Trascender el yo hasta sentirte en el todos, o de la nostalgia por la Unicidad

He aquí una sempiterna idea. Pero no cabe sorprenderse de que sea resucitada hoy por un profesor de Neurología en Harvard. Así es porque Álvaro Pascual, oriundo de la hermosa la ciudad del Turia, presenta en su sentencia un aspecto esencial de la religión órficopitagorica, también del pensamiento platónico, del tantra shivaísta cachemir, del hinduismo, del budismo, etc., etc., una idea muy cara asimismo para el filósofo Plotino, (205-270) y para tantos otros individuos no menos nostálgicos de la Unicidad y, por consiguiente, contrarios a cuanto tenga que ver con la dualidad.

 

¿Por qué este revival y de qué se trata? ¿Podemos traducir esa sentencia al lenguaje que le corresponde y presentar el deseo que la inspira?

 

Esta sentencia, crucial en el haber de no pocos saberes, encubre la verdad que los inspira y, por lo mismo, engaña. Y engaña sin que el agente de la sentencia y del saber sea consciente del engaño. Es decir, las personas que crearon esa y otras sentencias semejantes desconocían el deseo que los inspiraba, desconocían el sentido de sus producciones, que, por lo demás (y alguien diría, para más inri), forman parte de la cultura.

 

¿De qué ilustra esa sentencia? Ilustra de la nostalgia por excelencia del ser humano, de la carencia ontológica del ser, como podría decir el filósofo que se quiere estupendo. No creo equivocarme al considerar que este neurólogo valenciano desconoce la determinación de su sentencia, o sea, que su sentencia está determinada por la insufrible inconsistencia del Otro, de su inconsciente. Sea como fuere, de lo que no hay duda es que somos seres nostálgicos, y que la nostalgia es la más fiel compañera del sujeto humano. ¿Nostalgia de qué? Nostalgia por la pérdida de lo que Jacques Lacan denominó objeto a. Me permito recordar aquí que se trata de un objeto que por perdido en la más tierna infancia se constituye en la causa del deseo de cada uno de nosotros, en la causa de un deseo nunca satisfecho del todo en razón de que ningún objeto de la realidad (idea, persona, animal o cosa) coincide con el maravilloso y para siempre perdido objeto a. Por otra parte, la sentencia, o sea, lo que el inconsciente le hace decir a este neurólogo, recoge otro aspecto descubierto por el psicoanálisis: el horror del sujeto humano a la castración-separación del Otro, Otro que habitualmente encarna la mamá para el bebé. Este descubrimiento, el horror del sujeto humano a la castración-separación, queda recogido en muchas disciplinas y doctrinas en expresiones tales como el horror vacui, en el arte; en el oprobio a la dualidad-separación del pensamiento filosófico, en la aspiración de goce-Todo en las religiones del Libro; y en objetos como el agalma de los antiguos griegos, o el Grial de los cristianos.

 

Pero hay en todo esto algo del orden de lo dramático. Pues el horror a la castración incita al sujeto humano a suturarla, a querer obturarla con objetos e ideas que le ofrece el mercado de la cultura, el Otro social –maligno en más ocasiones de las que sería deseable–, y la no menos maligna pulsión de muerte, la misma que define, como acertadamente advirtió Freud, la tendencia de la materia orgánica a lo inorgánico. Y es dramática porque la castración simbólica es la condición y la garante de la salud psíquica y de la felicidad.

 

Indico así que desde Pitágoras de Samos, allá por el siglo VI antes de nuestra era, hasta no pocos físicos cuánticos y acólitos de la terapia del mismo nombre, pasando por Descartes, Leibniz, Spinoza o el mismo Einstein, nos ilustran, todavía, del descubrimiento freudiano del horror del sujeto humano a la castración simbólica, de la insufrible herida al narcisismo del Yo que queda recogida, como acabo de indicar en expresiones de saberes antiguos y modernos que tienen la pretensión de conjurar esa necesaria castración, como son, por ejemplo, la desaparición del Yo individual en el No-Yo Universal; el retorno del alma individual al Alma del mundo, ya sea con transmigración-metempsicosis o sin ella; el Goce Absoluto y Eterno después de la muerte para los puros de corazón; la trascendencia del Yo en el Otro; la comunión místicoespiritual con la Energía Universal).

 

Lejos pues de que la madurez sea trascender el yo hasta sentirte en el todos (a no ser, ciertamente, que se refiera a la empatía, lo cual sería una tremenda banalidad), habría que convenir, por el contrario, en que un signo inequívoco de madurez es, ante todo y aun fundamentalmente, advertir y asumir que el narcisismo yoico que recoge la sentencia la «Madurez es trascender el yo hasta sentirte en el todos» es correlativo al morboso deseo de desaparición que quiere para el ser humano la pulsión de muerte que habita en él.

 

Girona, 12/06/2013

José Miguel Pueyo