Del sufrimiento de ayer a la clínica de hoy

 

Vivimos en la hipermodernidad, en una época caracterizada por:

· la producción masiva y el consumo maníaco de objetos científico-técnicos (gadgets).

 

· la elevación de esos elementos a categoría de semidiós, pues de la misma manera que han adquirido la condición de antidepresivo social han promovido la voluntad de goce universal.

 

· la segregación. La globalización capitalista, aunque beneficia la internacionalización de los objetos, del mimo modo que no es homogénea ni general, ha propiciado grandes desigualdades económicas y sociales, por lo que la felicidad que los objetos pueden aportar dista mucho de ser universal.

· el alarmante aumento del goce hedonista e individualizante que los objetos tecnológicos procuran. Ejemplo paradigmático es el «síndrome del joven nipón», para quien no existe más realidad que la que el ordenador le procura.

 

· por la consistencia del concepto de mercancía y la vocación de desecho. En la época del capitalismo avanzado las personas son tan efímeras y sufren, como los objetos y los animales, una igual depreciación. De la misma manera que el perrito deja en un momento de ser gracioso y el móvil de anteayer ya es obsoleto, por lo que está listo a ser reemplazado por otro más prometedor, las personas son hoy más que nunca reemplazables y, por lo mismo, mercancía de desecho.

· el ansia y la divinización del dinero. Que como ayer sigue siendo amo, pero favorecido ahora más que nunca por la globalización y la industria que lleva su nombre, y elevado a icono de poder y fama por los mass media, lo es de muchos más.

· el incremento de la impulsividad y del riesgo. En el desdén por la integridad física y psíquica del otro se juega la del propio sujeto, como es el caso de los que apuestan su vida en carreras vertiginosas, o de aquellos que el narcisismo los aboca a deportes peligrosos, a viajes estrafalarios o a bacanales que suelen acabar en urgencias; desdén por la vida que muestra la falta de límites, esto es que se pasa de prohibiciones y de pactos generacionales.

· la eficiencia mórbida. Ya que de la misma manera que hay quien se mata trabajando, no pocos deportistas prefieren los estimulantes para «triunfar», no sin saber que así ponen en lance la vida y su carrera deportiva.

 

· el auge del individualismo, del derecho al goce y del cinismo social. Se trata aquí de un efecto del desanudamiento del lazo social clásico, cuyas estructuras piramidales de poder y marcos coercitivos han sido sustituidos por la pluralidad, la permisividad para realizar el deseo individual y la exención de responsabilidades.

· así como por la predominancia de lo visual sobre lo discursivo. En la época tecnocrática prevalece el goce mudo y escópico.

 

Estas y otras características permiten afirmar que nos ha tocado vivir en la época de la mutación del discurso del amo (denominado también por los golpes que propicia «del mango o garrote»), que es el discurso capitalista. La formulación de este quinto discurso, presentado por Lacan en una conferencia en la Universidad de Milán, el año 1972, y que puede ser llamado discurso del amo posmoderno, implica una inversión de las letras (S1: el significante amo / $: el sujeto, en el discurso del amo, por $: el sujeto / S1: el significante amo, en el discurso capitalista), así como de la dirección de la flecha en ese lado, en el lado sujeto / significante amo.

 

No se trata aquí de mostrar los vicios y virtudes de la acción de la empresa y de la liberalización del mercado, sino de revelar la lógica que rige al discurso predominante en la sociedad de consumo del capitalismo tardío. A ese fin cabe indicar, en primer lugar, que con el neoliberalismo capitalista se inaugura una nueva manera de gozar, ya que a partir de ese momento ya no se trata tanto de cómo se goza sino de cuanto goza el sujeto, y que esa transformación de la calidad en la cantidad puede llegar a ser tan perniciosa como para consumir al sujeto en el consumo (capitalismo autofágico). Otra característica igualmente destacable del discurso capitalista es que prescinde del lazo social o bien adquiere en él la categoría de lo efímero pero elevado a la segunda potencia, como se advierte en que no aparece la flecha entre el agente y el otro.

 El agente de ese discurso se caracteriza por repudiar la determinación que recibe de la verdad, lo cual queda representado por la inversión del sentido del vector que conecta el lugar de la verdad con el lugar del semblante.

 

Ese repudio de la verdad introduce el aspecto más importante del discurso capitalista, como es que siendo el agente del mismo un sujeto dividido, !, castrado, por tanto un sujeto en falta, se diferencia del sujeto que le precede en el tiempo porque ya no intenta suprimir su falta estructural con los ideales modernos, sino con valores sin duda más prosaicos y siempre relacionados con los objetos del mercado, por lo que queda reducido a sujeto de consumo. Se trata de un sujeto que con su irreflexivo impulso de consumir estimula la producción de objetos, y caracterizado por una firme voluntad de rechazo (verwerfung) de su falta estructural, la cual pretende obturar con el plus-de-goce (plusvalía) de los objetos.

Como sin duda se habrá advertido el elemento que hace funcionar al discurso capitalista o si se quiere al discurso de las sociedades del «bienestar» es la castración del sujeto, $. Pero a continuación hay que subrayar que el gran engaño del discurso capitalista es hacer creer al sujeto que su insatisfacción no obedece a su falta estructural, a su falta en ser (a-ser), sino que se debe a la falta de objetos, y, por lo mismo, que puede obviar o mitigar el cotidiano malestar que esa falta le produce con la adquisición de los objetos-fetiches del mercado. De ahí que Lacan diga que «todo discurso que se emparente con el capitalismo deja de lado lo que llamaremos simplemente las cosas del amor.»

 

A esos más (características del capitalismo tardío) hay que agregar algunos menos, como:

· el fin de la historia. Pues de la política de izquierdas y derechas queda poco más que lo tocante al convenio empresarial.

 

· la cada vez mayor «falta de sentimientos» del capital. El único interés de las multinacionales es multiplicar sus rendimientos, por lo que su deseo está del lado de la «cronificación de las enfermedades» mediante los fármacos ¡pues que negocio habría si se erradicara el mal!

 

· la falta de honor, de sentido político, y de la idea de bien común. Ya que junto al crepúsculo del deber, y quizá por ello, no hay día sin un nuevo caso de prevaricación, de malversación de caudales públicos, de evasión de impuestos, de lavado de dinero, de abuso de autoridad, de apoderamiento ilegítimo, etc.

 

· la laxitud de los ideales familiares, políticos, religiosos y culturales en el mundo occidental que, al tiempo que son reemplazados por otros como el dinero, la fama, el hacerse ver, la merma de autoridad del padre de familia, la permisividad, etc., chocan con la pertinaz resistencia a abandonar la tradición de las gentes del burka, el nigab, el chador, y la abaya.

· el decaimiento del sentimiento de «vergüenza ajena» y de culpa. Prueba de lo cual es la grotesca desinhibición y la ausencia de pudor de los reality show.

 

· el horror al saber. Esta característica, no ajena al anclaje idiotizante del sujeto a la voluntad de goce, constituye una patética actualización del carpe diem quam mínimum credula postero, «Aprovecha el día, no confíes en mañana.»

 

· y de manera fundamental nuestra época se caracteriza por el desfallecimiento de la Función-del-Padre, elemento angular donde los haya por ser todavía hoy, en el tiempo en el que languidece el Otro de la ley, la razón estructural del modo de ser y de la orientación sexual del sujeto.

 

Los americanos tienen desde 1989, un día sí y otro también en sus televisores, a «Los Simpson», y desde 1997 a los «South Park», esto es, a las gestas de los prohombres de la globalización y del último capitalismo. ¡Pero cuándo hemos sido menos nosotros, como ibéricos que somos por decirlo así, en eso de la caradura y la sinvergüencería! Prueba de lo cual es que a la ficción respondemos presentando personajes de carne y hueso, como el exdirector de la Guardia Civil Luís Roldán y los implicados en el marbellí «Caso Malaya», pasando por el empresario Javier de la Rosa, el expresidente del Banco de España Mariano Rubio, el asimismo expresidente de Banesto Mariano Conde, o el exjuez Pascual Estivill.

 

Lo subrayable aquí es que consecuencia de lo expuesto y más «funda-mentalmente» del último aspecto mencionado (desfallecimiento de la Función-del-Padre) son los síntomas de la época tecnocrática, los mismos que conforman las patologías del goce (paidofilia, abuso de poder, pérdida de sentido político y del bien común...), del acto (drogadicción, ludopatía, violencia de género...), y del vacío (anorexia, bulimia…).

Pero eso no quiere decir que no exista más el padre de la horda primitiva, o sea que el cruel, autoritario y celoso urvater haya sido totalmente reemplazado por ese padre-colega con el que nos cruzamos a diario por la calle. Vamos por ese camino, o si se quiere la tendencia es a la exclusión de aquel a favor del padre permisivo, quien siendo mejor desde el punto de vista pedagógico, lo cierto es que no garantiza nada respecto a la realidad psíquica (salud) de su progenie.

 

Las personas aún sufren por haber entrado incluso antes de nacer en el campo del Otro («Lalengua»), pues el animal queda desnaturalizado por el lenguaje, y así transformado en un animal humano (sujeto) que padecerá desde entonces la mal-dicción del sexo; padecen por haber perdido el goce puro, a, de la primera experiencia de satisfacción con la madre, o sea por haber renunciado al goce de la Cosa, goce que sólo pueden recuperar en forma de plus-de-goce (plusvalía) que procuran los objetos imaginarios e impuros del deseo [i(a)] que encuentran a su paso. Al sujeto sólo le queda pues desear, anhelar, soñar… padecer al fin, pues es un intento vano pretender recuperar el goce absoluto y suprimir así la falta estructural. Es por eso que algunos, aun teniéndolo todo, sienten malestar en la cultura, un sufrimiento ordinario que indica paradójicamente que han superado el terreno del goce absoluto, pues pese a lo que este término pudiera sugerir siempre es mortificante, y que se encuentran en el ámbito de ese menos goce que define a la falta que caracteriza al deseo; y todo ello, o sea el pasaje del mortificante goce al sufrimiento ordinario del deseo, merced a que se ha operado la ley de la prohibición del goce que es la castración simbólica, operación que la Función del Padre tiene encomendada desde los orígenes de la cultura.

 

Se comprende entonces la magnitud del estrago de ese goce que hace falta que no haya, obviar el vacío estructural de la castración y la inconsistencia del inconsciente (S2, Otro como lugar del inconsciente), en definitiva, la perversa e ilusoria pretensión de crear un ser cuya esencia ya no sería la falta sino la consistencia que le propiciarían los objetos de consumo; y así el sujeto estaría rechazando lo que constituye su bien supremo. El discurso capitalista está destinado a la manipulación de ilusiones; el sujeto alienado en este discurso queda huérfano de elementos identificatorios que le permitan orientarse, ya que sólo tiene objetos ya caducos en el momento de su aparición, por lo que deviene una criatura sin honor, perdida en el mundo y ajena al bien común. Los objetos de consumo constituyen el último Nombre-del-Padre, el cual a diferencia de los que facilitaban el decoro y el honor, desatan la transgresión impidiendo a la vez las variantes históricas de la moral, y, por lo mismo, condena al sujeto a lo peor que de él se puede esperar. He aquí las consecuencias del mito posmoderno, de la ilusoria tentativa de hacer posible lo imposible, de suprimir la falta estructural del sujeto, $, con los objetos del mercado, aspecto que diferencia al discurso capitalista de los otros discursos (discurso del amo, discurso histérico, discurso universitario, y discurso del analista).

 

En razón de que estamos comprometidos con la subjetividad de la época, al esquema de la clínica freudiana (deseo → represión del deseo → retorno de lo reprimido = síntoma, apertura espontánea de la transferencia, esto es llamado al sujeto supuesto-saber y lazo social), cabe añadir ahora, sin abandonar ese modelo del sufrimiento neurótico por estar vigente (ya que no son pocas las personas que están en análisis por las amarras que los atan a una historia familiar típicamente freudiana), la estructura que caracteriza a una clínica con merma o sin nostalgia de padre, vatersenhsucht, por lo mismo sin ley, sin rumbo y ligada a un goce habitualmente autista que caracteriza a la «época del escoramiento hacia el goce o si se quiere hacia lo real». Ante ese goce que no demanda sentido, frente a un sujeto cuya división estructural trata de obturar con los gadgets del mercado, ante la cadaverización que la fama produce a la anoréxica, frente a la apatía y la desgana del que todo lo ha visto o la violenta impulsividad del que pasa de normas y pactos sociales, el analista, o más exactamente el «deseo del analista», como piedra angular de la cura, debe comprender que su práctica es la única respuesta que existe a lo real del goce, y que en tanto tal su ética lo conmina a traducir la inercia mortificante de ese goce que goza del sujeto y que lo conduce a lo peor, en el momento que la declinación subjetiva u otras circunstancias lo hagan aconsejable. Se trataría, en fin, de aportar saber a lo que goza del sujeto sin que éste lo sepa, esto es de cuestionar al pretendido goce de un pretencioso sujeto supuesto indiviso, pues el aturdimiento de cuanto caracteriza a la época tecnocrática no le deja advertir sino lo inverso de lo que constituye su bien supremo. He aquí un primer intento de matematizar el discurso de la clínica postmoderna:   

Girona, 2010

José Miguel Pueyo