo, deseo que vive, por esa prohibición-pérdida, de la insatisfacción).

 

2º. Y porque la insatisfacción normal del deseo, y en ocasiones con más decisión la enfermedad declarada, inclina a no pocas personas al saber-sentido de los maîtres. La historia recuerda que ellos fueron los primeros en arrogarse la gestión de la felicidad, en crear saberes y técnicas para la insatisfecha, insegura, angustiada y/o afligida criatura humana, procedimientos con características disímiles, entre los que se encuentran los que dan sentido a la vida dándoselo a la muerte.

Del déficit de la Función-del-Padre

El déficit de la Función-del-Padre mueve al maître y al que no lo es a buscar aquel tiempo perdido, el de la primera infancia, por ser el de la «primigenia experiencia de satisfacción», según la expresión de Freud. Empuja a unos y a otros al abrazo mítico, mítico sin duda en no pocas ocasiones, pues como suele decirse al hablar de Dios, «si no existiera, el hombre, huérfano de afecto y más precario aun en su existencia, tendría que inventarlo.» Así, la función destinada a extraer el goce-Todo del Otro que nos habita impele al reencuentro con él. Esta circunstancia disculpa en parte pero solo en parte las ideas y recomendaciones de los maîtres, y esto en el sentido de que el primer déficit es del otro, del personaje que ejerce la Función-del-Padre.

 

Cierto es que el extravío del amo lo es por partida doble y sin excepción interesado hasta la náusea, tanto más si hace suyo un síntoma de sus mayores a la medida de su deseo, y porque con una más que probada falsa generosidad, dado que entre otras cosas oculta la razón de un aprovechado desprendimiento, vende humo, como habitualmente se dice. La enfermedad del ignorante no se agota pues en que ignora su propia ignorancia, según entendía el escritor estadounidense Amos Bronson (1799-1888). Se trataría de acercarse al saber del amo moderno y al del que no lo es tanto en sus aspectos estructurales:

 

1º. En cuanto a su origen: Déficit normal o patológico de la Función-del-Padre.

 

2º. Naturaleza: inconsciente.

 

3º. Sentido: Perversa inclinación a salvar al Yo y obturar el vacío de lo Real.

 

4º. Procedimiento: Aprovechamiento de la insatisfacción y de las diferentes formas de la angustia mediante la persuasión.

Una de las máximas aspiraciones del hombre es sin duda la tranquilidad psíquica, la ataraxia de la que hablaban los antiguos filósofos de la Hélade. Pero si debe ser entendida como sinónimo de felicidad lo será para nosotros, a diferencia de quienes profesan la moral de los ideales, común entre los ideólogos y de cuantos anhelan obturar el agujero de lo Real, por estar presidida por la eticidad del deseo.

De la renegación de la falta a-ser a su semblante

A semejanza de lo que acontece en la perversión como estructura psicopatológica, en el saber del maître todo indica que se trata del deseo inconsciente de:

 

1º. Eludir-denegar la falta a-ser. Esto es, del neurótico intento de rechazar la castración simbólica.

2º. Y, correlativamente, de desear algo más de lo que de ordinario anhela el hombre, como es recuperar el goce perdido, goce que remite a la mencionada experiencia mítica de satisfacción, y que inaugura la perpetua repetición de la insatisfacción de la pulsión, que es tanto como hablar del eterno retorno del goce.

 

Los maîtres de todas las épocas han propuesto semblantes del objeto perdido como si se tratara del objeto a, un barroquismo imaginario para cubrir el trauma del vacío estructural que ha hecho fortuna en fórmulas como Hacerse Uno con el Otro; Goce absoluto en una vida eterna; Sentido de la vida; Reencuentro con uno mismo y/o con la naturaleza; Nirvana y sabiduría universal, etc., etc.

Un saber que no es el nuestro

Es conocido que el saber del psicoanalista tiene por condición primera que un día fue analizante. Este término, analizante, es preferible a analizado porque quien se dirige a un psicoanalista no es para «hacerse analizar» sino para ponerse al trabajo de asociar libremente (libertad de palabra, no equiparable a las más conocida libertad de expresión), regla fundamental del análisis y única demanda del psicoanalista al analizante (diga no importa qué), demanda que al lado del acto psicoanalítico son los factores básicos para la disolución de las identificaciones-síntomas que habitualmente hipotecan la vida de las personas. En resumen, el punto de partida del saber psicoanalítico y del tratamiento del mismo nombre, o sea, lo ineludible por ser la condición sine qua non de una práctica digna de ese nombre, es el análisis del psicoanalista. En su defecto, los puntos ciegos del psicoanalista pueden ser inconmensurables, y las ideas del psicoanalista podrían irrumpir en una práctica que dejaría de ser psicoanalítica para ser ideológica.

 

Solo los acunados al arrullo del paralizante sentido de los discursos religiosos pueden suponer que un psicoanalista admitiría que el saber del Rabino Moshé Ben Najmán (1194-1270), conocido como Nahmánides, afincado por un tiempo en Girona, procedía de los ángeles. Esa imaginarización soporta entre otras penas la de no ser original, como se advierte al echar una hojeada a la historia de las religiones. El saber que había que hacer respetar al pueblo siempre cayó del cielo a las manos de algún maître. Por inspiración del Espíritu Santo disponemos de los textos de los apóstoles. Esta antigua y aprovechada tradición quedaba inaugurada en la tierra de las pirámides.

En el templo de Edfú, centro de adoración de Horus, protector de las dinastías regias, se encuentran representados unos seres mito-lógicos conocidos con el nombre de los Sabios de Meheweret, a los que los egipcios rendían pleitesía en virtud de que los sacerdotes afirmaban que habían establecido los principios del comportamiento moral que el pueblo debía observar. Los sacerdotes afirmaban que habían depositado bajo los pies del dios Anubis, en Letópolos, ya en la época de Usephais, faraón de la I dinastía (del Período Arcaico o Tinita, que transcurre desde el 3100 aC hasta el 2900 aC, aproximadamente), y en el templo de Onofris, los papiros que contenían los remedios para todo tipo de dolencias. Así consta en el Papiro Ebers, «Principios del libro [de los remedios] para combatir los dolores de todos los miembros de un hombre, tal como fueron encontrados entre otros escritos muy antiguos, bajo los pies de Anubis, en Letópolis.» Y en el Papiro de Londres, del siglo XVIII aC, se lee, «Hallado durante la noche, caído desde lo alto en el patio del templo de Chemmis. Contiene la enseñanza secreta de la diosa...Fue llevado como algo verdaderamente milagroso a la majestad del faraón Khu-fú [Queops].»

 

Es evidente que no ocurre de ese modo en psicoanálisis. Pero si no es así, es, entre otras cosas, porque la disolución de los síntomas lo aconseja. El psicoanalista pone entre paréntesis la sacra e interesada pretensión de los ungidos del Señor, pero también el «deseo de un psicoanalista.» El psicoanalista, al tener por objeto la verdad del Otro y no la aplicación de una doctrina o teoría, que siempre sería una imposición ajena a la verdad del deseo y del goce del analizante, se abstiene de hacer ver el mundo como él lo ve o de desear la salud a cualquier precio (furor sanandi).

 

Nada, pues, más ajeno al psicoanálisis que la moral de los ideales y los intereses de los que sin duda ignoran que el «deseo del psicoanalista» es un gran invento postmoderno para desalojar al sujeto del goce del síntoma, del goce del inconsciente que goza al sujeto, de un goce mortificante que frecuentemente se ve agravado por la asunción de las pretensiones del maître, dando lugar así a dos síntomas, los de las neurosis originarias y la idiotización, siendo esta última la que, si bien puede disimular los síntomas de las neurosis, (sinthome o cuarto nudo que anuda la estructura psíquica como ocurre también en las llamadas psicosis ordinarias; siendo un efecto análogo al de los medicamentos sintomáticos), lo logran al precio de la paralización de la inteligencia en el ilusorio sentido.

Ahí donde el maître se propone como garante de la verdad que le conviene al otro, cabe advertir que prescinde de la verdad del deseo del sujeto forjada en su novela familiar; ahí donde el maître maneja a su antojo el poder que le delegan, circunstancia que equivale al aprovechamiento de la transferencia mediante la persuasión; el lazo social de la experiencia psicoanalítica, contrariamente, convoca al reconocimiento de la inexistencia del Otro y, por lo mismo, a advertir la imposibilidad de obturar el vacío de lo Real. No hay Otro del Otro, no hay metalenguaje, no hay sentido del sentido, el Otro es acéfalo en tanto que es un saber sin sujeto, fórmulas que indican que el envés del aturdimiento hipnótico del signo del amor (marxismo, cristianismo, budismo, capitalismo, anarquismo...) es la destitución subjetiva de quien fue algo más que semblante del Otro para el analizante en un tiempo de la experiencia psicoanalítica que no se reduce al inicio del tratamiento.

 

Qué oscuro motivo inclinaría al psicoanalista a emplear las armas del maître, cómo podría eludir la responsabilidad clínica, ética y política de la nueva y original escucha producto del análisis, y cómo podría obviar el debate en la plaza pública cuando conoce la necesidad social del acto analítico por estar destinado a la ética del deseo contra el goce y toda forma de impostura.

 

¿Qué verdad en el saber del maître?

Al psicoanalista no le incumbe tanto denunciar la miseria teórica del maître como su deseo de salvar al Yo de la herida narcisista de la castración simbólica. El problema, al menos uno no menor, es que el amo pretende, sin saberlo, suturar esa falta necesaria hasta el extremo de ser la condición de la salud psíquica. Pero del hombre, ¡qué podríamos decir del hombre cuando la clínica muestra sus pasos hacia lo peor, sus reiterados intentos de obturar lo que constituye la condición de la salud? Cabe pues acordar con Nietzsche que «Al hombre le repugna la Iglesia, pero el veneno no.»

 

A un lector por venir le conviene la destitución subjetiva, liberarse de las ataduras yoicas si quiere leer lo que hay que leer. Advertirá así el trauma de la pérdida originaria y la añoranza del goce primigenio en la producción de los maîtres, pues no se trata en sus trabajos sino de una suerte de elaboración del duelo, un intento de retorno mítico donde los haya dado que el sujeto-del-inconsciente siempre ha existido, lo único que faltaba era Freud para descubrirlo.

 

El amo y las instituciones

Lejos de sufrir la indignidad de su deseo, el maître se arroga la clave de la felicidad y aun el sentido de la vida, incluso los hay que aseguran poder curar traumas, mas no solo de esta vida, ya que emulando lo mejor de la paranoia, hablan de la curación de los acaecidos en otras vidas. En desagravio de esa histriónica desfachatez sirva indicar que ignoran al menos dos cosas: lo ilusorio de su saber y que se trata de un saber sobre lo imposible. Más allá de la ignorancia, sus doctrinas constituyen un grave problema para el estudiante, para el discípulo, para el paciente, en fin, para todas las personas que devienen por ellos manipulados, sin ideas propias, ajenas a la crítica, víctimas de efectos de afectos (Affektwirkungen). Baste recordar que su saber apunta a la insania del goce Otro que fálico (JA, en el álgebra lacaniana), y promueve la paralización intelectual en la creatividad fantasmagórica del saber-sentido. Esto hace buena la conocida sentencia, «Es peor el remedio que la enfermedad.»

Sorprende la cobertura de algunas instituciones al saber imaginario y a los persuasivos procedimientos, más aún si es en detrimento del ajeno a la malsana ilusión y al deterioro cognitivo. Así mismo, nada disculpa la negligencia de pasar por alto las irrisorias hazañas de los que emulando las del más famoso diplomático florentino del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo, aconsejan al príncipe sobre los beneficios de la ignorancia, el temor del ciudadano al poder y la necesidad de obstaculizar la defensa de la ética del deseo.

 

Moral de los ideales y actualización del saber imaginario

Esa lamentable circunstancia ayuda a que la moral de los ideales sea pandémica. Se trataría, por lo mismo, de acercarse:

 

1º. A la causa de la insatisfacción del hombre (también llamada angustia vital).

 

2º. A la estructura de la relación amo-esclavo.

 

3º. Así como al deseo por el que una persona mantiene al amo, al tirano, al gurú, a Dios, etc., en su lugar de privilegio, así como la razón que empuja a esa misma persona a bajarlo del pedestal.

 

La arrogancia etiológica del maître respecto a la insatisfacción se revela tan evidente como universal, válida para todos los casos, «A usted lo falta esto o aquello.» A esa exclusión de lo particular, del «caso por caso», común al deber de la ética kantiana, le sigue otro engreimiento no menor en cuanto al consejo, «Si hace lo que le digo vivirá en armonía consigo mismo, con el universo, con la naturaleza; o bien, obtendrá tras la muerte el goce absoluto en una vida eterna.» Mientras que los que visten la kasa no se arredran a la hora de afirmar que pueden liberar al hombre de las contradicciones, de viejas supersticiones y creencias. Pero de lo único que pueden liberar al hombre es de las obligaciones cotidianas, de algunas, y eso al precio de que el afectado lo deje todo, de que rompa con todo. Tales son las consignas de la impermanencia y del no aferramiento a los objetos del deseo incluido el Yo, locas y contradictorias, pues quien las acepta no hace sino asumir otra ideología.

Las ideologías atinentes al Discurso del Amo (caracterizado por la orden, por el imperativo), presentadas por el amo postmoderno con los aditamentos del más condescendiente y amable Discurso Universitario (en el que predomina la explicación), parecen renovarse en una época en la que, según algunos filósofos, sociólogos y politólogos se presta a su disolución. Queda poco en realidad del marxismo y algo más del cristianismo, aunque la pederastia y otras fechorías de parecido calado no parece que vayan a sumar acólitos a la religión de Jesús de Nazaret. Sin embargo, no faltan visionarios del mundo y de cuanto lo habita que siguen proponiendo sentidos para el extraviado hombre postmoderno, sentidos que como en el caso de la religión apostólica romana se adaptan a la premura de la época (Cito, tute, iucunde, esto es, Rápido, seguro, con alegría). En la avidez de ganar la batalla a la metempsicosis o transmigración de las almas de los credos paganos y a otras ideas de parecido talante, al clero cristiano le ha dado por aseverar que no hay que esperar al Juicio Final en el fin del mundo para el disfrute del goce absoluto ya que, según dicen, la resurrección de la carne y la vida eterna la experimentan los puros del corazón que siguen al Señor recién desaparezcan de este mundo.

En cuanto a los discursos más pegados al asfalto, es conocido que inventan o actualizan a cada minuto gadgets y letosas, según los términos establecidos por Lacan. Son estos objetos los que los agentes del capitalismo ponen en el mercado a modo de señuelo del perdido (trompe d'oeil), dibujando así caminos cortos para el olvido de la verdad freudiana, escapatorias también para el goce del síntoma que descubre Freud en esa ruptura magistral en la historia del pensamiento que es el psicoanálisis. (El neologismo letosas, lathouses,  conjuga lanthano, de lathos, que quiere decir ocultar, olvidar, y aletheia, que significa verdad en el sentido de desocultamiento, y caracteriza al pseudo Discurso Capitalista que el mismo psicoanalista parisino hubo de formalizar.

 

Los que se piensan no entrampados habitualmente lo están

La «inexistencia del Otro», fórmula que ha tenido algún predicamento en psicoanálisis, exige un breve comentario. En primer lugar, no se trata simplemente de la asunción por parte de los psicoanalistas de una tesis de los que se han dedicado al estudio de la postmodernidad, como el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, quien, como se sabe, acuñó el concepto de «modernidad líquida» para dar cuenta del estado volátil que caracteriza a nuestra sociedad, una sociedad sin valores demasiado sólidos y con lazos humanos provisorios, debilidad que contrasta con los potentes de la época del imperio de los metarrelatos como el marxismo y el cristianismo. La «inexistencia del Otro», para nosotros, atañe al inconsciente estructurado como un lenguaje (a ese «tesoro de los significantes» como decía el primer Lacan), ya que la inexistencia remite, en este caso, a algo que falta.

 

Se trata aquí del inconsciente en lo que es: una estructura significante en falta. Y lo que le falta al inconsciente es un significante: -a en el Otro, o sea,

, que se lee significante de la falta en el Otro. Al inconsciente, al Otro, le falta un significante, un significante que de existir, de no faltar, lógicamente, lo completaría. La cuestión, la primera de todas, es que esa plenitud haría del lenguaje humano un código, un código semejante al de las abejas, por ejemplo, un código sin posibilidad de metáfora, de metonimia, de equívoco, de chiste, etc.

 

Por otro lado, del hecho de que al inconsciente le falte un significante se deriva que no hay Otro del Otro. Por este motivo la cura psicoanalítica no contempla la hermenéutica clásica, la interpretación por el sentido, más bien se trata de los contrario, de interpretar por el equívoco. Por Freud sabemos que un significante no significa nada. Es decir, en el lenguaje humano un significante no puede abrocharse por la falta en la estructura misma del lenguaje. (Un puro en principio es un puro, pero el análisis puede revelar que puede significar cualquier cosa; este asunto no se confunde con los fenómenos semánticos de la sinonimia, polisemia y homonimia).

 

En segundo lugar, el deterioro o disolución de los grandes metarrelatos, las nuevas formas de estructura familiar y la declinación de la Función-del-Padre en la postmodernidad, entre otros factores que no son ni mejores ni peores que los de otras épocas, no podían sino afectar al Otro individual, y generar, por lo mismo, nuevas formas de malestar y renovadas patologías, en fin, indeseables pasos al acto, adicciones, violencia de género, abusos de poder, apropiación indebida, etc., etc.

 

El Otro del lenguaje que nos habita y que determina cuanto hacemos y pensamos es, como acabo de indicar, permeable al discurso del Otro cultural, a los deseos que atraviesan los discursos en un momento histórico. Solo en ese sentido, dicho sea de paso, se puede hablar de inconsciente colectivo. La dimensión estructural del Otro individual, por ejemplo el complejo de Edipo en la estructura familiar, se ha visto afectada por los cambios acaecidos en las últimas décadas. Pero tampoco aquí cabe generalizar, entre otras cosas porque millones de familias no han modificado las estructuras de parentesco históricamente establecidas.

La fórmula la («inexistencia del Otro») expresa también que en la época actual, más que en otros períodos, el Otro impele al sujeto al goce sin demora. De ahí que el justo medio de la moral aristotélica, o si se quiere la medida adecuada entre la inhibición y la transgresión, en todo tiempo histórico difícil de conseguir, parece hoy menos realizable.

 

Tesis como la «guardería no puede criar saludable-mente a los bebés», defendida por el psiquiatra Jorge Luis Tizón y por el también psiquiatra y psicoanalista Eulàlia Torras de Beà, poco o nada tienen que ver con el psicoanálisis. Quien conoce qué es el psicoanálisis no ignora la diferencia básica y esencial entre fenomenología y estructura. Se sabe que un niño criado por su madre o en una familia de las denominadas estructuradas, siendo algo deseable, no garantiza nada, y que no es diferente en el caso de la guardería. El que desee reconocerse como psicoanalista debería entender al menos esto, e incluso no ignorar la razón por la que la pedagogía siempre falla. Mucho se comprende de este extravío al saber que estos psiquiatras pertenecen a la I.P.A. (International Psychoanalytical Association), a un ámbito al que le convienen otras siglas, S.A.M.C.D.A. (Sociedad de Ayuda Mutua Contra el Discurso Analítico), tal como hubo de establecerlo Lacan.

Una de las grandes suplencias o sinthomes de la postmodernidad es la del sentido que para el desorientado en la urbe oferta el maître, y como en otras épocas tampoco es fácil para algunos escapar de las pasiones del Yo, o sea, del amor, del odio y la ignorancia.

 

Esta dimensión del sentido filosófico de las cosas se reconoce en los atrapados en la idealización del retorno a la naturaleza, idea pergeñada, entre otros, por el enfermo de los nervios y más conocido pedagogo ginebrino Jean-Jacques Rousseau, así como en no pocos de los que buscan en el ejercicio físico, en el exotismo del budismo zen, incluso en el abrazo afectivo y conciliador, en los ejercicios espirituales, en la terapia regresiva, o en la sanación basada en el mito del desequilibrio de las energías internas, como el tratamiento del aura, conocida como Reiki, consuelo para su insatisfacción. Con estos procedimientos algunas personas albergan la esperanza de escapar del discurso capitalista y de los tratamientos médicos convencionales, y, en realidad, no es muy distinto, aunque en parte sea su envés, en los roturados por fraudes como el de las pulseras holográficas o en los digital natives.

 

Pero la salida al discurso capitalista es otra por no ser sin la escucha al Otro, motivo por el que no basta con la crítica convencional por dejar al sujeto anclado en otra ideología por más humanista que pueda ser. El narcisismo yoico mueve también a enrocarse en la crítica insulsa al psicoanálisis sin haber retenido de Freud, si es el caso, sino lo no-freudiano. Así es por ejemplo, en personajes como el filósofo Mikkel Borch-Jacobsen, uno de los principales inspiradores del Libro negro del psicoanálisis; o en el psiquiatra de tendencia cognitivo-conductual Christophe André, y más recientemente en el ideólogo y filósofo de carrera Michel Onfray, quien en su libro El crepúsculo de un ídolo se ha revelado seguidor de los que han querido hablar con el «padre» (Freud) de tú a tú, no consiguiendo del primer psicoanalista más de lo que ya había dicho en La novela familiar del neurótico, 1908 [1909], Las resistencias contra el psicoanálisis, 1924 [1925], o El malestar en la cultura, 1929.

 

Los críticos no se aplican con rigurosidad a su trabajo, hipotecado algunas veces en el anhelo de dejarse ver, y poco o nada aportan a la clínica, a la ética y en general a la cultura con sus elucubraciones acerca de Freud y el psicoanálisis.

 

El psicoanálisis en el conjunto de los lathouses

El psicoanálisis no es ajeno a los objetos científico-técnicos. Pero del mismo modo que la relación no se agota en lo temporal, tampoco el psicoanálisis es un pétalo más en la margarita de la cultura.

 

En tanto hijo del discurso de la ciencia, el psicoanálisis es un lathouse en el conjunto de lathouses, pero se trata del principal. Así es por la diferencia que el psicoanalista introduce en ese conjunto, diferencia que consiste en poner la verdad en el lugar de la causa material de los productos de la ciencia.

 

Quizá alguien vea en esto una pretenciosidad censurable. Pero el mundo es redondo, y siendo así sería de locos y/o imbéciles, cuando no personas con graves problemas de inhibición, afirmar algo distinto. No puede olvidarse que el psicoanalista está convocado a dar cuenta de la aportación del psicoanálisis a la cultura y de lo que lo distingue de todos los lathouses, de los hijos de la ciencia y de los que no lo son tanto.

 

De la causa del deseo y lo Real

Para acercarse al sentido de las imaginarias construcciones del maître quizá nada mejor que la figura topológica del toro. Entre otras metáforas didácticas el toro deja ver de qué modo las respuestas del maître al malestar en la cultura e incluso a la patología constituyen intentos de alcanzar lo imposible de lo Real.

El toro muestra, en primer lugar, cómo el deseo del hombre, o más exactamente el deseo del sujeto supuesto normal, acontece por el interior de la cámara hinchada del neumático (figura del toro), pero sin traspasar nunca las paredes de la misma; muestra, en fin, la exclusión, el exilio -para utilizar un término al gusto de los ideólogos de todas las épocas- del deseo y de sus objetos respecto al objeto causa del deseo (objeto a).

¿Qué es el objeto a? Más allá de ser uno de los más importantes descubrimientos clínicos del doctor Lacan, no se trata de un objeto ordinario, ni representable, y no siendo significable no por ello es inefable. Del objeto a cabe indicar al menos que pertenece a la dimensión de lo Real (que al lado de lo Imaginario y lo Simbólico son las tres dit-mensions que nos conforman en lo que somos). Lo Real del goce, en una primera aproximación, puede pensarse como pérdida, como una pérdida que abre a la criatura humana la dimensión de la realidad y el deseo, del deseo de otra cosa que el objeto a. Una de las primeras pérdidas es la libra de carne de la placenta; muchos perdimos también el cuerpo despedazado que fuimos en la primera infancia a favor de la conformación de la imagen completa del Yo en la fase del espejo (de los seis a los dieciocho meses); perdimos el grito, que dejó su lugar a la voz y al lenguaje articulado; perdimos también el objeto oral, si se quiere el pecho, pecho que imaginamos, no de la madre, sino como una prolongación de nuestro cuerpo; perdimos también el objeto anal, las heces, regalo al otro encarnado habitualmente en la madre y que da lugar a la retención y/o la esplendidez en cualquiera de sus innumerables formas de presentación; algunos perdieron también el peluche o simple trozo de ropa que era el querido objeto transicional que permitió superar las angustiosas ausencias de la mamá; el infans dejó de ser un sujeto mítico de la necesidad para soportar el tripalium de lo Simbólico, lo Imaginario y lo Real; y perdimos-reprimimos las pulsiones incestuosas y agresivas para soportar su retorno, transformadas, en los síntomas, síntomas que son suplencias, formaciones de compromiso entre lo reprimido y la censura, en fin, satisfacciones sustitutivas, como acertadamente apuntaba Freud, del goce-Todo perdido.

El padre en la suerte del sujeto

Muchas personas estamos de suerte, como se dice, y lo estamos, ¡quién lo diría! por una pérdida. Envidia para muchos, es que uno no haya sido triturado por el saber de los maîtres, sino fundamentalmente por haber perdido el objeto a, el objeto del goce primigenio, el objeto que posee el brillo del agalma del que hablaban los antiguos pensadores griegos.

 

¿A quién agradecer esa pérdida? Al padre. Merced a lo simbólico perdimos al objeto a para siempre, gracias, en suma, a la interdicción funda-mental que define a la Función-del-Padre, interdicción que tiene encomendada el padre desde los orígenes de la cultura. El sujeto que encarna esa función resignifica las pérdidas mencionadas con el No-del-Padre (a la madre: no reintegrarás tu producto-hijo; al hijo: no te acostarás con tu madre).

 

Pues bien, es por perdido para siempre que el objeto a se constituye en causa y sostén del deseo, del deseo de cada uno de nosotros; así lo recoge el mathema del fantasma fundamental del sujeto, esto es, el mathema de la relación o lazo social:

Todos y cada uno de nuestros deseos son síntomas de la Función-del-Padre, y en realidad, el deseo puede contemplarse como una aproximación fallida al goce.

 

Por otra parte, perder el objeto a es necesario por ser funda-mental: hace del sujeto mítico de la necesidad un sujeto supuesto normal. ¿Qué implica entonces no perderlo? Lo peor. Implica ser objeto del goce del Otro que nos habita, ser objeto del perverso capricho del Otro, de un inconsciente salvaje, implica estar identificado a un objeto a merced de los imperativos y los afectos pulsionales del Otro (JA, goce no beatificado por la Función-del-Padre).

 

El goce es consustancial al objeto a. Ocurre, como apunté, que el goce del que hablamos los psicoanalistas no es equiparable, en efecto, al placer. Se trata de un goce que está más allá del principio del placer, un goce que tendría que estar perdido dada su toxicidad en más de un ámbito, ya que puede manifestarse con el carácter de lo siniestro, unheimlich, lo familiar desconocido, en el avasallamiento del lenguaje, en las diferentes formas de la angustia, como la irrefrenable atracción o repulsión, el ataque de pánico, la aflicción, la inhibición, desde la pasividad hasta la procrastinación, en la desorientación y el desasosiego, y aun en la euforia maníaca, la alucinación y el delirio. La angustia tiene esas y otras formas, y sin ir más lejos es señal del goce que denuncia un fallo en la extracción del objeto a del campo del Otro. Pero es el psicótico el que está plenamente en el terreno del goce. El no ha tenido la suerte de ser evacuado del siniestro ámbito de lo Real, un sujeto al que no se le ha extraído esa «piedra de la locura», para utilizar una imagen genial del pintor holandés Jeroen van Aeken, más conocido por el apelativo de El Bosco, que es el objeto a.

El psicótico lo es por estructura, porque su estructura subjetiva está en más, sufre, si es así, por no verse privado del goce, porque si es así, por no verse privado del goce, lo es porque no le extrajeron el objeto del goce del Otro (JA).

 

Presentado el objeto a en sus aspectos básicos, convendría saber ¿qué es el objeto del deseo? Se trata del objeto de la realidad, el objeto del eterno retorno de la pulsión, el objeto también del que nos enamoramos; y siendo una imagen, i(a) del agalma, es una suplencia, un síntoma, una satisfacción sustitutiva de la primera experiencia de satisfacción. Llegamos así a:

 

a - goce - Real 

Goce ≠ placer;  Goce ≠ deseo;  Real ≠ realidad

La pérdida del goce primigenio, a, abre la vida del deseo,

y, por lo mismo, de la insatisfacción que lo caracteriza.

 

El objeto a da luz a distintas cuestiones:

 

1º. Al perpetuo «hambre de nuevos objetos del hombre» del que habla Freud, ya que tiene en su causa el perdido objeto a.

 

2º. El quantum de insatisfacción normal del hombre expresa que ningún objeto de la realidad -objetos impuros del deseo- coincide con el objeto perdido (objeto puro del deseo: a). Es decir, la pérdida del objeto a abre la vía de la insatisfacción que caracteriza al deseo.

 

3º. El deseo, la insatisfacción que lo caracteriza, es crucial para el capitalismo (consumo). Y no menos para los discursos que ofrecen sentido a la vida, en ocasiones dándoselo a la muerte, como es el caso del cristianismo y, obviamente, para cuantos prometen consuelo, tranquilidad espiritual y sosiego para ese nombre de la insatisfacción del deseo que es la angustia vital.

 

4º. La pérdida del objeto a mueve a la suplencia (al deseo de otra cosa que el a), pero en ocasiones también a la pasión por el goce perdido (goce-Todo: a).

 

5º. Los maîtres ofertan un objeto imaginario como si se tratara del agalma, del objeto a.

 

6º. La insatisfacción que caracteriza al deseo y la enfermedad propiamente dicha, ayudada por factores socioculturales, puede hacer del sujeto un ser religioso en el sentido de asumir sin reflexión alocuciones del tipo «la meditación lleva al nirvana y la sabiduría», o bien «qué sentido tendría haber nacido si no hubiera un más allá de la muerte.»

 

 

Del poder de la palabra

Todo permite subrayar que no pocos de los discursos que conforman la cultura constituyen respuestas imaginarias a la insatisfacción que caracteriza al deseo. Se trata de intentos imaginarios de un hombre en falta, y sin duda por eso, con la voluntad de suturar la lesión narcisista de la castración (la falta a-ser).

 

La cultura no es ajena a las palabras. La palabra puede curar pero no está menos dispuesta a la sugestión, y tampoco puede olvidarse que ceder en las palabras es el primer paso para ceder en los hechos, como indicaba Freud. Es decir, cuando las palabras pierden su sentido todo es válido, las referencias desaparecen y el hombre deviene perdido más de lo que puede estarlo. Los maîtres no hablan de la diferencia entre el yo y el sujeto del inconsciente, tampoco de la falta a-ser, del narcisismo, de la castración simbólica, de la Función-del-Padre, del agujero de lo Real..., el maître gusta de expresiones banales y sobre todo persuasivas: genética espiritual, inarmonía psíquica, sentido de la vida, exilio del alma, paz espiritual, desarraigo del hombre de la Naturaleza, etc., etc.

 

 

Institucionalización del síntoma

Aunque el dolor del síntoma (la cara consciente del síntoma) puede histerizar el discurso, esto es, abrir la interrogación ¿por qué me ocurre esto a mí, alguien debe saberlo!, no puede descartarse, al menos de buenas a primeras, que alguien abrace el saber del maître que promete, de una u otra manera, el goce perdido.

 

Contra esta tendencia no ayudan suficientemente las instituciones académicas. Eluden habitualmente el debate sobre la evidencia de que, como ocurre en la democracia, el principal factor de la salud es la falta; y más bien tienden a mostrar los modos de conseguir lo imposible con objetos imaginarios, dejando al margen a la Otra realidad, es decir, a la realidad psíquica que determina cuanto hacemos y pensamos. No suelen contemplar, en suma, que el desasosiego, la intranquilidad o la angustia no obedecen, estructuralmente hablando, a que a alguien le falte algo sino todo lo contrario, a que la falta ha dejado de faltar.

 

No solo los déficits de la Función-del-Padre permiten afirmar que el hombre tiene propensión a lo peor siendo lo peor la enfermedad y la tontería, como indicó Freud. La enfermedad y la tontería son dos formas de expiar los deseos edípicos; y hay quien llega a anular el pensamiento, también el crítico, y se regocija en la a-reflexión de un saber con connotaciones de la primigenia, candorosa y narcisista época infantil, en un tiempo caracterizado por la simbiosis madre-hijo, en la época de la mítica experiencia de satisfacción. (Uno con el Otro: donde el hijo es el falo-agalma que imaginariamente le falta a la madre y en el mismo sentido la completa).

 

 

Del malestar en la cultura a las respuestas de la cultura

¿Qué hemos venido a hacer a este mundo? ¡Tenemos una misión pues de lo contrario qué sentido tendría la vida! Tal vez convendría preguntarse también tanto más si uno no quiere acabar siendo presa del aprovechado despotismo de los maîtres, ¿pero qué misión, acaso no será la de curarnos de lo imposible que desde las tinieblas de los tiempos ha puesto a trabajar a los pastores de almas?

La religión es el opio del pueblo, como sentenciaba Marx, y sin duda se trata de una neurosis obsesiva colectiva y aun de un delirio universal, como decía Freud. Sin duda la religión sigue siendo una de las principales respuestas imaginarias al llamado exilio del alma. (La palabra exilio es de uso frecuente entre psicólogos positivistas y de quienes abrazan la ecopsicología, aunque no se reconoce menos en filósofos y en hombres de religión de la más rancia teología y en consumados cabalistas). Pero es conocido que la religión en sentido estricto no está sola en esa afrenta a la verdad del sujeto que descubre Freud en el recodo de los siglos. El ultraje a la responsabilidad ética definida como «todo contra el goce» es mayor si cabe por cuanto que unos y otros, maestros y acólitos, llaman al padre (Dios-padre, encarnado habitualmente en el médico, el profesor, el sacerdote, el gurú, el rabino...) para que los ayude en una empresa destinada al logro de una perversión no menor.

 

El psicoanalista, por razones clínicas y epistemológicas, puede hacer semblante de esos personajes, pero sólo durante el tiempo que la dirección de la cura lo aconseje. En este sentido, se muestra precavido ante el deseo de la histérica, deseo de que el psicoanalista sea uno más en la serie de sus personajes tragicómicos, uno más de los amos por ella castrados, uno más caído en las artimañas dispuestas para zafarse del deseo y goce de reinar sobre el amo.

 

Un examen menor de los factores en juego muestra que no es distinto, salvando diferencias de registro, en la denominada psiquiatría de la evidencia; no siendo tampoco liviano el quebranto a la realidad de los que al tiempo que invocan a las neurociencias terminan aceptando que los marcadores biológicos no son etiológicamente concluyentes; mientras que los psicofármacos logran mejorías puntuales y en ocasiones no sin indeseables efectos secundarios. La razón básica de la persistencia del saber del maître queda recogida en esta secuencia:

Mientras que una diferencia entre el maître y el psicoanalista quedaría así:

 

Maître: Factores personales no curados y el desconocimiento de la Función-del-Padre, de la estructura del deseo y del goce en la construcción de la subjetividad determinan la elaboración de saberes y técnicas como el anhelo, consciente o inconsciente, de suturar la falta a-ser.

 

Psicoanalista: El análisis del psicoanalista y conocer el papel que representa la Función-del-Padre, el deseo y el goce en la subjetividad conforma la cura psicoanalítica como extracción del Otro del goce mortificante e impedimento ético a la inclinación de obturar el agujero de lo Real.

 

De la desorientación epistemológica y del desconocimiento clínico

A la sombra de saberes credenciales y de otras fantasmagorías se cobijan personajes que pretenden que los descubrimientos de Freud y del psicoanálisis en general no existen, al menos en razón de su inconsistencia teórica. Esta parece ser la opinión del profesor de filosofía de la UdG (Universitat de Girona) Ramón Alcoberro i Pericay. En realidad no es fácil superar su desenfocada visión de Freud cuando afirma, «Una historieta jueva explica que un vell rabí boig anava cridant: Tinc totes les respostes; ¿qui té les preguntes? La tradició que s'inicia en Freud és una mica com el vell rabí: ho explica tot i res alhora.»

[Una historieta judía explica que un viejo rabino loco iba gritando: Tengo todas las respuestas; ¿quién tiene las preguntas? La tradición que se inicia con Freud es un poco como el viejo rabino: lo explica todo y nada a la vez].

«Com es pot parlar de Freud avui? Ell, que sovint es va manifestar tan lluny de la filosofia, ha quedat, però al judici de la història de les idees, com un personatge tèrbol, mig filòsof, mig endeví, com un fals profeta de la època del cinema en blanc i negre.»

[«¿Cómo se puede hablar de Freud hoy? Él, que a menudo se manifestó tan lejos de la filosofía, ha quedado, pero al juicio de la historia de las ideas, como un personaje turbio, medio filósofo, medio adivino; como un falso profeta de la época del cine en blanco y negro.»]

 

Tal despropósito epistemológico no puede resultar extraño. Recuerda al de los atrapados en las ilusiones del Yo y en la desolación académica, circunstancia que no disculpa el extravío intelectual, pese a que en el terreno de las creencias yoicas, como ocurre en el ámbito de la fe, cada cual piensa, también, como el Otro (alteridad-de-sí) le permite. De cualquier modo, en las resistencias al psicoanálisis y en el trato a los psicoanalistas no ayuda que denunciemos, Freud el primero, el ocultamiento de la verdad y la banalización de la cultura.

 

Cuando la demanda oculta el deseo de no querer saber

Así es en la histérica, en una persona cuya demanda parecería estar animada por el deseo de saber. Se reconoce de ese modo en el plano fenomenológico, pero si bien es cierto que el deseo que mueve el agente del Discurso Histérico a buscar saber sobre aquello que le atormenta o apena, recién descubrimos que nada quiere saber acerca de la verdad del deseo.

La demanda del Discurso Histérico no es simplemente de un saber fenomenológico, de un saber, si se quiere, médico, ajeno al deseo de ese mismo sujeto. El saber que demanda el agente del Discurso Histérico, sin saberlo, es sobre la relación sexual, que a diferencia del acto sexual, no existe. Lo imposible de su demanda, de su pedido al otro, es que no hay saber sobre el goce. Es decir, ¿de qué goza el otro, el partenaire? Se conoce que por un tiempo, a veces dilatado, lo que no anda en la relación sexual se arregla con el amor. Pero no por eso la pregunta o incluso la preocupación dejan de existir, al menos totalmente. De ahí que lo psicoanalistas afirmemos que la cuestión del goce no deja de no escribirse. Esta cuestión invita a presentar algunos aspectos de relación entre el Discurso Histérico y el Discurso del Amo.

 

1º. El agente del Discurso Histérico ubica a un cualquiera (aunque hay personajes predilectos como el médico, el tirano, el gurú, el sacerdote...) en el lugar de la omnipotencia del saber.

 

2º. Incluso puede crear a alguien sin falta.

 

3º. Se advierte que tiene una clara disposición al amo para que cree saber. Es decir, pone a trabajar al amo: «!Mire como sufro...dígame que me ocurre...qué es lo que me falta, Ud. debe saberlo!»

 

4º. Todo el proceso revela, entre otros aspectos, que el agente del Discurso Histérico busca un amo en quien reinar y, por otro lado, no desea menos suturar la herida narcisista de la castración. Y lo hace con el saber del amo, idealizando al amo y más concretamente a su saber.

 

Se advierte en estas características del Discurso Histérico que lo que pone en juego no es sin relación con lo que Freud explicaba algunos años antes que Lacan, concretamente en Psicología de las masas y análisis del Yo, 1921. El primer psicoanalista indica que la cohesión de las ideas de un grupo de individuos obedece a que sus integrantes reemplazan su Ideal del Yo por el ideal del grupo, ideal encarnado en un jefe, maestro o caudillo. Así pues, abrazar un ideal, adherirse a un sentido, creer y participar de una idea o concepción de la vida y de la muerte denuncia un goce común, una misma manera de gozar de los integrantes del grupo, un mismo deseo, muchas veces inconsciente; y como he indicado en alguna ocasión, los cristianos, entre otros santos hombres, siguen teniendo razones inconscientes para loar la palabra del que cargó con los pecados del hombre. En realidad, no es poca cosa prometer el goce absoluto y eterno. La representación gráfica que hizo Freud de ese proceso identificatorio, o si se quiere de la fascinación que uniforma a las masas y a los grupos, y que opera con la misma sugestión que la hipnosis, fue el siguiente:

 

El sujeto hablado por el Discurso Histérico no tiene por qué sufrir los síntomas de la neurosis de ese nombre, ya que discurso y patología son dos realidades distintas. Es decir, no necesariamente tienen que cohabitar histeria y discurso histérico en una misma persona.

 

Es el agente de la forma pasiva de la histeria el que cree a pies juntillas en el saber del otro; mientras que la forma activa suele oponerse con mayor facilidad, hasta el extremo de cuestionar o desautorizar al amo. (Es como si supiera un poco más de lo imposible del goce). Indico así que el amo creado por el Discurso Histérico, el sujeto cuyo saber era deseable para el otro, el sujeto que tenía el sentido para el alma exiliada y desorientada en este mundo, advierte un día, de súbito, que ha dejado de ser un ser sin falta para el otro. En realidad, se trata de un amo que desconoce las razones de su caída, que desconoce los motivos de la estructura histérica que lo divinizó, y que puede sorprenderse de verse apeado de ese lugar.

 

Del goce histérico

¿Qué denuncia el agente del Discurso Histérico? Aunque, como veremos, no siempre, denuncia que el amo es impotente. Es decir, le dice al maître (no de manera explícita, tampoco siendo consciente de ello pero como intuyendo su falacia), que su saber, su doctrina, su técnica, son impotentes respecto al goce. En fin, que diga lo que diga nunca será lo correcto. Si fuese además psicoanalista tal vez le diría que nunca será lo correcto porque su pregunta atañe al goce. Así queda expresado en la antinomia, expresado con la doble barra en la fórmula, entre el saber (S2) y la verdad del goce (a).

¿Qué función cumple ese deseo y que espera la histérica del amo? Si algo espera es:

 

a) que el amo, al menos durante un tiempo,

 

b) o bien que le demuestre que está castrado. En las dos variantes su deseo está bien dispuesto para conseguir lo que pretende.

 

En realidad, ella no pregunta por el goce, no es en ese sentido una intelectual. Ella quiere gozar, y lo hace a su manera. Y la manera histérica de gozar, al menos una, aunque esencial, es contemplar su obra. La histérica es artista por estructura, por la estructura de su deseo. Se deleita con su creación. Goza viéndose autora de un amo omnipotente o castrado. Goza viendo también como una doliente y aun infeliz mujer es la que mueve los hilos, pues es ella el objeto del deseo del amo, como lo prueba, por ejemplo, que con su demanda, «no sé que me ocurre, Ud. debería saberlo», pone a trabajar al amo, lo espolea para que produzca saber, doctrinas, técnicas, procedimientos. La histérica no es pues solo la artista, dado que también incita a la creación, promueve cultura. (¿Qué me pasa...qué me conviene...qué debo hacer... Ud. debería saberlo?). Pero la cultura que promueve, esto es, el trabajo del amo, lo presenta luego como infructuoso y hasta ridículo; y así es entre otras cosas porque el amo contesta a la demanda en los mismos términos en que está formulada, cuando no con una fabulación.

 

Se trata de contestar a la demanda de otro modo. La respuesta convencional es imposible porque no hay saber sobre el goce, pero, además, porque la histérica nada quiere saber de la castración, de que el goce está perdido para siempre. Tanto es así que todo su empeño sintomático y su mismo deseo confluyen en lo contrario, en intentar suturar, como es corriente en la vida de los hombres, la herida de la castración.

 

Pero siendo imposible la respuesta, el amo cae en la añagaza histérica. Hace posible lo imposible, y lo hace posible, claro está, con un saber imaginario, con el saber de su teoría, de su doctrina, con la convicción de su técnica. La histérica, con más razón si cabe, lo endiosa o lo defenestra. Si pudiera expresar lo que siente espetaría al amo, «Tampoco es eso, no es eso que me ofreces lo que yo te demando». Se conoce bien que no hay quien mande más que el que no cree. Y la histérica puede llegar a no creer en el amo, en un amo, además, creado por ella, con lo que se puede afirmar que la histérica reina sobre el amo.

 

Esta es la argucia que vehiculiza el amor de transferencia, argucia que permite a la histérica adoptar la forma de falo erecto con el que pretende perfeccionar al hombre. He aquí las dos vertientes indisociables de la estrategia del deseo histérico: forma pasiva, presidida por el «no sé»; forma activa, cuando encarna el falo no desfalleciente.

 

El amo está castrado, al menos tanto como la histérica. No le puede dar, por consiguiente, lo que no tiene, y lo que no tiene es el atributo fálico que ella le exige. El amo, tan proclive a precaverse de la castración, como denuncia su ilusión de que el saber (doctrina, credo, teoría, técnica, procedimiento...) recubre la verdad (coincidencia objeto significante), desconoce que la respuesta a la pregunta histérica es imposible porque a lo indicado se puede añadir que «No hay relación sexual», o sea, que al saber del instinto, propio del animal, le corresponde el no-saber de la pulsión humana. Esta fórmula resume el descubrimiento del goce Otro (JA) diferente del goce posible para el sujeto, distinto al goce fálico,

, que implica la castración; y, por otro lado, deja fuera de lugar toda pretensión biológico-naturalista, como las del célebre biógrafo de Freud, el psicoanalista Ernest Alfred Jones, quien dio por buena la sentencia bíblica según la cual «Dios los creó macho y hembra.» Es evidente que la cuestión del goce femenino tampoco se resuelve colocando un objeto ante la ausencia de pene, como podría ser el hijo o el clítoris, como imaginaban Hélene Deutsch y Karen Horney.

Nos engañaríamos al pensar que contra el dogmatismo y la impostura es suficiente el azote de la moral cristiana que fue Nietzsche. Las agriadas críticas del autor de Ecce Homo no permiten comprender la estructura subjetiva que mantiene a los discursos de dominio en su lugar de privilegio, y menos aún la ética del envés de las aprovechadas patrañas del amo que es el «deseo del psicoanalista.»

 

Freud nos acerca a ese interrogante pero es Lacan quien lo despeja cuando presenta el Fantasma Histérico, ya que su agente se propone como objeto del deseo, a, con el que obturar la castración del amo y la suya propia, quedando la castración escondida debajo de la barra de la represión. El horror a la castración es pues mutuo, y al menos en esto el deseo de la histérica y el del amo coinciden.

He aquí la neurótica e imaginaria estrategia de salvación yoica que mantiene al amo de todas las épocas (Dios, tirano, médico, sacerdote, chamán...) en su posición de privilegio, a cuantos se presentan como detentadores del agalma que recogen máximas como las mencionadas: Hacerse Uno con el Otro, del panteísmo; goce absoluto y eterno, en el cristianismo; nirvana y sabiduría, en el budismo; ataraxia, de algunas filosofías paganas, para el sujeto.

 

En la tragicómica vida de la histérica se reconocen, como he intentado presentar, tres comportamientos, e incluso en ocasiones toda su vida consiste en mantener una secuencia destinada a zafarse del deseo del Otro.

1º. Puede y de hecho es habitual que encumbre a alguien. Pero lo que se conoce como endiosamiento cumple en la economía del deseo del sujeto histérico una función que trasciende la convencional.

 

2º. El sujeto histérico puede mantener al otro por mucho tiempo en su lugar de privilegio. Se trata de un amor aprovechado. Quiere o se imagina objeto del deseo del otro y solo así se siente una persona realizada. Por lo mismo, toda su desesperación deviene al sospechar que no es ese objeto, el objeto que imagina que tapona la castración del otro y la suya.

 

3º. Puede asimismo bajar al amo del lugar en que lo encumbró. Esta acción, más que ética denuncia que al Otro que nos habita no se satisface con un mero objeto de la realidad, a no ser que ella lo transforme en agalma, como ocurre en las esposas del Señor.

El goce del síntoma en la corrupción postmoderna

Contra la real o imaginaria depreciación del padre postmoderno ¿por qué no cargar con la culpa neurótica de salvarlo? ¿Y por qué no hacerlo, si se puede, a golpe de talonario, por qué no salvar al padre con ese significante privilegiado que es el dinero, siempre dispuesto al intercambio y modelado diríase para restañar cualquier carencia? ¿Por qué no hacerlo así cuando el padre merece ser salvado porque uno no puede albergar la esperanza, igualmente neurótica, de que ejercerá, en esa segunda oportunidad, la función que no cumplió en el momento adecuado y que no es otra que la que todo padre tiene encomendada desde aquel lejano tiempo del paso del Estado de Naturaleza al Estado de Cultura?

Sólo después de leer a Freud, y la clínica psicoanalítica no hace sino ratificar sus singulares descubrimientos, se entiende de qué modo algunas personas padecen el desamparo infantil y la nostalgia del padre, y cómo otras gozan de sus síntomas, se aferran a la ganancia primaria-inconsciente de la enfermedad, empeoran cuando comienzan a curarse (reacción terapéutica negativa) o buscan el castigo, en ocasiones la cárcel, por sentimiento de culpa. (Culpa por los sentimientos incestuosos y agresivos que todos sin excepción experimentamos en la época edípica, quizá unos más que otros). Con estas formaciones sintomáticas el hijo del hombre suele denunciar también la impotencia del padre respecto a la función que lo convoca desde los orígenes de la cultura.

 

No se engaña el autor del libro sagrado al aseverar «Quien esté libre de culpa que tire la primera piedra.» Nada adultera y, además, se adelanta, a imitación de los poetas, a lo que descubrimos los psicoanalistas. Pero los psicoanalistas no ignoramos que el hombre religioso y el poeta desconocen el auténtico alcance de la verdad que relatan. Este es otro de los descubrimientos de Freud, y de aquí, también, una de las diferencias del psicoanálisis respecto del ars poetica.

 

Algo al menos de lo que dicen los poetas tiene carácter universal, y se conoce que la ficción atañe a la constitución de la subjetividad, como lo prueba el Edipo, de Sófocles; el Hamlet, de Shakespeare, y Dostoievski en Los hermanos Karamázov, por ejemplo. Si calificamos de admirables a estas obras literarias es ante todo porque presentan el pivote de las estructuras subjetivas. Y del mismo modo que ya nadie se extraña de encontrar personas que fracasan al triunfar y delincuentes por sentimiento de culpa, son contados los que se rasgan la camisa al reconocerse en la criminalidad, al menos por su pasado. (¿Acaso no deseamos quedarnos al lado de mamá excluyendo al padre de un abrazo que creíamos nuestro por derecho!).

Algo semejante pudo dirigir los pasos del ex director de Banesto, Mario Conde; los del ex gobernador del Banco de España, Mariano Rubio; los del ex director de la Guardia Civil, Luis Roldán; los de los integrantes de la «Trama Marbellí», el difunto Gil y Gil, Julián Muñoz y Juan Antonio Roca, por citar sólo a tres entre los incontables delincuentes; o los de la trama de corrupción urbanística conocida como «Caso Pretoria», conformada por Lluís Prenafeta; Macià Alavedra, Bertomeu Muñoz, Manuel Dobarco, Emili Mas; Luis García Luigi, Manuel Carrillo y Lluís Casamitjana, entre otros; también los de los agentes del «Caso Palma Arena», cuya cabeza visible es el ex presidente del Gobierno Balear, Jaume Matas; o los de «La Trama Gürtel», sin duda una de las mayores redes de corrupción en la democracia española, siendo los protagonistas del desvío de fondos, blanqueo de dinero y reinversión igualmente fraudulenta, simpatizantes o dirigentes del Partido Popular como Francisco Correa, Luis Bárcenas, Alberto López Viejo o Álvaro Pérez «El Bigotes.»

Y hay quien sostiene que fueron las hijas de Melpómene y de Aqueloo, esto es, Pisínoe (Parténope), Agláope (Leucosia), y Telxiepia (Ligia), las que por serlo de la tragedia y ellas mismas amantes de la música, pues una extraía bellos sonidos a la lira, otra cantaba y la más pequeña tocaba la flauta, las causantes del affaire del Palau de la Música de Barcelona, aunque ya nadie ignora que Félix Millet y su mano derecha Jordi Montull desviaron cuantiosos fondos a una música más pachanguera de la que habitualmente se escucha en el emblemático palacete barcelonés.

¿A qué responde el afán de dinero? En tanto significante, el dinero puede tener un significado distinto para cada uno de esos inquietantes personajes. Sin prejuicio del «caso por caso», se conoce que algunas personas soportan la cicatería por determinación de la retención fecal de la infancia, mientras que otros revelan en la dilapidación el placer del don al otro en esa misma etapa pulsional de la vida. Es asimismo consustancial a la estructura la ilusoria pretensión de que ese preciado papel del Estado lo es «Todo», pero en el sentido de agalma que obturaría el vacío de lo Real y, en consecuencia, restañaría la herida narcisista de la castración que hace a algunas personas más humanas de lo que tal vez desearían.

 

Girona, primavera 2010

José Miguel Pueyo