El alma del mundo. Frédéric Lenoir

La interminbable historia de la nostalgia del goce del sujeto humano. (O del anhelo de trascendencia del filósofo, sociólogo e historiador de las religiones Frédéric Lenoir).

 

Fue ayer, sin ir más lejos, que hablé de la trascendencia. Dije que se trataba de un anhelo fundamental y sempiterno del sujeto humano, y añadí que el anhelo de trascendencia organizaba y determinaba muchas de las producciones que conforman la cultura de todas las latitudes y desde tiempos inmemoriales. Intenté explicar, por lo mismo, que era así en las religiones del Libro (cristianismo, judaísmo e islamismo); en el hinduismo y en el budismo; en la filosofía moral de los pensadores de la Hélade, desde el epicureísmo al estoicismo pasando por la secta cínica y los cirenaicos, mas también en el pitagorismo y en el platonismo; y subrayaba también que el anhelo de trascendencia inspiraba a los autores de muchas producciones culturales de nuestra época, en particular a los de las psicoterapias, por ejemplo, en el new age de la terapia cuántica, pero también a los que ofertan felicidad mediante la filosofía práctica y, por supuesto, a los de los denominados libros de autoayuda.

 

Hoy no puedo sino retomar el mismo asunto. Pero no es que hablar de la trascendencia me contraríe. Lo que me disgusta, en realidad, es haber acertado. ¿En qué? En la deriva al goce obsceno e infantil, y, por lo mismo, respecto al horror a la necesaria castración simbólica y la insufrible herida al narcisismo del ego. No haberme equivocado, en fin, respecto al sentimiento íntimo y al mismo tiempo oceánico, y como acabo de decir obsceno e infantil, que anima a muchos intelectuales, profesores, políticos, empresarios, gurús, maestros de artes orientales, psicoterapeutas y/o deportistas de élite.

 

En efecto, el anhelo de trascendencia sigue siendo es un deseo actual. ¿Pero qué es la trascendencia? Dado que la definición de los diccionarios al uso no nos ayudan, diré que se trata de una metáfora, de uno de los nombres del goce, y más concretamente de una malsana aspiración, de la nostalgia de algunas personas por el goce que perdieron en su más tierna infancia, en la temprana época del complejo de Edipo, época en la que se suponían felices en la alienación al deseo del Otro. (El deseo del hijo es ser deseado, ser el objeto del deseo del otro, y el deseo de la mamá, que el hijo la complete, que obture su falta imaginaria, lo cual hace de dos personas Una. De ahí, adelanto, los elogios de algunas doctrinas y saberes, desde el cristianismo al budismo, a la Unicidad, saberes que reniegan del narcisismo del ego cuando es precisamente lo que persiguen, si bien inconscientemente y, por lo mismo, con un absoluto desconocimiento de aquello que inspira sus producciones culturales, ya sean poemas, obras teatrales, novela, filosofía práctica, religión, libros de autoayuda y/o sus psicoterapias).

 

¿Cuál es el origen del anhelo de transcendencia? Remite a una relación pretérita no superada, a la relación con mamá, al goce del abrazo materno en la temprana época del complejo de Edipo. Si en la temprana época del complejo de Edipo no se da la necesaria castración simbólica, el anhelo del goce infantil y la loa a la Unicidad de los discursos religiosos y espirituales están asegurados. ¿Y qué olvidan y/o desconocen los autores y acólitos de esos discursos? Olvidan y/o desconocen el anhelo malsano e infantil goce que los inspira, la añoranza, en fin, de gozar de ser el niño que uno fue en brazos de mamá o que imaginó ser.

 

¿Pero imaginemos por un momento que una persona lo consiguiera? Sería entonces en muchos aspectos como un niño de dos años, por ejemplo. ¿Y qué hace, siente y piensa un niño a esa edad? Los hospitales antes, y ahora los consultorios (dada la existencia de fármacos llamados anti psicóticos, en otro tiempo neurolépticos, muy potentes) están llenos de personas que sufren de una u otra manera por no haber salido del narcisista campo del goce, sufren el goce mortificante, obsceno e infantil, en el cuerpo, en la mente y/o en la inteligencia. El goce, por consiguiente, siendo como es lo opuesto a la miseria ordinaria del deseo, como gustaba decir a Freud, representa un ámbito sumamente patológico que no desearíamos para nuestro peor enemigo, como suele decirse.

 

¿Qué o quién inspira a esa inclinación al goce, a lo peor? Frédéric Lenoir afirma que a él lo inspira Jesús. Se engaña. El hecho es que él confiesa que «debido a una infancia infeliz…, se preguntó por el sentido de la vida y la trascendencia…, y esto lo llevó al autoconocimiento, al estudio de las religiones, la filosofía, la práctica del budismo…». De creerle esa sería la causa de su malestar (una infancia infeliz) y esos serían los medios que empleo para solucionar su malestar. Y luego dice que lo «inspira Jesús». ¿Lo inspira a qué? Cabe imaginar que como los dioses en el Templo de Asclepio, en la Grecia arcaica, a Lenoir lo inspira el Señor a buscar la solución para su malestar. ¿Y cuál es el supuesto mensaje divino?: autoconocimiento, estudio de las religiones, filosofía, la práctica de la meditación budista...

 

Pero Lenoir, no contento aún con esos remedios, se propone dar un paso más, trascender también a esas conocidas doctrinas, disciplinas y prácticas destinadas al logro, tan imaginario como siempre fallido, del goce infantil, anhelo que enmascara en esta ocasión la palabra trascendencia. En su libro El Alma del Mundo (Editorial Ariel. 2013) recuerda algo tan conocido como es que «vivimos en una época en que el mundo está amenazado por dos grandes peligros: el consumismo y el fanatismo religioso. Yo he querido mostrar –prosigue Lenoir– el mejor antídoto: la filosofía y la sabiduría». Pues bien, el norteamericano Lou Marinoff, y la francesa Monique Canto-Sperber, entre otros muchos palmeros de los consejos morales de la filosofía de todas las épocas, se le adelantan. Cabe indicar que unos y otros ignoran o quieren olvidar que antes de sus propuestas existía una tercera vía que pretendía superar también el hedonismo materialista y el fanatismo de las religiones: el tantra shivaísta cachemir.

 

Pero lo subrayable, lo que siempre habría que tener presente, al menos desde mi punto de vista, es que del mismo modo que estos y otros intelectuales se han dejado seducir por esas doctrinas, disciplinas y prácticas, que como cantos de sirena prometen sin empacho el goce-Todo, o sea, aquello que de ningún modo pueden dar, sería clínica y éticamente deseable que no intentaran hacer de su síntoma un síntoma de los demás. (Lo veo difícil sin psicoanálisis, más si tenemos en cuenta que el Otro social no ampara, o sea, que suele ser malo, y la fuerza igualmente maligna del Otro interior).

 

Girona, 14/06/2013

José Miguel Pueyo