La gran escisión de Jacques Lacan
El psicoanalista francés creó hace medio siglo la Escuela Freudiana de París para abandonar unos métodos que desvirtuaban el legado del fundador.
Domingo, 21 de junio de 1964. Apartamento del doctor François Perrier en la Avenue de l'Observatoire. Interior noche. En el amplio salón, 50 psicoanalistas hacen corro expectantes alrededor de una mesa baja en la que ha sido emplazado un imponente magnetófono. Todos contienen la respiración al escuchar la voz que sale del aparato.
«Solo, como siempre he estado en mi cruzada psicoanalítica, he decidido fundar la Escuela Francesa de Psicoanálisis», proclama la voz. No hay nadie en la sala que no haya reconocido el característico tono cansino con el que se expresa Jacques Lacan. ¿Pero dónde está el maestro?, se preguntan algunos.
Concentrados en la grabación, pocos de los presentes se dan cuenta de que alguien ha entrado en la estancia y se ha sentado al fondo de la misma. Cuando, tras 20 minutos de solemne locución, el discurso toca a su fin, el recién llegado se abre paso entre la gente hasta el centro de la pieza y, una vez allí, se dirige a sus cofrades para explicar el funcionamiento de la nueva institución.
De esta forma inesperada y melodramática sentó las bases Jacques Lacan de lo que pasaría a la historia como la Escuela Freudiana de París: un organismo que, en década y media de existencia, revolucionó toda la historia del psicoanálisis. En junio se cumplirán 50 años de aquel acto fundacional en el cual uno de los pensadores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX oficializó su ruptura con la práctica tradicional de la psiquiatría al tiempo que reivindicaba la vigencia del legado de Sigmund Freud y una aproximación sin prejuicios al mismo.
¿Qué les dijo Lacan a sus seguidores en aquella velada histórica? Según su discípulo Juan-David Nasio, que estaba presente en el acto fundacional y se ocuparía más tarde de traducir los Escritos al español, el Maestro hizo particular hincapié en la originalidad de la escuela en ciernes, que se desviaba de los métodos impuestos por la Asociación Psicoanalítica Internacional para abrirse a otros procedimientos de trabajo y otros campos del saber.
«La propuesta lacaniana resultaba rompedora en varios aspectos», recuerda Nasio. «Para empezar, la Escuela no impondría a aquellos que quisieran formarse como psicoanalistas el nombre de un profesor sino que cada aspirante podría escoger su propio analista docente. Tampoco exigiría a sus integrantes que las terapias se limitaran a 45 minutos como manda la ortodoxia freudiana. La dirección no sería piramidal sino colegiada, intercambiándose periódicamente los roles de jefes y subalternos. Y, lo más importante, la institución estaría abierta no sólo a los psicoanalistas, sino a cualquier intelectual dispuesto a contribuir con su saber al desarrollo del psicoanálisis».
«La enseñanza de la disciplina tal y como está pensada en la actualidad carece de un aspecto sin el cual nadie puede convertirse en un buen psicoanalista», había advertido Lacan años antes de fundar su Escuela, en una entrevista en mayo de 1957 a 'L'Express'.
Para nuestro protagonista, esa carencia esencial era el aprendizaje, por parte de los futuros analistas de la historia, la lingüística o la historia de las religiones, de acuerdo a lo que Freud entendía como 'universitas litterarum'. «Los estudios médicos son obviamente insuficientes para entender lo que dice el análisis», explicaba Lacan. «Por ejemplo, para distinguir en el paciente la influencia de los símbolos, la presencia de los mitos o simplemente comprender el significado de lo que dice resulta imprescindible analizar su discurso como quien analiza un texto».
16 años de Escuela
Así que, a los 63 años y obligado por las circunstancias, el inconformista Lacan se decidió a crear la Escuela Francesa de Psicoanálisis para cambiar los métodos tradicionales, combinando el estudio del inconsciente con el del lenguaje y atrayendo a numerosos discípulos que difundirían a su vez su visión heterodoxa de la práctica analítica.
«Durante 16 años, la institución experimentó una rápida expansión en el número de miembros y el volumen de trabajo realizado allí. Hasta que, en enero de 1980, debilitado por la enfermedad, él mismo anunció la disolución de la misma», rememora Nasio. «Ahora que se cumple medio siglo de su fundación, nos damos cuenta de que el alma de la escuela vivirá mientras existan psicoanalistas cuyos métodos estén inspirados por la gran obra lacaniana».
¿Pero quién fue Lacan y qué ha quedado de aquella École Freudienne de París con la que marcó a varias generaciones? Maestro de la enseñanza oral, su reivindicación permanente del pensamiento freudiano, su compromiso incansable por mantener un seminario anual durante 30 años y su inventiva práctica analítica le han garantizado un hueco en la historia de la ciencia y las ideas.
«Desde que apareció Freud, el centro del hombre no está donde pensábamos», comentaba Lacan a 'L'Express'. «Cuando él inventó el psicoanálisis, provocó tanto revuelo como las teorías copernicanas sobre el orden cósmico: la tierra ya no era el centro del mundo. En el caso que nos ocupa, el psicoanálisis viene a decirnos que no somos el centro de nosotros mismos porque llevamos dentro otro sujeto: el inconsciente».
«El psicoanálisis fue percibido inicialmente como una práctica escandalosa y subversiva. Entonces, la gente se oponía al mismo con el argumento de que el paciente en terapia se desataba y abandonaba a todas sus pasiones. Pero la percepción ha cambiado», proseguía. «Hoy, cuando alguien se comporta anormalmente es cuando sus allegados sugieren que vaya al psicoanalista».
Jacques-Marie Émile Lacan (1901-1981) no sabía nada de todo esto cuando, tras licenciarse en Medicina después de la Gran Guerra, escogió como especialidad la Neurología, dado que la Psiquiatría no estaba considerada aún como una carrera independiente. El primogénito de una familia católica de clase media, dedicada al comercio de vinagres en Orleáns, educado en los jesuitas pero carente de fe, descubrió su vocación filosófica a través de la lectura de los presocráticos, Nietzsche y la 'Ética' de Spinoza. Estudiante en el Barrio Latino parisino durante los locos años 20, su introversión y su constitución débil le hacían un bicho raro que se libró del servicio militar por su mala salud y frecuentaba los círculos dadaístas y surrealistas de la rive gauche.
En ese entorno de ebullición creativa, el joven Jacques-Marie experimentó con la escritura automática y hasta asistió en 1922 a la primera lectura pública del 'Ulises' de James Joyce en la primigenia librería Shakespeare & Co de Sylvia Beach. Frecuentó a Breton, Dalí y Bataille, flirteó con el 'beau monde' en el salón literario de Josefina Atucha y repartió su embates amorosos entre Marie Thérèse Bergerot, Olesia Sienkiewicz o la mismísima Victoria Ocampo. Como internista en la clínica de la Salpêtrière y luego en el centro de salud de Sainte-Anne, se aplicó al estudio de la psicosis, la melancolía ansiosa y otros males mentales, al tiempo que buscaba respuestas complementarias en la antropología de Mauss, la lógica de Bertrand Russell o la lingüística de Ferdinand de Sausurre.
Apasionante trayectoria... y vida privada
Con estos antecedentes, leyó en 1932 su tesis doctoral 'De la psicosis paranoica' en sus relaciones con la personalidad, escrita bajo el influjo surrealista y dedicada al caso Aimée -donde una anodina empleada de Correos intentó apuñalar a la actriz Huguette Duflos-, explicando las tribulaciones de su paciente no como la consecuencia de una lesión cerebral, sino como la reacción agresiva y delirante a un acontecimiento de su historia personal. Lacan señalaría años más tarde que la descripción fenomenológica de este caso le condujo al psicoanálisis. Y el paso por París, desde 1933, de los maestros centroeuropeos camino del exilio en EEUU le puso en contacto con el suizo Rudolph Loewenstein que, tras el preceptivo análisis didáctico, le abrió las puertas de la Sociedad Psicoanalítica de París (SPP).
Desde entonces, la trayectoria profesional de Lacan fue tan apasionante, excesiva y controvertida como su vida privada, que incluye un primer matrimonio con Marie-Louise Blondin, tres hijos, un idilio secreto con la actriz Sylvia Bataille -esposa de su amigo George y luego suya-, el nacimiento en 1942 de una hija ilegítima (Judith Bataille) y el consiguiente divorcio de Marie-Louise.
El mismo año que murió su adorado Freud (1939), atendió durante 11 meses a Antonin Artaud, detenido en Dublín por escándalo público, y se instaló en el icónico número 5 de la rue de Lille, donde pasó consulta toda su vida y en cuya fachada una placa instalada en 1991 por orden del ministro Roland Dumas nos recuerda hoy que aquí vivió cuatro décadas el renovador del psicoanálisis. En 1944, por intermediación de Paul Eluard, trató a Dora Maar -ex amante de Picasso- de una depresión nerviosa. Y, al terminar la ocupación nazi, se convirtió en uno de los referentes intelectuales de la posguerra, cuyos postulados psicoanalíticos fueron evolucionando desde las tesis hegelianas hacia el estructuralismo y la teoría de los signos, inspirado por Saussure, Jakobson y Lévi-Strauss, en un proceso sin retorno que, pasando por lo real, lo simbólico y lo imaginario, terminaría dando origen a su famoso axioma: el inconsciente está estructurado como un lenguaje.
Pero sus teorías fascinaban tanto como molestaban. Y sus sesiones psicoanalíticas de longitud variable y métodos un pelín extravagantes eran tan denostados por los organismos oficiales que le hicieron declararse en rebeldía respecto a la SPP y a la Asociación Psicoanalítica Internacional. Así que, lustros después, fiel a su creencia de que el psicoanálisis no se puede transmitir si no se reinventa, decidió fundar su propia escuela.
La creación de aquella institución se vio seguida en 1966 por la publicación de los Escritos, que lo convirtieron en uno de los referentes del estructuralismo al lado de Lévi-Strauss, Barthes y Foucault. Y, más tarde, por el goteo editorial de esos imprescindibles seminarios que impartió desde 1953 hasta 1979, primero en Sainte Anne y luego en la École Normale Supérieure y la Sorbona. Como Lacan no escribía, sino que hablaba -y gustaba inventar palabras, llegando a crear hasta 759 neologismos-, de todas esas clases magistrales se han ido editando posteriormente los apuntes, generando un inmenso corpus literario del cual él se habría sentido quizá apabullado.
En la recta final de su vida, aquejado de un cáncer de colon que se negaba a tratarse, el gurú septuagenario dejó las riendas de la Escuela en manos de su yerno, el filósofo Jacques-Alain Miller, que decidió unilateralmente remplazar a algunos dirigentes. Años más tarde, el suicidio de un aspirante que no pudo aprobar el examen del pase -un dispositivo ideado para que los postulantes realizaran su demostración lógica- puso en evidencia las divisiones internas y la deriva de la institución. Lacan certificó la disolución el 5 de enero de 1980 con un artículo publicado en 'Le Monde'.
«Hay un problema en la escuela. Y la solución es la disolución. Si persevero es porque la experiencia fallida merece una contra-experiencia que la compense. No necesito a mucha gente y hay mucha gente que no necesito», escribió con sus habituales juegos semánticos. Murió de una insuficiencia renal 21 meses después, dejando en su testamento a Miller como coautor y responsable de la publicación de sus seminarios en la editorial Seuil.
Desde entonces, tanto este como su esposa han dedicado sus días con mayor o menor acierto a la difusión de la palabra lacaniana. El mismo año que se fue el maestro, el polémico yerno fundó la École de la Cause Freudienne y, poco tiempo después, la Asociación Mundial del Psicoanálisis, que todavía funcionan en París.
JUAN MANUEL BELLVER
17/05/2014
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