Hacer la diferencia. (O de la ética que invoca el descubrimiento de Freud)
Esta es una de las respuestas, quizá una de las más idóneas que se podría dar desde el psicoanálisis a la cuestión leniniana ¿Qué hacer?, que como sin duda se habrá advertido constituye la que dio el célebre oriundo de Simbirsk a otro de sus singulares trabajos, el titulado ¿Por dónde empezar?
Que estas cuestiones sirvan al interrogante sobre la ética del psicoanálisis, no es cosa de la que quepa extrañarse. En modo alguno resulta baladí plantearse la cuestión de la ética que debe presidir la clínica inaugurada por Freud, pues pese a los desarrollos teóricos en ese sentido, la ética psicoanalítica sigue padeciendo los avatares de deseos ajenos a una práctica digna de ese mismo nombre.
Desde una perspectiva diacrónica existen asimismo razones que animan a que se le preste atención. Ante todo porque lo que debería haber sido una prioridad para los primeros psicoanalistas no lo fue en buen grado, factor que remite a las dificultades que tuvieron no pocos de ellos para comprender el descubrimiento freudiano y asumir cuanto venía a subvertir.
Entre las referencias teóricas para dar cuenta de esa cuestión se encuentran, como es conocido y yo diría casi de manera exclusiva, los textos de Sigmund Freud y la enseñanza de Jacques-Marie Émile Lacan (1901-1981). Cabe indicar, empero, que en este asunto, como en otros semejantes, el criterio de autoridad resulta insuficiente, y es obvio, por otro lado, que no basta con repetir lo que ellos dicen, perversión notoria no sólo en el ámbito psicoanalítico, para saber de qué se trata.
Uno de los tópicos que comienzan a proliferar a mayor defensa del narcisismo de un discurso que no es precisamente el del psicoanalista, consiste en afirmar que el análisis didáctico garantiza un juicio pertinente acerca de la clínica psicoanalítica. Nada más lejos de la verdad. En primer lugar, la historia del psicoanálisis no deja lugar a dudas sobre los extravíos teóricos de los primeros psicoanalistas, entre lo que se encuentran los pioneros de la IPA –International Psychoanalytic Association–, y por ese motivo y lógicamente, la condición sine qua non de la práctica psicoanalítica que es el análisis del futuro psicoanalista no puede garantizar lo que se espera de su práctica, de aquel, en fin, que tiene que vérselas con otra realidad, con el Otro como nombre de lo inconsciente y lugar de la verdad que la clínica revela.
Pero la tradición frente al psicoanálisis no se esfumó con las críticas a los psicoanalistas norteamericanos, o más exactamente, contra los prohombres de la IPA, contra aquellos que asumieron para su práctica algo tan ajeno al psicoanálisis (o sea, al Freud freudiano) como son las premisas teóricas de la Psicología del Yo (el Freud no freudiano). Quizá el narcisismo de aquellos cuyos problemas, sin duda de muy diferente índole, les impelen a criticar al psicoanálisis se verá gravemente afectado al saber que no están solos en el mundo, o sea, al conocer que existen precedentes de sus dislates. Y es que ya sea por olvido o/y ignorancia, el crítico pasa la página en la que la historia del psicoanálisis muestra que entre las primeras y más importantes resistencias al psicoanálisis se encuentran las de quienes no eran ajenos al mismo. Tanto es así que se puede afirmar sin temor a equivocarse que la única preocupación de no pocos psicoanalistas parece haber sido la de alejarse de los axiomas esenciales que conforman y singularizan a la clínica psicoanalítica.
Esa fue la conclusión a la que llegó Lacan después de una minuciosa lectura delos trabajos de los que imaginariamente se arrogaron la defensa de los principios freudianos. Conclusión acertada tanto más que meritoria y cuyo interés no se reduce al intelectual, al menos para el psicoanalista, pues al incidir en la ética lo invita a continuar en la vía de elucidación clínica que el mismo psicoanalista francés inauguró, en el trabajo, en fin, que le permitió demostrar con el máximo rigor la negativa incidencia que tenían en la práctica los extravíos de orden teórico. Y del mismo modo que no sólo soñamos cuando dormimos, tal como revela la hipótesis del inconsciente, cabe señalar que el psicoanálisis es ante todo el arte de la lectura, y el objeto puede ser la religión, la política, la pintura, la literatura, etc.
En las resistencias al psicoanálisis tuvo y sigue teniendo un lugar destacado, junto con el narcisismo de ese esclavo en su propia casa que es el Yo, la incomprensión de la metapsicología freudiana. Qué otra cosa cabría decir sino de retrotraer el concepto freudiano de inconsciente, cuyas leyes, dicho sea de paso, fueron por Freud establecidas con diáfana claridad en los trabajos que fechan el acta de nacimiento del psicoanálisis (La interpretación de los sueños, 1898-1900; Psicopatología de la vida cotidiana, 1905…), al sentido filosófico del mismo, o peor aun, el equipararlo a un más allá mítico, ontológico, cuando no repleto de arquetipos en los que se creyó ver la esencia del sujeto. La interpretación psicoanalítica, como no podía ser de otro modo, quedó inscrita en el marco de la hermenéutica, fuera de la variante que fuese pero siempre en el sentido del desorientado filósofo francés Paul Ricouer (1913-2005); lo cual quiere decir que quedó reducida a una suerte de descodificación-explicativa cuyo sentido, ya que la metáfora le prestaba su estructura, no hacía (y he aquí el nefasto resultado de ese extravío teórico) sino reforzar el síntoma que ilusoriamente se pretendía disolver.
Sin duda fueron innumerables las resistencias de los psicoanalistas cuando los pormenorizados desarrollos teóricos de Freud no propiciaron ese cambio, digamos de actitud, que tal vez hubiera dado los frutos que durante bastante tiempo y no sin paciencia esperó el primer psicoanalista. No obstante, algo cabedecir en descargo de sus discípulos, al menos en favor de los que tuvieron la deferencia, incluso me atrevería a decir la honradez, de llamar con otro nombre del que acuñó Freud para nuestra clínica a las doctrinas que habían elaborado (Alfred Adler, 1870-1937, fundó la Psicología Individual; Carl Gustav Jung, 1875-1961, acuñó para su psicoterapia el nombre de Psicología Analítica; Wilhelm Reich, 1897-1957, produjo el delirio de la orgonoterapia; y los psicoanalistas de la International Psychoanalytic Association, asumieron, como he apuntado, los principios de la Psicología del Yo). En ese sentido nada peor que seguir al Oscar Wilde (1854-1900) de
Dadme cosas superfluas y
prescindiré de las necesarias.
Pero, en realidad, no podía ser de otra manera. Y no lo podía ser porque resultaría en verdad pintoresco que se confundiera al psicoanálisis con los imperativos que caracterizan a las prácticas psicopedagógicas, bien con las técnicas basadas en supuestos bioenergéticos o cognitivo-conductuales, así como con cualquiera de los procedimientos que pretenden estabilizar al hablanteser y poner en forma el cuerpo a base de marcar el paso o mediante la más espiritual conciencia corporal. Mas el desastre no fue menor, puesto que al empeño ruin por parte de no pocos psicoanalistas de limar las aristas del descubrimiento freudiano, cosa que ocurrió con la pulsión de muerte, le siguióuna cada vez mayor decadencia ética de quienes nada pudieron contra la ideología antifreudiana.
No creemos ser refractarios a la verdad al afirmar que a diferencia de la originalidad de la teoría y la práctica que inauguró Freud, nada hay ex novo en las doctrinas de muchos de sus discípulos. Mientras que el interés de lo que académicamente se conoce como escisiones psicoanalíticas no es otro que el retorno a la época prefreudiana, o sea, el recordarnos lo que era la clínica y las prácticas terapéuticas al uso antes de Freud (basadas en la sugestión y en el adoctrinamiento según los ideales, la concepción del mundo del psicoterapeuta).
Pero el problema no es ese, al menos no es el más importante, pues junto al extravío teórico que implica una enseñanza medicofilosófica del psicoanálisis, lo que en realidad hay que imputar a los discípulos de Freud, también por ese motivo, es el haber abierto todas las puertas al liberalismo más cínico, el liberalismo teórico.
Del extravío que fue a la resistencia que es
Mas los inveterados déficits teóricos y los cambalaches del Yo, lejos de haber desaparecido con los desarrollos teóricos, como he señalado, surgen a cada paso disimulados con los ropajes que esos mismos desarrollos, paradójicamente, les propician. El despropósito llega al grotesco ideal de los que emulando de la peor manera a los primeros discípulos de Freud establecen lazos ideológicos y económicos con psiquiatras, psicólogos, naturistas… en razón de, por ejemplo, la supuesta inviabilidad de abrir una consulta psicoanalítica autónoma, libre de hipotecas. Que en su defensa esgriman las virtudes de la interdisciplinariedad encubre mal lo que en verdad se trata: del complejo de inferioridad que los embarga no menos que una aprovechada ignorancia. Para ahorrar males mayores al paciente bastaría con saber algo de enseñanza primaria, como habitualmente se dice: qué es y qué función tiene el síntoma. Y por extraño que parezca tampoco es infrecuente la cobardía neurótica, la misma que propicia en no pocas ocasiones la adaptación del psicoanalista al sistema, alienación que suele ser por miedo al rechazo que todo cuanto tenga relación con el psicoanálisis pueda suscitar. El "oscurantismo de siempre", en palabras de Lacan, no es menor que el de aquellos cuya vanidad narcisista, potenciada en ocasiones por la soldada que perciben del Estado, les aboca a las mayores indignidades en nombre del psicoanálisis.
Qué habría que decir entonces de la vilipendiada intransigencia de Freud, del recurrente tópico de su dogmatismo. Nada salvo que no precisa ningún tipo de justificación. La teoría, contrariamente a lo que sin pensar se asevera, puede serlo todo, todo menos banal. En la época del genio de Freiberg había bastantes teorías, tantas como las que él tuvo que abandonar para poder elaborar una nueva, presidida por una no menos nueva ética, diferente a la moral por no ser sino del bien decir del síntoma, de esa verdad que, como la creación en el arte, descubre el psicoanalista en la vida del sujeto. Es decir, de una clínica radicalmente diferente a cuantas hubo por concernir al saber Otro que nos habita y que rige la vida del hablanteser; de una clínica, en fin, de un saber no-sabido (para el Yo) y que se manifiesta en el síntoma para quien sepa escucharlo.
La práctica psicoanalítica, empero, requiere algo más y tan esencial como es no sólo que se comprenda sino que se demuestre la diferencia entre el aprovechamiento de la transferencia (entendida básicamente como delegación de poderes del paciente al otro, al médico, al terapeuta, al psicoanalista, etc.) y el manejo de la misma (estrategia y táctica del psicoanalista en el tratamiento en razón de la estructura clínica del analizante). Se trata aquí de algo quediferencia a nuestra práctica de la psicoterapia, pues como Freud recordaba en el V Congreso Psicoanalítico, celebrado en la ciudad de Budapest en el año 1918, “el psicoanalista no puede aceptar la demanda de colocar el psicoanálisis al servicio de una determinada filosofía del universo e imponer ésta a los pacientes”. Mas emulando al singular novelista guipuzcoano Pío Baroja y Nessi (1872-1956), habrá sin duda quien asevere que
Es absurdo poner estas piedras
tan pesadas sobre los muertos.
Sea como fuere lo cierto es que de la incomprensión y de las resistencias afectivas de los discípulos más directos del primer psicoanalista a la de los más cercanos a nosotros en el tiempo sólo hay un paso, pero un paso que eleva a la quinta potencia la desidia en todos los órdenes de no pocos supuestos psicoanalistas, más aun cuando tienen a su alcance los textos de Freud y un sinfín de trabajos sobre la experiencia clínica.
Sólo nos cabe confiar en que lo que indicamos aquí tenga resultados más óptimos que el legado de Freud; y es que contra la ideología nada pudieron las reiteradas y pormenorizadas advertencias del psicoanalista vienés, tanto es así que las nefastas consecuencias de la inversión en la dirección de la cura se extendieron acorde con el poder que caracteriza a los discursos de dominio. Esa inversión inicial cabe esquematizarla de la siguiente manera.
Freud | Postfreudianos |
Rectificación de las relaciones del sujeto con lo real |
Transferencia (provocación de la) |
Transferencia |
Interpretación |
Interpretación |
Adaptación del sujeto a la realidad (social) |
Del deber ético
Que la clínica psicoanalítica sea la clínica del Otro, de la otra escena a la que se refería Freud al hablar de lo inconsciente, que sea también posterior a la dimensión fenomenológica que caracteriza a la clínica de tipos de síntomas (ICD, 9.ª –Clasificación Internacional de Enfermedades–; DSM III –Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, 3.ª edición, y sucesivas revisiones–), es algo de lo que el psicoanalista debería dar cuenta, pero no sólo académicamente (psicoanálisis en extensión) sino sobre todo en la clínica (psicoanálisis en intensión). Se evitarían así muchas consecuencias negativas a los analizantes, como es la que se deriva de la confianza que con frecuencia se deposita en los tratamientos combinados sin previa teorización de la estructura y la función del síntoma. La experiencia clínica demuestra en no pocas ocasiones lo desafortunado de tales ensayos y, por lo mismo, la vigencia de las palabras de Freud respecto a la clínica del caso por caso como es la que él inauguró, “Eso que usted propone –le decía en el año 1918 al prestigioso neuropsiquiatra y primer presidente de la Asociación Psicoanalítica Norteamericana, James Jackson Putman– no constituye sino una violencia, aunque encubierta por la más noble intención.”
¿De qué violencia hablo? De la que el psicoanalista debe obviar en su práctica: la violencia del amo. Se trata de una violencia que a veces aparece disfrazada de un cariz humanista, con un velo de falsa bondad que no deja de expresarse en los pensamientos positivos, es decir, en la recomendación de lo que supone que es bueno para el otro. El poder ama, el amo, que duda cabe, ama. Pero la cura por el amor no es sino imaginaria, tanto como la fuente de donde procede, y contraria, por lo mismo, al deseo como vía para alcanzar la verdad, esa verdad que implica por parte del psicoanalista la exclusión de todo tipo de impostura o engaño.
En cuanto al eclecticismo, esto es, la osada pretensión de apropiarse de lo mejor de este y aquel modelo o sistema, baste indicar que no está tampoco falto de apacibilidad de genio. Pero el verdadero problema de esa aprovechada apropiación consiste en la reducción que se hace del sujeto-al-inconsciente (descubierto por Freud) al Yo (moi), o sea, a la dimensión imaginaria que ese descubrimiento supera. En ese registro, en el imaginario (Yo a Yo), se juega una partida en la que el paciente tiene todas las de perder. Mas el psicoterapeuta no está menos entrampado en la misma, pues quien confía en la represión del deseo está confiando en un mito, en una quimera tanto más deleznable cuanto que lo que se recomienda es aquello que se encuentra en el origen, en no pocas ocasiones, de la enfermedad. Y también por ello hay que tener siempre presente la máxima latina Sancta sante tractanda (las cosas santas han de ser tratadas santamente).
La ilación aquí no es sino con el gran error de la psicología, o al menos con uno de los principales, como es el haber aplicado al ámbito de su acción el programa epistemológico de las denominadas ciencias de la salud. ¿Qué otra cosa se podría decir de la exclusión del uno por uno, de la singularidad, del caso por caso, constatable en las nomenclaturas psiquiátricas que nos llegan de ultramar, como ideal científico? Pero paradójicamente la singularidad se filtra en el Manual Diagnóstico..., mencionado, en cuanto que sus autores hacen del síntoma una enfermedad, motivo por el cual su número de páginas no deja de aumentar. ¿A quién se pretende engatusar, por otro lado, con asignaturas tales como biología del comportamiento, fisiología del mismo nombre, estadística, etc., como condición del saber sobre el sujeto y de una intervención verdaderamente ética respecto al ser del lenguaje? En resumen, el plan de estudios de la psicología de hoy es justo el envés de lo que el psicoanalista del futuro no debería ignorar: las variantes de la Función del Padre y su incidencia en el sujeto, sin obviar los efectos patógenos de la declinación de aquella en la globalización capitalista, así como los modos de intervención en las estructuras clínicas. Y es que por muchos motivos conviene
Pensarlo dos veces antes de creer de ligero,
y volver las orejas al son del pandero.
Si para Freud nada había más desatinado que las técnicas afectivas o activas, si la apuesta por el Yo (moi) y la consecuente adaptación a la realidad social (la Wirklichkeit, diferente a la Realität, o sea, a la realidad psíquica de las formaciones del inconsciente) son los dos niveles inextricables de una clínica radicalmente diferente a la psicoanalítica, se entenderá que nos opongamos a las satisfacciones sustitutivas, y con más motivos si el síntoma, bien se presente con la forma de furor sanandi o de cualquier otro tipo de fanatismo terapéutico o doctrinal, está inducido por el psicoanalista, por quien tendría que tener presente uno de los más bellos aforismos de Lacan, “Yo te demando que rehúses lo que te ofrezco porque no es eso.”
Por qué somos lacanianos
El psicoanálisis, como sin duda muchos de ustedes saben, no es sino la práctica de lo Real mediante lo Simbólico (distinto del simbolismo clásico). Quizá habría que añadir que tal cosa impele al psicoanalista a ir más allá de la disolución del síntoma. Es decir, nos incumbe que el fin del análisis coincida con la modificación subjetiva del analizante, aspecto que implica el atravesamiento del fantasma que sostiene los síntomas y, por ende, la exclusión del goce del Otro (materno y en tanto que real no rechazado fuente de mortificación) en favor del deseo, de ese deseo que la Función del Padre (castración simbólica) une a la ley, a la sociedad, a la vez que posibilita el goce de órgano (pene, clítoris).Pero lo que hoy me interesa subrayar es que la cura psicoanalítica no consiste sino en el movimiento que va del síntoma en su cara descifrable, significante-sentido (simbólico), a la desertización (de la función del goce) del mismo.
Que eso no sea sin dificultades, en vano sería negarlo. Pero de igual modo, en ocasiones se adicionan otras dificultades y diferentes de las que cabría considerar naturales; y es que a la hora de poner palos a las ruedas, el analizante no está sólo, ya que, como he indicado, las resistencias, lejos de reducirse a las de los analizantes, proceden muchas veces de los mismos psicoanalistas. Empero, subrayaré una vez mas: los impasses clínicos no se solventan por la vía de las patéticas alianzas que nuestros mayores –y no tanto– establecieron, y la función del psicoanalista tampoco consiste en hacerse el muerto (apelación al silencio absoluto como ideal), puesto que eso no es sino una de las formas que se suelen adoptar para mejor resguardar el narcisismo. Esa actitud, verdadera resistencia y grotesca desfachatez del psicoanalista lacaniano que no ha comprendido nada de la enseñanza de quien promovió el “retorno a Freud”, nada tiene que ver con la "cadaverización del psicoanalista", tampoco con "no ceder en el deseo", y menos aún con no responder a la demanda en los mismos términos en que está formulada, esto es, con los axiomas que caracterizan a la ética del psicoanálisis. Freud no se refiere a otra cosa cuando afirma que nada se puede resolver in absencia o in effigie; y así es también si se entiende que la cura psicoanalítica implica la rotación de los cuatro discursos (discurso Universitario, discurso del Amo, discurso Histérico y discurso del Analista) que Lacan formalizó para una mejor exclusión del goce Otro que fálico.
El moralista francés Jean de la Bruyère (1645-1696) no iba errado cuando a su manera sentenciaba:
El silencio es el ingenio de los tontos.
Es justo convenir entonces que a la acertada ordenación de la historia de las ideas en un antes y un después de Freud, habría que añadir ahora la importancia de la revolución operada por la enseñanza de Lacan: el pasaje de la tradición contra Freud a un tiempo con Lacan que se define por la actualización pero también por el desarrollo del edificio teórico freudiano. Como no recordar en este punto las palabras del insigne poeta romano Publio Virgilio Marón (70-19 a.C.).
Felix qui potuit rerum cognoscere causas.
(Feliz el hombre que está capacitado para descubrir las causas de las cosas)
Disculpa vana sería alegar desconocimiento de que la función analítica constituye el contrapunto de la del amo, del discurso del amo. Más incluso y aun sobre todo cuando desde Lacan al capricho y a la impostura del amo se opone radicalmente el deseo del psicoanalista, diferente del deseo de este o aquel psicoanalista, del deseo, en fin, de un psicoanalista, y que bien pudiera coincidir con su ideología. Y es que del mismo modo que el descubrimiento de Freud es el inconsciente, el descubrimiento primero y fundamental del psicoanalista francés es Freud, el Freud psicoanalista, el Freud que quedaba oculto tras un cúmulo de supuestos psicoanalistas e instituciones que lo silenciaban.
Estoy convencido, al menos hoy y creo que el tiempo no me llevará la contraria,que si algo debe enseñar el análisis didáctico es a hacer la diferencia entre la moral y la ética psicoanalítica, y que esa enseñanza es tanto más necesaria cuanto que lo que se espera de nuestra práctica tiene en ella su condición. A eso apunta, en definitiva, la ética del psicoanálisis, diferente, en suma, de la moral de los ideales y del bien supremo, y cuya solidaridad con la clínica del mismo nombre justifica que no pueda ir una sin la otra.
Girona, noviembre de 1984
José Miguel Pueyo
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