De la nostalgia ontológica del sujeto humano. (O las ilusiones obsoletas y narcisistas del maestro zen y doctor en Filosofía, David Loy)

Este norteamericano de 67 años de edad, hijo de militar, después de residir 30 años en Asia sostiene sin ambages que ha aprendido a «vivir una vida feliz.»

 

Cada cual se emborracha con lo que puede, y el doctor en Filosofía David Loy, que ha impartido clases de esa milenaria disciplina en las universidades de Singapur y Japón, lo hace con las enseñanzas del no menos antiguo budismo.

 

Loy vivía en Honolulu, y un buen día, por decirlo así, decidió, quizá para superar alguna insatisfacción, hacer un retiro de meditación zen durante una semana. El silencio de la experiencia meditativa y la mirada fija en la pared, que caracteriza a la denominada meditación frente al muro, fueron para Loy un infierno, pero sin duda lo peor es que no pudo despejar las preguntas que lo embargaban.

¿Qué hacer? Loy recurrió entonces a la institución que se le supone que tiene las respuestas: la Universidad. O se equivocó de Universidad o se equivocó de profesores, o las dos cosas. Pues de la magna institución del amor al saber, Loy salió con un doctorado en Filosofía. (Sin duda no para saber qué es la Filosofía).

 

Prueba de su doble tropiezo –o sea, de depositar sus esperanzas en la meditación zen, y de encaminarse con igual ilusión a la Universidad, concretamente a la facultad mencionada– es lo que aprendió. ¿Qué fue? Como él mismo dice, aprendió que «El mundo tal como lo percibimos es algo que hemos construido en nuestra mente y que podemos deconstruir y reconstruir de otro modo?

 

Ambas consideraciones son erróneas, y no es lo mejor que desorienten al deseo de saber y que exuden narcisismo infantil a raudales.

Contrariamente a lo que enseñaron a Loy los monjes budistas y los profesores universitarios, el mundo que percibimos no lo hemos construido nosotros, ya que nos viene impuesto por el Otro familiar y social en el que entramos recién nacemos. El libre albedrío es un sueño religioso. Y respecto a la afirmación de que podemos deconstruir y reconstruir el mundo, no hay duda de que es así, al menos porque algunas personas lo intentan. Pero la cuestión es ¿por qué razón y con qué medios?

 

Las ideas que presenta Loy no son sólo triviales y obsoletas por ser, como acabo de señalar, fundamentalmente narcisistas. Como es habitual en casos de desorientación intelectual semejantes, las presenta con la patina humanista, intentando tocar la fibra sensible de la gente, como habitualmente se dice. Pero Loy, como todos los amantes del budismo, no logran disimular la vanidad de la ignorancia y la nostalgia por la primera experiencia de satisfacción, o sea, la añoranza del sujeto humano por la pérdida del objeto a en la infancia, objeto que suele encarnar la mamá y/o el reconocimiento de papá.

 

El profesor Loy no lo entenderá así, hecho lógico si se tiene en cuenta sus credenciales académicas. Es decir, no puede estar de acuerdo con lo que yo digo porque ignora el deseo del Otro que lo habita, el deseo de la otra escena que actúa a sus espaldas, o sea, del inconsciente que habla en él y de él.

 

Se constata así cuando a la pregunta de la periodista Ima Sanchís, ¿Qué desmontó usted?, Loy responde: «Crecemos con la idea de que estamos separados del mundo: Yo estoy aquí y el mundo está ahí fuera. Lo que el budismo llama liberación es soltar esa identificación con el yo y darte cuenta de que no existe la dualidad.»

 

Tras oír esa nostálgica respuesta, respuesta que denuncia la denostación de la separación infans/mamá, la periodista le dice «La teoría nos la sabemos…».

 

Yo dudo de que sea así. Es decir, dudo que Ima Sanchís conozca la teoría de la que habla Loy. Lo dudo por las preguntas que ella formula. Dudo, en suma, que Ima Sanchís sepa que su entrevistado habla de una forma de neopanteísmo, y que esa construcción intelectual es la respuesta de algunos hombres de Oriente a la falta-a-ser, o sea, una respuesta oriental a la carencia ontológica del sujeto humano. Sea como fuere, de lo que estoy totalmente convencido es que el profesor Loy no sabe de qué habla, pues todo indica que desconoce el origen, el sentido y la función de lo que acaba de decir. Este maestro zen no sabe, entre otras cosas básicas y al mismo tiempo esenciales, que el sujeto humano antes que hablar es hablado por el Otro, esto es, por el inconsciente que lo habita, y que él mismo verifica este descubrimiento psicoanalítico.

Pero Loy desconoce otras cosas. En primer lugar, cuando los budistas ensalzan la liberación que supone estar unidos al mundo, al Universo, no saben que están elogiando lo peor que podría sucederle a una persona. ¿Qué es eso tan malo? Quedar atrapados en la unión-alienación al Otro Primordial que encarna habitualmente la mamá, pues la salud y la autonomía del sujeto humano suponen la separación de ese lazo amoroso primigenio. En efecto, ¿de qué habla Loy? Habla de una construcción filosófica presidida por un deseo y un horror. El deseo es la alienación-unión al Otro Primordial, y el horror es la castración, o sea, separarse del Otro. En otros términos, ensalzar no estar separado del mundo, estar unido al Universo, a la madre tierra, es una metáfora del perverso, alienante e infantil deseo de hacerse Uno con el Otro, del deseo de hacer del dos Uno, en fin, de estar abrazado a la mamá en el tiempo del complejo de Edipo y antes de la necesaria separación-castración que ejerce la Función-del-Padre. (Al niño: no te acostarás con tu madre; a la madre: no reintegrarás tu producto). El horror a la castración en el budismo tiene un nombre: filosofía de la no dualidad.

 

David Loy deja nuevamente que el deseo del Otro hable en él. Insiste –cosa que cabe agradecerle, tanto al menos como a los poetas– en mostrarnos el deseo del Otro, nos ilustra, sin saber lo que hace, de la añoranza, de la nostalgia ontológica del sujeto humano por el objeto perdido, cuando dice «… esa percepción de estar separados del mundo que lleva implícita la sensación de carencia, de que algo nos falta, y que nos lleva a buscar fuera (más dinero, cosas, reconocimiento…).»

Lo que proponen los budistas para la falta-a-ser del sujeto humano es una perversa e imaginaria solución. Puede formularse como sigue: Si no tengo a mi mamá, si no estoy unido al primer objeto de amor, el mundo se puede ir a la mierda, no me importa nada, no deseo ningún objeto sustitutorio, en fin, deseo no desear. Tal es la fórmula que define al Principio de Nirvana.

 

Envueltos con las vestimentas del humanismo, los budistas comprometidos con lo social, como David Loy, persiguen, sin saberlo, el objeto del goce del Otro. Con frondosos acervos terminológicos sin excepción reniegan de los llamados tres demonios o venenos, la codicia, la agresividad y la ignorancia, pero detrás de esa imagen sobrecogedora y beatífica sólo hay el trivial consejo de que los cambios sociales y políticos sirvan para no agravar o promover esos tres venenos. El talón de Aquiles del budismo sociopolítico es unir a esa banal propuesta, que pocas personas dejarían de subscribir, otra incluso más baladí y ante la que la moral budista resulta totalmente impotente, pues no basta con afirmar que la regeneración del sistema político pasa por la transformación personal unida a la transformación social, que deben ir juntas por necesitarse mutuamente. No es suficiente porque la transformación personal no se logra con la meditación cara la pared; y en lo social, tampoco funciona la dulcificación o todo lo contrario de las leyes, por ejemplo.

 

Nada destacable y nuevo le enseñaron al doctor David Loy, a no ser que se tenga por importante repetir una doctrina trasnochada acerca de la nostalgia ontológica. Le enseñaron dos cosas, que el hombre está en falta y una ilusoria pretensión: que con una idea filosófica, la de la no dualidad, se podía obturar la falta-a-ser. En la hipermodernidad las personas prefieren el móvil, el deporte, la fama, el arte, el dinero, etc., como paliativos para la insatisfacción que caracteriza al deseo. Ninguna diferencia con la propuesta budista, salvo, eso sí, que, a diferencia de los budistas, habitualmente no visten los ropajes del falso humanismo.

He ahí el origen, el sentido, la función y, en suma, todo lo que da de sí la filosofía de la no dualidad. No cabe extrañarse entonces de que Jacques Lacan afirmara que la filosofía era una paranoia. La filosofía budista de la no dualidad es la metáfora del deseo infantil de no separarse del abrazo infantil y narcisista por antonomasia con la mamá, por tanto, una de las formas de renegar de la castración-separación del Otro. En resumen, la filosofía budista constituye una de las construcciones intelectuales básicas de la nostalgia del sujeto humano y del horror a la falta-castración. Nostalgia del Otro que parasita al sujeto humano y que lo pone a trabajar, en esta caso a escribir como lo hicieron los primeros maestros budistas, maestros-esclavos, en realidad, del deseo del Otro para resarcirse de la falta-a-ser con una idea, con una filosofía. El gran problema de la filosofía moral, y en realidad de todo discurso religioso, es que tapona el intelecto, desorienta en el ámbito social y juega a favor del más morboso de los deseos de la criatura humana, como es la nostalgia que está en el origen de las afecciones psíquicas.

 

El profesor Loy se ha dado a enseñar rancias ilusiones, como son las arcaicas producciones creadas por los hombres de todas las épocas motivados por el deseo de suturar la herida narcisista que sufre el Yo por no ser amo en su propia casa, y recuperar el objeto perdido para siempre y por eso causa del deseo: el objeto a.

 

Como muchas otras personas que deambulan extraviadas en la hipermoderna sociedad presidida por el seudodiscurso Capitalista, quizá el doctor Loy buscaba una orientación para su existencia, pero lo que encontró fue un síntoma a la medida de su goce. Es decir, halló la horma del zapato del malsano goce al que aspira la pulsión de muerte, un síntoma, en suma, que el pensamiento inconsciente hizo creer al Yo-consciente de este profesor que podría erradicar los síntomas que lo embargaban.

 

Entre los innumerables aspectos de la sociedad que le pasaron por alto a este maestro zen ordenado en Japón y profesor de Filosofía, uno fundamental es que el Otro social no ampara, al extremo de que está bien plantado y mejor dispuesto a engatusar al sujeto desprevenido, tanto más si ese sujeto sufre el malestar y la desorientación que genera el declive de la Función-del-Padre en la hipermodernidad.

 

José Miguel Pueyo

Madrid – Girona, 31 diciembre de 2014